Tres hermanos distanciados y llenos de rencores y un velorio, el del padre. Los Ayala nos lleva a un día de despedidas y reencuentros… quizá nuevas oportunidades desde el melodrama, donde el ritmo tropieza continuamente en encontrar su cadencia correcta, y los actores se entregan por completo al duelo y la amargura, pero, como los mismos Ayala, jamás logran atinar a sentirse parte de una misma familia con intención de contar una misma historia.
Hay compromiso en el escenario de Los Ayala. Los tres intérpretes de los hermanos, Moisés Araiza, Iván Molo y Miguel Sandoval están viviendo una experiencia honesta, y en toda verdad, una experiencia dolorosa, pero no encuentran punto de comunión. Y no me refiero al conflicto entre sus personajes, pero a que su director, Alejandro Zermeño los deja trabajar a cada uno por separado sin jamás buscar congruencia tonal o unificación de ningún tipo, e insiste en tropezarlos en convenciones desarticuladas que traicionan continuamente un texto que busca desesperadamente un in crecendo sin encontrarlo.
El texto de Omar Ávila de Los Ayala es de ésos que nunca termina de satisfacerse a sí mismo. La búsqueda de drama continuo se transforma en una pila inestable de sub-tramas, vueltas de tuerca, secretos revelados, nuevos conflictos agregados y con el toque de Zermeño, lágrimas de sobra. Pero en el corazón de la obra hay un motivo mucho más sencillo, mucho más directo y mucho más humano que es la familia y su capacidad de hacer frágiles a los más duros, y herir profundo como nadie más en este mundo puede.
Baruch, Braulio y Bosco se reúnen en el velorio de su padre al que nadie más ha asistido. Un hombre agrio y severo que los ha dejado marcados, a unos más violentamente que a otros, y cuyas cicatrices en ese día de duelo se vuelven heridas sangrantes que inevitablemente provocan llagas entre los hermanos. Baruch (Moisés Araiza), el que más se parece a su padre, insiste en mantener respeto y solemnidad por un figura paterna a la que pareciera que llegó a admirar, mientras Bosco (Miguel Sandoval), que tuvo que huir de casa cinco años atrás sintiéndose ahuyentado, tiene más cinismo que cariño que ofrecer al recién fallecido y a su hermano mayor, y Braulio (Iván Molo), un joven con Asperger, aprovecha el cataclísmico encuentro entre sus hermanos para abogar por su propia independencia y la resolución de lo irresolvible.
Desde muy pronto en la noche, insultos son vociferados, acusaciones señaladas, llantos provocados y recuerdos invocados, en un solo Acto que pareciera no estar llevando a los Ayala más que en un camino de círculos, pero cuando la tía que su padre había exhiliado resulta ser la más mañosa de todos, incluso en la lejanía, los tres parecieran finalmente ablandarse y aceptar que aún cuando quizá nunca van a poder encontrar el punto medio entre sus abismales diferencias, tal vez, sólo tal vez, pueden volver a ser familia.
Uno de los principales conflictos del montaje es precisamente la forma en la que Ávila y Zermeño se abalanzan sobre lo crudo desde el segundo uno, sin permitirle a la historia crecer, evolucionar, estallar a partir de la creación de tensión. Los pleitos y discusiones inician la obra, y así como la inician la terminan, sin ninguna pausa, sin ningún matiz. Los Ayala se convierte en una puesta de enfrentamientos que cargan consigo dos problemas: uno, la necesidad de sumar drama sobre drama porque una vez que se empieza a 100 kilómetros por hora ya es difícil frenar y cada vez se necesita más, y dos, la absoluta dilución de las revelaciones hacia el final de la historia, que para ese entonces ha pasado ya por tanto, que un plot twist más, un plot twist menos ya no hace la diferencia, ni consigue reacciones viscerales.
