El más tierno y emocionante romance entre dos seres rotos que no podrían ser más diferentes, Mil Veces No nos regresa la esperanza en un mundo oscuro, donde las tragedias suceden y la gente es francamente malvada, pero siempre hay un rayo de cosita buena, aunque sea en escuchar El Niágara En Bicicleta y poder derrotar miedos un escalón a la vez.

La escritura de Paula Zelaya Cervantes y Ana González Bello tiene algo que es difícil poner en palabras en español. En inglés hay una que la describe mejor, «quirky», que pudiera ser similar a lo peculiar, con un toque juguetón, simpático, incluso algo de mágico. Mil Veces No es la epítome de lo quirky, y es de estas obras que te hacen reír con la boca del estómago, desde muy adentro, y cuando menos te lo esperas te tienen sollozando, sólo para al final abrazarte, tomarte de las manos y decirte «todo va a estar bien». Mil Veces No es un comfort tan necesario.

Mil Veces No

Baltasar (Luis Eduardo Yee) llega a vivir a la ciudad después de haber crecido en un culto completamente aislado que lo hace ser un paria, por un lado, pero por otro, un niño ingenuo y optimista que nunca terminó de crecer ni de ensuciarse. En el departamento que solía ser de su tía conoce a su vecina, Miranda (Ana Gonzáles Bello) una agria mujer con agorafobia que no es capaz de salir del departamento más que unos cuántos pasos al elevador donde insiste en dejar cajitas misteriosas que el intendente del edificio (Miguel Tercero) recoge con un propósito imposible de averiguar.

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A pesar de que Miranda es hermética e incluso agresiva con él, Baltasar que es como el perrito más noble, consigue irla suavizando y ganándose su cariño, lamiendo sus heridas, pero la cosa es, no sólo es ella, ambos van cargando un peso que es mucho mayor que ellos, que les pasó, no lo buscaron, pero los ha marcado indeleblemente. Ambos han sido víctimas de una violencia enormemente inhumana, y mientras para Miranda esa tragedia la ha llevado al borde de la autolesión y la fantasía de venganza, en Baltasar se ha convertido en ceguera selectiva y algo que nunca se ha permitido enfrentar. Teniéndose finalmente el uno al otro, y sostenidos donde jamás creyeron estarlo, tal vez es momento para ambos de soltar el peso y darse una nueva oportunidad.

Mil Veces No

Mil Veces No es de estas obras que te mantiene sonriendo de una manera muy cálida. Y es testigo de una escritura muy humana por parte de Paula y Ana que personajes que en el fondo están dañados tal vez de manera irreparable, puedan enamorar a la audiencia en cuestión de segundos. Porque no dejan de ser fascinantes, encantadores. Porque lo complejo sólo los hace más adorables y pone aún más fichas en una torre que es notoriamente inestable, para que cuando inevitablemente caiga, el golpe se sienta en la panza y en el corazón. Lo sabio de la obra es que no te deja ese malsabor. Tira la torre, porque tenía que hacerlo, pero luego vuelve a poner las primeras tablas para iniciar una nueva construcción. Una más firme. Más sana.

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El mood ligero y más empinado hacia la comedia queda muy claro desde el inicio, en el instante en el que Miguel Tercero se aparece como el narrador, el «único» que va a romper la cuarta pared, pero también va a ser músico y un par de personajes, para explicar básicamente cómo funciona la convención en el teatro. En un espacio que nos toca imaginar y el entendido de ficción en la interpretación actoral. Un guiño divertido a la auto-consciencia de la obra, cuyas reglas rompen ellos de manera fantástica cuando Miranda, en esta capacidad arrolladora que tiene de pronto pasa por encima del narrador para ser ella la que hable con la audiencia e insista en combatirlo para que las cosas se cuenten a su manera.

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Y luego continúa con los nombres de cada capítulo, cada uno más inesperado que el que sigue, y la construcción de la relación entre Miranda y Baltasar a partir de las cosas simples. Las palabras que Baltasar no conoce dado que en su comuna no tenían razón de ser y que Miranda sin querer le enseña, sólo porque ella las usa casualmente, no con una intención didáctica; o la forma en la que la comida, la bebida, la música, el baile impromptu empiezan a presentarse como esos elementos que dan a la vida un levantón aunque tantas veces no las notemos porque tenemos el foco puesto en algo más importante, más serio, más en forma.

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Luis Eduardo Yee se retaca de ternura, entrega a un Baltasar que es en toda medida hermoso. Una bella persona. No del todo, eventualmente nos enteramos, pero no desde la consciencia. En su voluntad la bondad es primordial, el compartir, el aprender. Y Yee hace algo muy sincero en desnudarse de todo lo aprendido, todo eso que en una sociedad más roída aprendemos a ponernos como armadura para sobrevivir desde muy chiquitos, que Baltasar no tendría por qué tener. El ser humano que Luis Eduardo pone sobre el escenario es uno que sería muy bello conocer.

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Y Ana González Bello tiene una tarea muy compleja porque Miranda bien podría ser una roca densa, difícil de entender y astringente en muchos sentidos. Pero ella le pone ese toque muy Ana que nace de una comedia mordaz y auto-referencial y que ella maneja como si de respirar se tratara, para que entendamos de forma muy inmediata que lo suyo no es villanía, sino mecanismo de defensa, y que ahí donde sería muy fácil juzgarla, Ana nos obliga a ponernos sus zapatos para entenderla, y así poder reír con ella y disfrutar ampliamente la sequedad de su humor.

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Ambos perfiles abismalmente disímiles juntos son como el chocolate y la menta, y funcionan espectacularmente aún si no es lo primero que uno pensaría en juntar. Y si a eso le sumamos la genialidad de Miguel Tercero que no sólo hace del narrador uno de los detalles más graciosos de la puesta, pero también la embellece a partir de música que él y Cristobal Maryán están haciendo ahí en vivo, y no sólo como una orquesta ladeada, pero en toda medida parte de la familia que conjuga el montaje, Mil Veces No termina por tener un ensamble brillante, cada uno perfectamente elegido para traer algo especial a la mesa que complementa al de al lado y al mismo tiempo es único y propio.

Mil Veces No

El éxito de Mil Veces No radica en su honestidad. No es una obra que pretenda tapar el sol con un dedo. No es una avalancha de optimismo y frases de libro de auto-ayuda para salir de una situación difícil, ni una comedia boba que busque la risa a partir de la tragedia porque ya no hay de otra, no. Paula Zelaya y Ana González están conscientes de que allá afuera hay crueldad, y mucha. Y su obra no lo niega. Lo reconoce, lo retrata, lo sobrevive. Hace a sus personajes transitar por el lodo antes de salir del otro lado con la ropa manchada. Pero no se regodea en lo empantanado. Y eso la hace lindísima. Nos recuerda que ahí donde nos podemos tener los unos a los otros, donde una canción te puede hacer sonreír, donde un desconocido te da un abrazo sincero, donde alguien te extiende la mano y te pide la tuya a cambio, no todo está perdido.

Mil Veces No regresa a cartelera a partir del 14 de mayo en el Teatro Orientación del CCB, los miércoles a las 8pm.