Susto fácil y una producción descuidada se conjugan en el relato de terror de Esteban Román, El Sótano, que toma mucho de predecesoras suyas en teatro como La Dama de Negro y agarra inspiración de un cuento de Koji Suzuki, pero lo mezcla con elementos del horror más básico y sin ton ni son para acabar haciendo de la obra más un show de gritos aleatorios y ruidos estridentes, que una verdadera historia de miedo.
El terror es un género complicado. En cine y teatro de pronto se malentiende como meramente un pretexto para hacer saltar a la gente de sus asientos, sin mayor intención de contar nada realmente valioso y con sentido. El Sótano cae en todas las trampas posibles del jump scare: sustos no justificados, narrativas incongruentes, elementos visuales nacidos del cliché sin ninguna aportación al relato, intento de calcar lo antes visto en grandes referentes del género, voces y ruidos meramente efectistas, huecos, muchos huecos en la trama, vaya, todo eso que en la pantalla grande entendemos como «B Movie«, referente a esas películas de terror de mala calidad, y que en teatro no les tenemos apelativo, pero también existen.
Pero vámonos por partes. Ana y su hija pequeña se mudan a un edificio que se está cayendo a pedazos, donde más allá de un vulgar conserje que las atiende, la propiedad no pareciera tener a ningún otro habitante. Desde que llegan al departamento los focos rojos se empiezan a prender, hay un gato ahorcado pudriéndose en la habitación principal, muñecas viejas que aparecen de la nada, una canción japonesa que no para de sonar presuntamente desde el piso de arriba, una persona ¿sin ojos? que se acerca de pronto a su ventana, rasguños en los brazos de la niña a mitad de la madrugada, una voz de ultratumba que les grita en otro idioma cada que se quedan solas. Cosas que harían que cualquiera saliera huyendo del lugar, pero Ana (Ana Claudia Talancón) se niega a creer que sean otra cosa más que mala suerte y vandalismo.
La rareza va escalando hasta provocar que Ana realmente se cuestione si el mundo sobrenatural existe cuando mamá e hija descubren una compuerta en su departamento que lleva a un tétrico sótano, completo con muñecas colgadas del cuello en el techo, un crucifijo de cabeza, una cuerda llena de sangre, una daga, un viejo tocadiscos que se prende solo, ah, y un fantasma japonés (ubican cuáles) que insiste en acecharlas, que tampoco convencen a Ana de salir corriendo del edificio, pero más bien la orillan a la bebida, para que alcoholizada como la peor de las madres solteras, sea más fácil de poseer por cualquier tipo de entidad que quiera regresar a la vida.
Basada en un relato de Koji Suzuki, el mismo escritor de las novelas de El Aro luego convertidas en película, el texto de El Sótano adaptado por Esteban Román (también director) tiene muchos problemas de inicio. La convivencia entre lo japonés y lo local, porque la obra está situada en México, choca donde inevitablemente lo japonés termina por convertirse casi en una burla a la cultura, cosa que seguramente no sucede en el cuento original. Ver salir a Ana Claudia Talancón en kimono -porque claro- eriza la piel no por miedo, sino por vergüenza. El equivalente a que alguien en Japón hiciera una obra sobre México y pusiera a todos en sombrerou y a andar en burro, pues.
Pero más allá de esas decisiones arcáicas, el texto nunca termina por seguir una lógica. La casa está poseída por un fantasma japonés, y de pronto sí se escuchan voces en el idioma, o una canción, varios guiños a que el espíritu es de allá, pero de pronto también se les habla en latín, y cuando quieren que entendamos clarito un grito de «¡Mátala!», ése se dice en español. No hay convención alguna que justifique el descuido.
Y cada decisión que toma Ana pareciera no hacer sentido con nada de lo que el público está percibiendo. Pasa mucho en el terror: el protagonista suele enfrentar el peligro sin ni tantito instinto de supervivencia sólo para poder avanzar la trama, olvidando que técnicamente se está escribiendo a personas de carne y hueso. ¿Cómo es que encuentra un sótano con cuerdas ensangrentadas, un crucifijo de cabeza, una daga y su respuesta es meramente sorprenderse sin mayor precaución y mejor salirse y decirle a su hija, «no vayas a entrar ahí que es peligroso»? ¿Por qué su respuesta a enfrentarse contra un espíritu maligno que aunque se nos quiera hacer creer que ella duda que sea real, es clarísimo que está presente, es atiborrarse de pastillas psiquiátricas (como si fueran chicles además) y alcohol? ¿En qué universo más allá de uno que requiere que sus personajes permanezcan en ese departamento por motivos de presupuesto y producción alguien reaccionaría de esa forma?
No es de sorprender que el final -derivado de conocidos finales en historias de H.P. Lovecraft, además- te deje con más preguntas que respuestas. Un plot twist que no termina de embonar del todo con lo que se nos ha presentado hasta el momento, y una explicación endeble que pareciera sólo querer salir del paso y librarse sin mayor ajetreo de guiños y pistas que se establecieron antes en la trama. Un texto, al final del día, que funciona únicamente como pretexto para poder tener momentos de susto en la sala que hagan gritar a la audiencia, y luego la dejen salir como si se hubieran subido a un juego mecánico y nada más.