En ningún lugar es más notorio que en la dirección de Baruch, un personaje que se nos presenta frío, duro, estóico en papel, que tensarlo hasta verlo romperse en un clímax cercano al final habría sido poderoso y conmovedor, pero al que Alejandro Zermeño le permite comenzar a llorar y a adelgazar la voz desde muy al inicio de la obra, y en repetidas ocaciones, en la mayoría de ellas, en realidad sin necesidad, y cuya personalidad hermética y protegida acaba apagando para hacerlo simplemente insoportable en su manera de tratar a sus dos hermanos pequeños, y francamente voluble de carácter.
Los tres actores en el elenco se vuelcan a estas abrasivas interacciones con coraje y vulnerabilidad, con emociones cargadas en el puño de la mano, pero cada uno juega desde una esquina de diferente color. Moisés Araiza trabaja desde el absoluto melodrama y su teatralidad es mucha y de drama exacerbado; mientras Miguel Sandoval se acerca mucho más al naturalismo de un personaje al que no le interesa sobre-dramatizar su tragedia (excepto en un momento de narraturgia que disloca al actor y al personaje), e Iván Molo crea a un Braulio neurodivergente aledaño a lo más caricaturizado del montaje, estudiado y trabajado, sin duda, pero construido a partir de una sola repetición vocal que más que formar a un personaje tridimensional lo vuelve cansado y de un sólo truco, con el gran problema además, de ser un constante atorón para sus compañeros que se ven obligados a permitirle quebrar el ritmo de los diálogos que en su presencia jamás logra ser un pin-poneo, pero más bien un peloteo individual.
Los tres consiguen momentos bellos y atinados, y a su manera le otorgan a Los Ayala instantes de mucha verdad, pero en conjunto el panorama se dibuja fracturado, tres líneas pintadas en lugares separados de la hoja que jamás se tocan ni apuntan a la misma dirección, en un montaje que, además, por la naturaleza del texto, podría hacer bello uso de un tono más realista que uno agrandado, donde el público puede perfectamente entender los moretones que puede llegar a provocar la familia, sin necesidad de verlos ampollados. Entenderlos, reconocerlos, quizá identificarse con ellos.
La obra usa un par de narraciones hacia el pasado, a la memoria de alguno de ellos, en la mayoría de los casos simplemente relatado por los personajes, pero rompe con la dinámica y su propia convención al hacer a Bosco recrear la suya, en una escena fuera de estilo con el resto de la obra, que en otro de esos intentos por sumar drama al drama, tiene a Miguel Sandoval llorando y temblando al recordar un asalto sucedido décadas atrás de la forma más inverosímil. No desde la interpretación, pero desde el razonamiento detrás de la exaltada reacción de un personaje que no sólo se ve demasiado afectado por un recuerdo blando, pero al que de un momento a otro desnudan de mecanismos de defensa que no tendría por qué bajar en medio de la puesta.
Los Ayala está llena de esos momentos que parecieran sólo estar ahí para recordarnos que estamos situados en un melodrama familiar (incluso con una iluminación que no para de oscurecerse nuevamente fuera de convención y hacia lo más literal), pero que el texto y la obra no requieren, donde sí requieren quizá un trabajo más paciente de establacer la dinámica, el ambiente, el presente de los personajes, la figura del mismo papá que técnicamente tendría que ser uno más de los personajes en esta historia, pero que desdibujado hacia lo poco que sabemos de él, funciona únicamente como pretexto para iniciar conversaciones fuera de él. Ni hablar de la tía eternamente villanizada.
La obra tiene elementos muy valiosos. La materia prima está dipsuesta y en este velorio el factor principal está más presente que el mismo féretro: el corazón. Lo hay y es notorio. Es un montaje pasional con la intención muy correcta de hablar sobre el duelo, la herencia, el legado, el rencor, el perdón, pero sus tuercas donde requieren estar apretadas están sueltas, algunas desbalanceadas, otras sobrantes. Los Ayala no es ese drama familiar que en teatro trasciende a los anales de la historia (que los hay muchos), pero es una obra con basto camino aún por recorrer antes de poderse llenar de crisantemos ante la carroza fúnebre. Una puesta para sentir desde lo mucho que se está entregando en escena, y recordar el porqué la sangre siempre será más pesada que el agua.
Los Ayala está fuera de cartelera, pero con una segunda temporada anunciada para febrero de 2025.