Inspirada en Un Tranvía Llamado Deseo, Puerto Deseo toma lo que hace únicos a los personajes de Tennessee Williams para resignificarlos en una historia de soledad y locura, con un Pablo Marín que se luce en su versión de quién sería Blanche DuBois en una de las mejores actuaciones del año.
Mariana Giménez y Gabriela Guraieb (dramaturgas) hacen de la calurosa Nueva Orleans un estridente garage donde una banda amateur hace sus pininos en el rock, y de la delirante Blanche, un hombre gay llamado Mariano, con la misma necesidad de foco, de intrusión, de máscara ante la percepción ajena, y negación que termina en locura irredimible en una evidencia más de que un texto poderoso, como aquellos de Tennessee Williams, tiene numerosas formas de trascender, evolucionar e inspirar sin perder la esencia de lo que lo hace un clásico.
Como Blanche huyendo de Belle Reve, Mariano llega tras años sin contacto para quedarse en casa de su hermana Isabel, que ha formado una vida libre y bohemia al lado de su esposo Pau y la banda de rock que ha conformado con ese tipo de amigos que son prácticamente familia. La llegada de Mariano pareciera indicar una celebración, una reunión de dos hermanos que se vuelven a encontrar para recordar sus mejores años, pero rápidamente demuestra ser un catalizador de desequilibrio. Una persona abrasiva y egocéntrica que no puede sino agrietar aquello que si bien no era terso tampoco estaba desquebrajado.
El texto no pretende ser una réplica de aquel Streetcar Named Desire del 47, y si bien retoma mucho de la personalidad de Blanche, Stella y Stanley en Mariano, Isabel y Pau, y los hace transitar por lugares similares, Puerto Deseo termina por ser su propia creatura. De pronto los referentes a Tennessee Williams se asoman más como un guiño, un easter egg para quien los quiera cachar, y de pronto el Tranvía se hace más presente para recordarnos que esta historia germina de la misma semilla que desde siempre ha tenido algo que decir, pero crece para dar frutos con un sabor totalmente propio.
Y mucha de la capacidad de resignificación cae en manos del estupendo trabajo de Pablo Marín como Mariano y su directora Mariana Giménez. Que hace suya esa cualidad un tanto patética y notoriamente maquillada de Blanche para inspirar la construcción de un hombre homosexual con mucha pluma y mayor delirio de grandeza que provoca que te retuerzas viéndolo comprarse aquello que para lo demás es tan notoriamente falso. Un actor que entiende de dónde viene su personaje, como una base, pero luego juega a apilar capa sobre capa en un Mariano que está tan enterrado en todo lo que pretende que es casi imposible saber quién se encuentra debajo. Pablo Marín se regodea en lo que ha creado de una forma tan tridimensional que se da el espacio para disfrutar en un terreno que es campo abierto para su arte.
Y aunque sus interacciones con su Stella y su Kowalski, Isabel y Pau, son las que manejan el rumbo de la historia y van creciendo la tensión y la incomodidad hasta punto de ebullición, es curiosamente su relación con quien sería «Mitch», en Puerto Deseo interpretado por un tiernísimo Alex Gesso, la que toma preponderancia para volverse parte esencial de lo que mueve y conmueve del declive de Mariano. Y entre ellos la química es emocionante. Cada escena que junta a ambos personajes tiene una magia propia, una comedia en la pretensión de seducción, y una tristeza en la consciencia de que es un juego que no tiene manera de conseguir recompensa alguna.
Giménez y Guraieb juguetan además con una atmósfera no forzosamente explícita de homofobia, que hace eco con el texto original de Williams, que rosa el tema sin adentrarse desde un tiempo en el que solía callarse. Y siembran esa duda donde tal vez el problema inicial de Pau con Mariano es machista, donde el rechaza lo distinto porque choca con su burbuja. Y donde la sensación de peligro es inmediata al ver aparecer a un personaje de maneras barrocas y femeninas en un espacio graffiteado y masculino que reconocemos inmediatamente como áspero para una persona queer, y posibilemente peligroso y violento. La clase de espacio al que un hombre gay le asustaría llegar y por tanto mantendría las defensas en alto. Como quizá le pasó toda su vida al mismo Tennessee Williams. Una decisión atinada y sensible de la adaptación.
Para lo cual el urbano pero decadente espacio que crean Mario Marín del Río y Alita Escobedo en el diseño escénico es puntual y al mismo tiempo una visión llamativa y estridente. Un vochito destartalado que convive con los instrumentos y amplificadores de una banda amateur de garage, en un paisaje clase media baja, tapizado con resquicios del grunge, del punk, que a través de una mampara permite al fondo sombrear y colorear siluetas. Un lugar que reconocemos, cuyos habitantes tenemos perfilados bajo prejuicios y percepciones de quiénes son ellos por su puritita pinta. Que el mismo Mariano pudiera catalogar también bajo su idea de un ojo exquisito.
Puerto Deseo hace aquello que tantos más tendrían que estar haciendo con los clásicos que nos sabemos de memoria: jugar con ellos desde la inteligencia. No desde esa necesidad de modernizar o tropicalizar lo que sentimos fuera de tiempo o poco relacionable con un público al que se subestima, pero desde el ingenio y las ganas de llevar textos y personajes a nuevos parajes donde también tienen algo que comunicar, donde la transformación no es un porque sí, no nace del ocio, pero de la búsqueda, y el entendimiento de que los grandes escritores pusieron las bases, no para que las miremos de lejos, intocables, meramente reverenciales, pero porque son universales y por tanto un regalo para que otros las hagan suyas.