La dirección toma la misma ruta efectista, replicando lo antes visto en otras obras de terror mucho mejor logradas y de mayor historia. De modo que sí, claro que el fantasma japonés se aparece en la sala para asustar desde las butacas, como cualquiera que haya ido a La Dama de Negro o El Fantasma en el Espejo sabe que pasa, incluso cuando no hace ni tantito sentido que esté ahí. Pero hey, hay que asustar a la gente que pagó su boleto. Una obra de teatro transformada en casa de los sustos de Chapultepec que no confía para nada en que su sola narrativa sea capaz de crear terror y tensión, que tiene que manufacturar de la manera más atrucada posible.
Esteban Román le huye a todo tipo de sutilezas, incluso si lo exagerado pisotea lo narrado. Las voces que escucha Ana no son un mero susurro que nos podría hacer creer que quizá ella se está imaginando todo (como ella misma de pronto piensa), sino un estruendo acompañado de luces y proyecciones para que a nadie se le vaya por descuido que un ente demoniáco está presente en la sala. Y aquello que bien pudiera haber sido aludido para que el suspenso se fuera construyendo en un in crescendo es vomitado sobre el escenario todo de golpe desde el segundo uno, de modo que El Sótano no tiene sorpresas, todo está demasiado visible, todo es predecible.
Lo único fuera de línea con esta idea maximalista del más es más es la actuación de Ana Claudia Talancón que chiqueada y sin ningún tipo de matiz durante toda la obra, no importa qué le suceda a su personaje, ella reacciona de la misma forma indiferente o infantilizada que no carga ni un ápice de verdad. Una protagonista poco involucrada que pareciera aburrida sobre el escenario sólo repitiendo las líneas que le tocan sin intención de evocar mayor emoción. Falseada y estancada, la Ana de Ana Claudia Talancón termina por ser uno más de los elementos de la obra que parecen fuera de lugar.
Pero nada está peor llevado a la escena que los detalles de producción y diseño. Un telón francamente escolar y desprolijo cae al inicio de la puesta para situarnos fuera del edificio, viéndose amateur y más importante, innecesario, un estilo que no se vuelve a repetir cuando finalmente se levanta y entramos al departamento construido en dos pisos fuera de sintonía con lo antes presentado, y absolutamente conflictivo para la isóptica, tomando en cuenta que del segundo piso (donde sucede la mayor parte de la acción) desde butacas no se alcanza a ver más que un pequeño porcentaje del espacio elevado.
Una ventana en cuadrícula que a veces está y a veces no, cubre o descubre el frente de la fachada en un efecto mejor logrado que otros, pero al que se acude sólo un par de ocasiones sin mayor explicación del porqué desaparece que, nuevamente, no hace sentido ni con la estética ni con la narrativa. Y un sótano que tendría que presentarse misterioso en el piso de abajo, en variadas ocasiones se ilumina en exceso al punto en que vemos cada arruga, cada costura, cada grapa de los telones negros que buscan oscurecer los trucos. Proyecciones que parecieran pertenecer a otro tipo de obra por completo, terminan por martillear el último clavo en el ataúd de una escenografía que jamás logra colocarse a la altura del relato.
El humo que busca crear ambiente ominoso entra a destiempo, demasiado visible y ruidoso al centro del escenario, más en cualidad de fiesta de sonidero que de obra de teatro, perdiendo su capacidad perturbadora, y el espectro japonés es literalmente una botarga de Sadako, con maquillaje y peluquería de fiesta de disfraces, más que una propuesta propia de El Sótano y verdaderamente macabra en su diseño. Eso sí, sus intérpretes (que pudieran ser varios, me imagino) lo dan todo en esta acrobacia del poltergeist maligno y son los verdaderos responsables de hacer de El Sótano mínimo un show entretenido cada que se aparecen en cualquier parte de la sala o escenario.
El diseño de audio que pudiera haber rescatado mucho de lo descuidado en otras áreas, termina por ser el cuchillo que se clava al final en un cuerpo ya herido. Los ruidos que tendrían que venir del sótano suenan por todo el teatro sin mayor búsqueda de localizarlos como algo que viene de abajo; las voces y susurros entran en absoluta cacofonía estridente no desde esta posibilidad omnipresente de lo sobrenatural, pero como si se hubiera caído un plato al piso, sólo rompiendo con el ambiente pero sin ningún tipo de estrategia, de colocación, de exploración.
Es frustrante ir al teatro para descubrir que lo que se está presentando no es un proyecto de pasión, no late detrás de él ningún corazón, es meramente una coraza ornamentada con bisutería para poder cobrar un boleto caro que ni siquiera hace el esfuerzo por ocultar que subestima muchísimo a su audiencia. Sí, el terror no es un género fácil. Tal vez asustar en teatro, desde los verdaderos motivos del horror, sea de las cosas más difíciles que un montaje pueda lograr, pero El Sótano no lo intenta. Está cómoda con salir a gritar «¡Boo!» desde detrás de la puerta. Un truco constante de feria que termina por dar más miedo cuando uno recapacita en que para mucha gente que la ve de forma primeriza, eso es todo lo que es el teatro.