La autodestrucción de un hombre de familia que Arthur Miller ancló a un tiempo y, más importante, a un lugar, pierde mucho de su rumbo en la nueva adaptación de Panorama Desde El Puente de Antonio Castro, que en busca de modernizarlo y tropicalizarlo para una audiencia mexicana, termina por mezclar peras con manzanas, contemporáneo con anacronismos, y entregar melodrama sin brújula.
Arthur Miller tenía una sencilla razón para elegir Brooklyn como espacio, y básicamente personaje omnipresente de Panorama Desde El Puente (A View From A Bridge): estaba interesado en la violencia que hervía en los muelles en la década de los 50 en el lugar. De ahí que Alfieri, narrador de esta historia (aquí interpretado por Rodrigo Murray) habla en el prólogo sobre los arrebatos de los hombres migrantes de Sicilia, que habiendo hecho vida en Estados Unidos se habían tenido que hacer a la idea de dejar la ley en las manos de la ley y no del hombre mismo.
Mensaje ausente en la adaptación que Antonio Castro propone para el Helénico en la que la familia de Eddie Carbone (Roberto Sosa) en vez de italiana, se transforma en mexicana, y la década de los 50’s en un presente que no pareciera ser el presente en todo tipo de personalidad o convención, porque sigue retratado a través de un lente antiguo, pero sabemos que lo es porque hay celulares y reggetón. Lo cual levanta un sinfin de problemas, no tanto porque un Miller no pueda llegar a ser adaptado al mundo moderno, pero porque para hacerlo se requeriría mucho más pericia y puntialidad de la que Castro ofrece en su versión (traducción de Eduardo Mendoza).
Eddie vive y trabaja en los arrabaleros muelles de Brooklyn con su esposa Beatrice (Montserrat Marañón), con la cual lleva meses sin tener ningún acercamiento sexual, y su sobrina Catherine (Estephany Hernández), que a punto de cumplir 18 años comienza a levantar un inusual y problemático deseo en Eddie. Problemático, especialmente, porque él no está dispuesto a aceptarse siquiera a él mismo que aquello pasional que siente por ella pudiera rozar el incesto y no ser ninguna otra cosa que protección paternalista.
Impulso que se convierte en obsesión cuando le abre las puertas de su casa a los primos migrantes ilegales (acá «mojados») de Beatrice, Marco (Martín Peralta) y Rodolfo (Jonathan Ontiveros), y Catherine comienza una relación amorosa con Rodolfo, que sacude con celos a Eddie, que se convence de que Rodolfo debe ser homosexual, porque es muy diferente, especialmente a su estóico y masculino hermano Marco, y que la única razón que tiene para estar con Catherine debiera ser entonces que busca casarse con ella para obtener papeles.
En este acercamiento moderno a una historia que está llena de sucesos muy de su época, los sinsentidos comienzan a aparecer rápidamente: la mención de marineros peligrosos en los muelles (muy de los 50’s), la advertencia a Catherine que ser secretaria es a lo más a lo que puede aspirar como mujer (muy de los 50’s), la omisión de la palabra «gay» u «homosexual» que se convierte en «no es normal» (muy de los 50’s), la alusión a que saber cocinar y bailar no es de hombres (muy de los 50’s), pero más bochornoso aún, el hacer de Rodolfo en vez de un apasionado del jazz, un reggetonero de pelo decolorado y look a la Justin Bieber de los 2020 y presumir que en Brooklyn eso sería considerado atípico, en Brooklyn hogar de la cultura hipster actual, que es francamente inverosímil. Los sneakerheads amantes del trap, el hip hop y el sonido urbano del presente en Brooklyn no sólo no verían a Rodolfo como un paria, sino que encajaría como mandado a hacer en ese barrio de la ciudad.
De modo que el lienzo se pinta de anacronismos. Completamente dibujado bajo un esquema de los 50’s, pero desquebrajado con la presencia de artefactos modernos que, en realidad, sólo rompen con una fantasía de época, en vez de sumar a la idea de un texto clásico traído a la actualidad. La gran pregunta permanece, ¿por qué mover la historia a 2024 si de cualquier manera se quería relatar al estilo de la vieja usanza? ¿Era porque sonaba bonito, porque otros lo están haciedo, porque tiene mayor valor llamativo, por apelar a nuevas generaciones? No hay respuesta que pudiera sonar justificable.
