Una inocente mochila, presuntamente con imágenes de My Little Pony, provoca que un niño sea bulleado por sus compañeros de escuela hasta un grado extremo y enfermo, y que en su casa sus padres se vayan en picada no sabiendo cómo manejar el acoso que va rompiendo al niño hasta dejarlo inerte en El Pequeño Poni. Una obra minimalista sobre un problema que dolorosamente es excesivamente común.
Los niños son crueles y eso no es novedad, pero lo que El Pequeño Poni -del dramaturgo español Paco Bezerra- propone es que es en casa con los papás donde la herida termina por infectarse… o cicatrizar. E insiste en que es difícil para un padre saber qué hacer en caso de violencia hacia su hijx, especialmente ante la presión escolar, y con los prejuicios que ellos como adultos también van cargando, que suman al abuso psicológico ahí donde en apariencia buscan ayudar.
Jaime e Irene son una pareja amorosa que han formado en apariencia un hogar armónico con su hijo Miguel, pero apenas son notificados por un moraliño director de escuela que su hijo está siendo acosado por sus compañeros del colegio por culpa de la mochila de «My Little Pony» que lleva a clases, la pareja se empieza a desmoronar en una búsqueda polarizante por rescatar al niño de un bullying cada vez más agresivo que los va arrastrando a ellos al absoluto deterioro y a ese pacífico hogar que habían previamente construido desde el amor en una llaga más de las ya de por sí abiertas para Miguel en la escuela.
El Pequeño Poni presenta un caso irremediable, no porque el pequeño Miguel no pueda ser un sobreviviente a sus propias circunstancias, pero porque los personajes de Bezerra manejan la situación con manos de intestino. Ninguno salvable. La madre, Irene, se alía con el director escolar para sumarse a un discurso francamente cavernícola sobre la culpabilidad de una mochila de dibujitos en un caso de bullying, escondiendo entre justificaciones una clara lgbtqfobia -no hablada de manera explícita- sobre su propio miedo a tener un hijo diferente al que se le note… pues… lo colorido.
Y Jaime, aunque más receptivo a los gustos de Miguel, tampoco hace mucho por distanciar a Miguel de una circunstancia dañina (ahí donde quizá la respuesta lógica sería cambiarlo de escuela) y termina por humillarlo en su propia escuela en un arrebato de ira y franca presunción de poca inteligencia emocional y madurez. Ni hablar de los personajes meramente aludidos, adultos, aquellos que manejan la institución escolar, cuya única solución a un problema que ha escalado hacia la violencia física es: «que cambie de mochila o que mejor no venga a clases».
Hay un velo melodramático, sin duda, que cubre a estos personajes y les impide actuar de manera racional. Cierto que probablemente representan a lo peor de una población que existe, pero en el contexto de la obra cada decisión que toman pareciera sumarse a una lista de lecciones no aprendidas y pasos a tomar con cierta ilusión inverosímil. Un texto que parte desde las ganas de enrojecer un caso que para muchos niñxs es real allá afuera, más que de reflejar una vivencia que ya es en sí conflictiva y dramática, y no requiere de la explotación hacia el amarillismo.
El tamaño del Espacio Urgente en Foro Shakespeare además concentra esta álgida narración a dos voces en una dimensión pequeñísima donde las actuaciones de Natalia Morlacci y Francisco Celhay se van sintiendo cada vez más enormes, hasta agigantarse y perderse hacia la gritoniza del drama inflamado, ahí donde, nuevamente un caso típico y tristemente común de acoso escolar, no se vive en lo estridente de la tragedia, pero en lo callado de familias y escuelas que al no saber manejar situaciones de violencia infantil prefieren escudarse en el «mejorará algún día» para dejarle al futuro hacer lo suyo sin resolver nada en presente.
Una especie de segundo acto termina por llevar a El Pequeño Poni al franco surrealismo, cada vez más lejos de la realidad donde el problema duele y angustia, y hacia donde se percibe frío y lejano, transformando la desgracia de Miguel en una metáfora sobre cómo el abuso que busca invisibilizar, silenciar y presionar puede dejar sin voz ni movimiento a una persona que aplastada por la sociedad prefiere mejor no despertar. La obra termina por despegar los pies de la tierra donde el caso es pertinente para ocultarse entre las nubes donde pareciera más agobiante, pero ya no alcanzamos a tocar.
El Pequeño Poni es una obra limpia, y como buena pieza dirigida por Diego del Río matizada y con varios guiños hacia el símbolo y la teatralidad, pero no se consume preocupante y conmovedora como quizá espera, sino trágica y desalentadora, donde resulta fácil conectar con el dolor de Miguel, aún cuando es un personaje que jamás aparece en escena, pero imposible empatizar con Jaime e Irene que en esta circunstancia resultan desesperantemente tercos y de cabezas duras, que parecieran tener más ganas de ganar una discusión entre ellos, que amor y cariño para voltear a ver al realmente afectado y partir desde ahí. Y bueno, es que tal vez no quieran, la misma Irene en algún momento comenta que pudiera ser cierto que no quiere del todo a Miguel porque es… raro.
Las escuelas son territorio inóspito. Francamente árido para muchos niñxs allá afuera que por diferentes casualidades son distintos a los demás. Lo queer siendo quizá lo más perceptible, pero no la única razón de bullying, distanciamiento o segregación. Es un tema. Es real y es urgente. Y es en los hogares, de niños violentados y violentadores, donde yace la respuesta, secundariamente en el profesorado, por supuesto. El niño replica no innova. Y el teatro, como en tantos otros temas, por supuesto que puede alumbrar una luz que despierte y mueva.
Personalizo por un momento. Ahí donde Miguel sufre un destino cruel por una mochila de «My Little Pony», yo de niño tuve un estuche de Keropi, la ranita de Sanrio, que me hizo pasar por las mismas. Ser la víctima de señalamientos y burlas, estigmatizarme de manera inmediata como el distinto, delicado y de gustos más femeninos que el resto. Y vaya que sufrí bullying, quizá no tan acalorado como el de Miguel, pero no por eso menos hiriente. En la escuela nadie se pronunció. En mi casa mis papás jamás dejaron de comprarme eso que me hacía feliz, mis plumas, gomas, estuches y mochilas, que otros niños de mi edad jamás hubieran escogido. Al día de hoy volteo la vista atrás para recapacitar en todo lo que todos pudimos haber hecho distinto, pero si hay algo de lo que no me arrepiento es de haber elegido a Keropi para ser mi compañero de útiles escolares. La respuesta nunca estuvo en cambiar el estuche, sino el chip.
El Pequeño Poni viene de ese mismo lugar y la exploración suena bien-intencionada y pertinente, lástima que Bezerra prefirió hacer de Miguel una víctima sin escapatoria, ahí donde tantos niños y padres pueden entender, escuchar, aprender que el bullying no es un virus sin cura, y que la comunicación abierta y sin prejuicios es elemento primordial. Una puesta que parte desde la oscuridad para regodearse en ella, y cavar más profundo hacia donde la luz no tiene un ápice de posibilidades. No que tuviera que ser fábula o aleccionadora, aún cuando el camino de viñetas deja poco para otra estructura, pero un baño de amargura siempre dejará un sabor astringente en la boca, y la obra no pareciera tener consciencia de lo terribles de sus personajes, como para pasarlos por una vivencia paternal universal.
El Pequeño Poni se presenta los miércoles a las 8:15 de la noche en Foro Shakespeare.