Recientemente recibí el comentario de una persona que cuestionó la pertinencia y relevancia de El Show de Terror de Rocky en 2022. Estamos hablando de la obra que en 1973 se suma desde los escenarios al movimiento de liberación sexual, y escandaliza a una década, a Londres y a Nueva York, a un punto en el que los críticos de la época la llamaron «Un musical para homosexuales». Tan reduccionista como se oye, en su momento no tuvieron otra forma de entenderla y de recibirla excepto: «esto no es para nosotros, la gente normal, la gente bien».
Lo cierto es que El Show de Terror de Rocky no sólo no es «para homosexuales», pero pone sobre la mesa un abanico mucho más grande de la diversidad sexual. Es probablemente la primera en hablar de pansexualidad, cuando la pansexualidad no era un término. En hablar de fluidez de género, de gender fuck, de cultura queer, de hombres identificados como heterosexuales probando las mieles de la bisexualidad, y si queremos leerle más allá, también de acoso y sexualización sin consentimiento. Rocky puso temas en la mesa que esa década aún no estaba ni lista para leer.
A pesar de eso ha crecido con el tiempo, o deberíamos decir, los tiempos la han alcanzado. Y no es sino hasta 2022 que podemos entender a un personaje como Frank N’ Furter más allá de un cross dresser en tacones y liguero, pero una persona no conformista del género, a un Brad como lo que es… bisexual, al drag que todes acaban experimentando como un borrón de auto-censura, y tantas, tantas cosas que, como sociedad, hemos tardado décadas en entender para que hoy en día El Show de Terror de Rocky sea perfectamente pertinente.
Lo que Richard O’Brien, creador del musical, pretende con su pequeña fábula ultra sexualizada de Frankenstein de Mary Shelley es hacer chocar el buen comportamiento de la sociedad cuarentera, cincuentera, un poco sesentera, tan preocupada por las buenas costumbres y el qué dirán, con la revolución sexual iniciada a finales de los 60 para estallar en la década posterior, a partir de una farsa que parodia el sci-fi clase B desde los 30’s y más allá.
Para lograrlo, El Show de Terror de Rocky necesita una comprensión absoluta de lo absurdo y la faslficiación de una normalidad extriñida como la que forzaban en décadas más conservadoras con shows como I Love Lucy, y que en 1972 ya había sido cuestionada por una peliculita de nombre Stepford Wives. Y en México para el Nuevo Teatro Silvia Pinal, la encuentra en el director Rafa Maza, al que se le nota cariño por el género y el libreto, que abre puertas y ventanas al caos para invocar al espíritu de Fran N’ Furter y los seres a-género de su castillo de una manera ideal y vibrantemente divertida.
Para aquél que pudiera no conocer la historia. Brad y Janet son la clásica pareja cultivo de la normatividad, cuya única misión en la vida es casarse y tener muchos hijos; él ir a vender seguros o bienes raíces, y ella tenerle lista la cena a tiempo. Pero sus planes cambian cuando en medio de un camino misterioso se les poncha la llanta del coche y acaban atrapados en un castillo donde la locura parece reinar. ¿Pero qué clase de locura?
Invitados por un mayordomo inspirado en el Igor de Victor Frankenstein y un ama de llaves como de The Twilight Zone a una celebración de nueva vida, Brad y Janet son testigos del nacimiento de Rocky, un hombre mamadísimo, un Atlas, que ha sido creado, básicamente, como juguete sexual por el doctor Frank N’ Furter, utilizando la mitad del cerebro de su fuck boy anterior, Eddie, al que asesinó cuando le dejó de resultar interesante. Igual que abandonó y dejó como muñeca arrinconada, y fanática más grande a Columbia, otra ex integrante de su harem.
Las cosas se complican, aún más, para Brad y Janet cuando ambos son seducidos a experimentar aquello que se creían incapaces de desembotellar de su sexualidad; y Rocky adquiere consciencia de sus propios deseos para revelarse contra su padre, provocando frenesí en Frank N’ Furter, que en un despliegue de egomanía y necesidad de atención termina por evocar a los verdaderos villanos de la historia… que no son de este planeta.
Todos los clichés sci-fi son parte del musical, desde las máquinas presuntamente futuristas cuyos botones suenan «piu piu», las pistolas de rayos láser, el científico loco vs el académico, la damisela, o en este caso, demiselos, en peligro, etc. Lo que Rafa Maza entiende bien es que El Show De Terror de Rocky no busca, necesita o pretende perfección, porque su elemento más fuerte es enteramente anárquico.
La obra rompe la cuarta pared a través de un personaje narrador (aquí el increíblemente simpático Gerardo González) que le premite al público volverse parte del montaje y del texto, y gritar e insultar a su antojo, completando lo escrito por O’Brien con segundas lecturas y juegos de palabras. Desde hace décadas, Janet es llamada «Slut!» en todos los cines en los que se presenta la película, y aquí en el teatro, Maza permite que no sea diferente. Le dice sí al descontrol, y haciéndolo le otorga a la obra el espíritu revolucionario con el que nació.
