Una mirada desde la inocente perspectiva de una niña al tema de las desapariciones en México, La Señora De La Radio no es en realidad una fábula amarga, pero un poderoso relato contado desde una protagonista que es mucha luz para alumbrar un tópico oscuro y recordarnos el poder de no callarnos, la batalla de la perseverancia, y que ahí donde uno puede llorar, también puede reír al mismo tiempo.
La niña al centro del monólogo de La Señora De La Radio se inventa una nueva definición al verbo «chopear», que decide que va a empezar a usar para esa aparente incongruencia de llorar y reír en simultáneo. Y es curioso que lo haga porque justo eso es La Señora De La Radio, una puesta con un texto bellísimo que te tiene riendo todo el rato, sonriendo por acompañar a su protagonista en un viaje cuyos olores podemos oler, y colores podemos ver, y al mismo tiempo te mantiene con el corazón roto sabiendo que no importa cuánto recorra esta personita no existe realmente la esperanza al final del camino. O no como la visualizaríamos de entrada, porque en realidad la obra tiene un sabor de resistencia que dejarnos en la boca.

La enérgica niña que narra el unipersonal vive con su mamá en el campo, donde se dedican al cultivo de maíz. Dado que la escuela le queda a dos horas de camino, sólo convive con su madre los fines de semana que regresa a casa para chopear una concha de Doña Juana sobre la piedra y disfrutar de la vista. Pero ante todo, disfrutar de la radio, cuya locutora se ha convertido en su acompañante incondicial, una voz mejor amiga, y un misterio si lo recapacita bien, porque, ¿quién sabe cómo se ve ella?
Cuando en la escuela le avisan que no puede regresar a su casa y se debe quedar el fin encerrada, la niña sospecha que algo no está del todo bien, y luego de convencer a su amiga, Chole, la cocinera del lugar, que claramente sabe más de lo que está dejando ver por la forma en la que la abraza llorando sin decirle nada, se escapa para regresar a un hogar que encuentra desvalijado, y una madre que no aparece que ella asume inmediatamente que debió haberse perdido… cosa que también le puede pasar a un adulto.

De modo que La Señora De La Radio se convierte en un viaje. Un recorrido de esta niña hacia el lado opuesto de donde suele caminar por encontrar a su mamá y guiarla de regreso a casa, en compañía de su fiel radio, la señora que a todas horas habla de muchos temas que se empiezan a volver instrucciones en un mapa, y la gente que conoce en el camino que, igual que Chole, no la desalientan de su aventura, pero «chopean», ríen y lloran con ella, sin que ella entienda del todo por qué lo hacen.

El texto de Mariana Teyer es tan sensible que es fácil entender por qué la obra se presenta en horario matutino para un público joven teniendo en su centro un tema tan complejo y doloroso que tratar, pero la autora lo envuelve en odisea y nos permite acercanos desde una mirada que aún no conoce la oscuridad y no le teme. La enfrenta sin saber que la tiene enfrente, y ahí donde para uno, adulto, sería fácil darse por vencido, rendirse ante lo irreparable, ella no puede sino seguir, avanzar, iluminar todo a su paso y aprender que ahí donde parece que ya no hay nada que se pueda hacer, ella siempre puede usar su voz y hablar, que ese es su poder. Su razón.

Y Belén Mercado hace de este papel uno que enamora de una forma tan instantánea. Aborda a la niña no desde lo infantil, sino desde la picardía, y de inmediato nos hace saber que estamos en presencia de alguien inteligente, recursiva, ingeniosa. Su energía y corporalidad a tope te envuelven en un dinamismo muy especial cuyo motor es su enorme encanto. Cada gesto que le presta, cada fraseo hacen de este personaje esa mezcla perfecta entre lo que no queremos dejar de ver, y lo que nos provoca querer cerrar los ojos para no ver… porque no podemos siquiera pensar en que esta niña pueda atravesar por un dolor de ese tamaño.
Gabriela Guraieb, directora, hace uso de un espacio en apariencia ordinario, que entre más atención le pones, más te das cuenta que en realidad es un guiño a la ordinario desde la construcción inteligente de elementos escenográficos que se pueden movilizar para evocar todo tipo de imágenes, pero son en todo sentido artesanía, y que incluso se pueden iluminar para llevarnos a ambientes particulares, casi siempre cargados de emoción, de inspiración.

La Señora De la Radio es un trabajo angelado con mucho corazón. Una representación muy bella de un México en sus pueblos, en sus campos, que pinta paisajes y personas, incluso sabores y texturas que uno puede sentir y saborear con gusto, y encuentra la manera de punzar desde el dolor profundo de las desapariciones forzadas para que duela y apachurre sin empañar aquello de lo otro cuya hermosura convive a diario con los horrores de un país que es magnífico y terrorífico al mismo tiempo. Un país que hoy, gracias a la mirada de una niña increíble, sabemos que «chopea».