En el imaginario colectivo la presencia de un payaso siempre será recibida desde lo tétrico. Curioso que así sea, tomando en cuenta que el personaje tiene la intención de hacer reír, pero tanto se ha promovido la imagen del «payaso maldito» en cine y tele, que ahora mucha gente presume tenerles básicamente una fobia. El payaso perturbante. La cosa con Algodón de Azúcar es que a pesar de estar interpretada por payasos, el factor perturbante no nace de ellos, pero de una triste realidad mucho más dolorosa, cercana y aterrorizante que cualquier cosa que un payaso de terror ficticio pudiera llegar a provocar.
Perdido en las calles con un pastel en la mano, Magenta (Alejandro Morales) hace lo posible por llegar a casa de sus padres donde se celebrará un aniversario. Perseguido por una sombra que no parece soltarlo, siempre en su proximidad, respirándole humo en la cara, Magenta olvida y se desorienta al punto en que su memoria a corto plazo pareciera tener un corto circuito.
En medio de darse por vencido, con relámpagos tronando en la distancia, Magenta se topa con una feria abandonada y tres payasos que le hacen mella desde el enigma, lo críptico y la burla, finalmente convenciéndolo de entrar al carnaval con la condición de decir «sí» a todo lo que ellos propongan. Pero adentro no hay juegos. Al menos no la rueda de la fortuna que uno se imagina, pero regresiones y falsos escenarios que regresan a Magenta a momentos de infancia que por años ha reprimido para no tener que enfrentar.
Lo fantástico en Algodón de Azúcar comienza desde el momento en el que uno pone un pie en el Foro Sor Juana para descubrir un aparato escénico apantallante. La entrada de una feria decadente y abandonada que nos transporta inmediatamente a esas casas de espejos de los carnavales itinerantes y las marquesinas de los circos de carpa. Una escenografía de Félix Arroyo de dos pisos, con andenes y escaleras por los que los personajes se dedican a transitar y a aparecer de lugares inesperados, manteniendo lo tenebrosamente onírico de la puesta y mucho de misterio.
La música a cargo Genaro Ochoa y Paco Castañeda (además presente con sus instrumentos como un personaje más de esta violenta fantasía) spooky en contexto como el jingle de un carrito de helados en un pueblo sin niños, y la iluminación de Ángel Ancona que tiene momentos francamente fascinantes, terminan por constuir este universo, sin duda perturbante, como una Chernobyl abandonada con sólo columpios rechinando a la distancia, que uno termina por entender, no busca lo espeluznante desde el terror por el terror mismo, pero como reflejo de lo verdaderamente pavoroso: la capacidad humana de destruir a otro desde el lugar más vulnerable.
Algodón de Azúcar hace uso de rimas y canciones infantiles para meter el dedo en la llaga, recordándonos la fragilidad infantil desde el lugar donde técnicamente tendría que ser el más alegre, y sí, los espectros que llevan a Magenta a navegar estos espacios taciturnos son tres payasos, no especialmente amigables, pero que nunca dejan de ser payasos en su forma clown de moverse, actuar y tomar absolutamente todo como motivo de carcajadas inagotables. Payasos ácidos que al final del día no son otra cosa más que una conciencia, una ensoñación, quizá del niño intentando comunicarse con el adulto que ya no es capaz de escucharlo… que ya lo olvidó.
Más allá de que Romina Coccio, Carolina Garibay y Miguel Romero son fabulosos, simpáticos, rasposos y ardientes como estos payasos, y otros varios personajes en los que se van transformando para poder rellenar las memorias de Magenta (siempre desde el clown lúdico), el trabajo de Giselle Sandiel en vestuario y de Maricela Estrada en maquillaje los vuelve enormemente cautivantes desde lo que a veces uno quisiera cerrar los ojos para no ver, pero es imposible dejar de hacerlo. Ojo. No son terroríficos ni se acercan al género. Esa fantasía del «payaso maldito» no le queda a Algodón de Azúcar, su presencia es más como un cubetazo de agua fría, visualmente disarmónico y de maneras exaltadas, pero en ningún momento con propósito predador.
Alejandro Morales, sin embargo, es la roca de la obra que basta con empezar a descarapelar para descubrir en su interior un metal precioso. Con una enorme capacidad vulnerable y desprotegida, Alejandro Morales regresa a ser niño con absoluta verdad, cero artificios. Chistoso, frustrante, incomprendido y roto, desde el momento en el que se le ofrece un literal algodón de azúcar y él se sienta en el suelo a recapacitar en lo rápido que se le fue la niñez y lo mucho que había olvidado meter a sus pulmones ese aire cargado sólo de oxígeno y no el natoso de la adultez, Alejandro hace de esos pequeños monólogos un martillazo, de esos que en las ferias hacen sonar una campana cuando pegan fuerte. Y Magenta no deja de pegar fuerte una y otra vez, incluso cuando está encerrado en una caja y no puede soltar sonido.
No cabe duda que Alejandro Morales vuelve a presumir tener ese toque de midas donde se acerca a los proyectos para hacer oro con ellos. Algodón de Azúcar, sin embargo, no es de un sólo individuo. Es de esas raras obras donde cada elemento, actoral, técnico y creativo, es igualmente protagónico y perfectamente ensamblático. Cada cosa pensada, cada cosa en su lugar, cada elemento construyendo y brillando desde donde tiene que brillar.
Algodón de Azúcar duele e impacta, pero no por el payaso a la Pogo, pero porque ese tiempo en el que un dulce nos sabía básicamente a nube, siempre tendrá una carga muy especial de nostalgia, belleza y herida. Y Gabriela Ochoa (directora y dramaturga) lo entiende muy bien, y sabe cómo ilustrarlo desde ese lugar donde nuestro niño de antaño jugó y se rió, y hoy en día se recuerda carcomido por el paso del tiempo.