Ahora, estamos hablando de caos controlado, porque a pesar de presentarse en medio de un remolino, Rafa Maza y su coreógrafo Hugo Curcumelis primeramente hacen esencial y cuidadoso uso de un ensamble poderoso y enérgico, que sabiéndolo oro molido lo utilizan para todo. Arman con él espacios físicos, así como contagiosos números de baile, y más importante que eso, dotan de una constante vibra de sensualidad y seducción el escenario. Como si encima de las tablas el sexo estuviera vivo y presente en forma humana.
El vestuario de Emilio Rebollar y el maquillaje de Jennifer Chanfreau ayudan además a robarle género al ensamble, porque no importa, porque además de ser un constructo social que en Rocky no tiene cabida, para la obra es importante dejar claro que el cuerpo es hermoso y la actitud sexy, no importa quién lo porte, sino cómo. Y estos magníficos entes en tacones y medias caladas, con el pelo levantado y la cara pintada en contour de colores que vuelve filosas sus caras hacen su parte de convertirse en instinto salvaje por encima de seres humanos. Y son imposibles de dejar de ver.
Y vaya que tienen competencia porque entre los protagónicos no hay un sólo eslabón débil. Moisés Araiza y Gloria Aura son encantadores, graciosos y tiernamente cacheteables como Brad y Janet, jugando a una caricatura de comercial de lavadoras de los 40, con voces limpias y gestos ridículos que los vuelven protagónicos naif perfectos de este cuento cuya moraleja es «No sueñes, vive».
Alrededor de ellos, todos se lanzan al vacío de lo ridículo. Ceci Arias es una Columbia brillante, neurótica e infantil para que no se nos olvide que hay mucho en ella de Síndrome de Estocolmo, María Filppini lleva densidad a una Magenta misteriosa, cuya única crítica que puedo ofrecer no es tanto para ella, pero para su vestuario y peluca que de pronto se mezcla y confunde con lo que trae puesto el ensamble, cuando bien podría desarmonizar y sería aún más perfecta. Carla Heftye nos sirve gender bending como Eddie y Dr. Scott y es comedia pura de gran voz, y Marcelo Carraro, que bien pudiera ser un pedazo de carne como Rocky, se avienta vocales intensos y hermosamente colocados que vuelven sus canciones un placer.
Pero hablemos de las cartas fuertes bajo la manga. Juan Fonsalido no ha terminado de cantar las primeras dos notas de «Una Luz» cuando queda más que claro que vamos a escuchar a un Rif Raf de capacidades vocales superiores; y claro que en el Baile del Sapo y su eventual reprise demuestra que no nos equivocamos. Pero resulta que no sólo es una voz raspada y tenaz de maravilla, pero sus momentos cómicos también son joyas. Desde su caminar y hasta el soltar un pequeño «ay» muy a tiempo antes de una caída, Juan Fonsalido es por muy poco la gran estrella del montaje.
Excepto que en los tacones de Frank N’ Furter se para Beto Torres, y contra él no hay nada que hacer, excepto recargarse en la butaca y babear. Fuera de los personajes masculinos que normalmente obtiene, muy relacionado quizá con el perfil de su voz, Beto Torres rompe con toda restricción y se dedica a jugar en el escenario con todo lo que Franky es y puede ser. Es tosco al caminar, pero femenino en su manera de sorprenderse y llorar. Es drama y teatro como sólo Frank N’ Furter, un obsesionado con el aplauso imaginario puede ser. Una diva con los cables cruzados. Y más importante de todo, Beto Torres se está divirtiendo haciendo lo que quiere con él y eso es contagiosísimo.
De hecho no hay uno sólo en el elenco que no se note infinitamente divertido de realizar su papel. Ellos se la están pasando increíble para que nosotros en butacas los acompañemos. Pero es su show, su fiesta. Gerardo González se ríe de lo que quiere, y si el público fuera más atrevido con él, en absoluto plan cabaretero, estoy seguro que él respondería a su antojo y sería hilarante. Las risas son honestas y nacen del estómago, y en gran parte, de las ganas de gritar «¡sí ya es momento! ¡No sueñes, vive!»
Yo, personalmente, siempre tendré un conflicto con la traducción original de Julissa, que es la misma que se usa en este montaje. Pero más allá de las omisiones y de que, en serio El Baile del Sapo, así con esas palabras, no tiene razón alguna de existir, cosa que encuentro -renegado- sumamente graciosa, la realidad es que la farsa de la interpretación transmite mucho más que una que otra frase que no consiguió en español su lugar correcto, o buscó universalizarse para salir del nicho sci-fi muy gringo con el que empieza Rocky Horror.
No creí que me la fuera a pasar tan bien. Precisamente porque El Show de Terror de Rocky es un bufet, las posibilidades de presenciar un montaje desangelado y desvielado son enormes; pero Rafa Maza y su compañía entregan un digno montaje a una obra que sí, persona que no había entendido qué tenía que hacer de regreso en 2022, se mantiene importante, revelante, pertinente y ácida. Y que siempre y cuando allá afuera se nos diga diciendo «no puedes ser», Rocky que nos da permiso de ser quien querramos ser y disfrutarlo, seguirá teniendo un lugar en nuestros teatros, cines y corazones.
El Show de Terror de Rocky se presenta de jueves a domingo en el Nuevo Teatro Silvia Pinal.