Por otro lado, la idea de volver a los Carbone mexicanos pudiera llegar a hacer más sentido, especialmente por las semejanzas machistas entre nuestra cultura y la italiana, pero si de cualquier manera la obra no pretendía -porque jamás lo hace- hacer un comentario sobre la política, por ejemplo, Trumpista con respecto a los inmigrantes ilegales, nuevamente levanto la pregunta, ¿para qué?
Aunado a una convención que ya de por sí sufre de crisis de identidad, Antonio Castro mueve a su elenco hacia el melodrama, nuevamente un formato alejado del contemporáneo, quizá sí adecuado para una pieza de época, y pierde control sobre quién está haciendo qué. Roberto Sosa es magno, y la realidad es que puede hacer lo que sea, pero mientras su Eddie crece desesperado e iracundo, Castro le pide gritar lo que en realidad él ya está interpretando desde toda su capacidad corporal e interpretativa. Y lo lleva a la vociferación continua.
Mientras maneja a Rodrigo Murray, este abogado que creció en Italia (¿aquí asumimos que México? aunque no lo detallan) pero ahora sirve a la ley del hombre blanco, más como un detective noir de los 40. Con esa voz rasposa y esa imagen claroscura a la que sólo le haría falta una gabardina y un cigarro para completamente pertenecer a un montaje todavía de una década más atrás que el resto.
Su elenco joven batalla por encontrar el paso entre lo crecido de Sosa y lo mucho más natural de una genial Montserrat Marañón, cuyas escenas son en definitiva lo más degustable de esta puesta, de modo que Jonathan Ontiveros juega al bobo, Martín Peralta entiende la fuerza de Marco bajo una imagen de hombros cuadrados y caminar pesado pero no pareciera encontrar nada más en su personaje (¿dónde está la sonrisa cuando le demuestra fuerza superior a Eddie levantando una silla sobre su cabeza? La sonrisa que nos deja saber que es amenazante, sí, pero mucho más oscuro de lo que se presenta), y Estephany Hernández que aún se percibe verde, leída y chiquita en el escenario del Helénico. Conflictuante cuando es ella la que tendría que desatar un conflicto soberano, pero su Catherine es demasiado gris para ser foco de una trama de Miller.
Ingrid SAC logra diseñar al personaje más interesante de esta puesta: Brooklyn mismo. Su escenografía deconstruida de un pedazo de Nueva York de andamios, ladrillos, arcos, madera y graffiti es perfectamente evocativa, aún si Castro insiste en recluir a su elenco a una sola tarima constantemente sin darle mucho juego a las enormes posibilidades que Ingrid le puso enfrente. Espacio que, junto con el la iluminación rojiza de Víctor Zapatero, retoma esta idea cálida, casi astringente de los espacios latinos, quizá incluso con ese motivo sepia que tanto hemos visto replicado en cine.
Repito, Panorama Desde El Puente nos puede sin duda seguir hablando hoy en día. El trato al migrante en Estados Unidos es hoy por hoy un tema que resulta aberrante, y sobre el cual habría muchísimo que decir, que exponer, que criticar. El subtexto queer, hoy más que nunca, puede ser tratado desde un lugar tan más pulsante que hace setenta años, la idea de nuevas masculinidades como las concebimos en 2024 definitivamente es valiosa de explorar. El machismo, la pedofilia, el incesto, la violencia, la misoginia, el falso honor, la venganza, la infamia, todos temas que siguen siendo razón de contar historias y probablemente lo sigan siendo mucho tiempo más. Todo existe en el presente, es la manera de recrearlo la que de pronto se vuelve anacrónica, más cuando la determinación del artista se sobrepone por encima del texto en busca de imposición en donde debería haber exploración y desarrollo. A este Panorama Desde El Puente, ahí desde donde tendría que ser panorámica, le acaba faltando visión.
Panorama Desde El Puente se presenta miércoles, viernes, sábados y domingos en el Teatro Helénico.