La adaptación muy mexicana de Bertolt Brech con máscaras, danza y folklore que se presenta en Un Teatro es una experiencia inmersiva desde el segundo uno y una locura escénica que rescata desde el caos un pasaje que se pregunta si es cierto que la sangre es más densa que el agua.
Yahualli significa en náhuatl «círculo», nombre elegido por Verónica Albarrán para su libre adaptación de El círculo de tiza caucasiano de Bertolt Brech que, pues, en efecto es muy libre, y retoma no sólo del folklore y la artesanía mexicanas, pero de otros formatos teatrales incluyendo el griego, el clown y hasta el kabuki japonés.
La obra, curiosamente, no comienza cuando el público está sentado en sus butacas, pero desde el recibidor de Un Teatro, donde los actores de la compañía Zapato Roto, completamente ataviados en negro de pies a cabeza y acompañados por tambores y caracoles, hacen una presentación sobre la división de tierras y lo que uno considera propio. Envolviéndote en este universo que están creando que desde el segundo uno te abraza como uno de ellos.
Adentro del foro, la compañía se convierte en un franco ensamble de piezas acomodables, en donde unos (no siempre los mismos) toman típicas máscaras artesanales mexicanas -de ésas que has visto en la Ciudadela o en mercados y plazas locales miles de veces- para caracterizarse de los distintos personajes de la obra, y hacer pantomima de exagerados movimientos, mientras otros actores dan voz a sus diálogos.
Así se cuenta la historia de Emilia, una sirviente en tiempos de guerra, que roba al bebé del Gobernador y pasa por toda una odisea para alejarlo de la familia que siempre estuvo más interesada en sus bienes materiales que en él y criarlo como propio; para finalmente llegar al momento en el que su madre natural y ella se enfrentan en un juicio para resolver quién merece la verdadera maternidad, la mujer que lo parió o la que lo cuidó y educó durante sus primeros años.
La puesta, que va dirigida a audiencias jóvenes, hace hasta lo imposible por mantener la atención siempre en alto, volviéndose un montaje francamente euférico e incansable. La corporalidad de la mayor parte de su elenco se convierte en uno de los grandes aciertos de la producción, movimientos caricaturescos que detrás de las máscaras forman personajes de ensueño perfectos para un cuento que se siente como una fábula. Y las voces que los acompañan, en general, se acoplan a la magia como piezas de un rompecabezas cuya forma no alcanzamos a ver siempre clara.
Actores como Gerardo Álvarez (justo el hombre detrás de la entrañable Zapato Roto), Rodolfo Zarco, Héctor López y Flor Acevedo embonan perfecto en este universo de exageración y grandilocuencia, donde los coros del teatro clásico griego se convierten en gritos de peligro y la exuberancia del clown en una forma de vida.
Yahualli, sin embargo, sufre del adorno extremo. Demasiadas ideas flotando en el aire, algunas que se conjugan de manera ideal y otras que salen sobrando. Coros, bailes, canciones, máscaras, campanas, bengalas, telas que hay que mover de un lado a otro del estrado, silbidos, ladridos, falsetes, instrumentos de agua y percusiones, todos son aliados y herramientas del buen teatro, pero atiborrados en un sólo montaje acaban resultando en una narrativa confusa que se podría limpiar simplemente abrazando los mexicanismos y recortando lo que hasta para un niño pudiera ser una simple distracción.
Yahualli al final es un montaje que, aunque esquizofrénico, también se siente novedoso, y que cumple la tarea de incluir a su audiencia como parte de un mundito creado a partir de un dramaturgo alemán, pero que se siente disfrutablemente mexicano hasta la médula.
Yahualli se presenta los sábados y domingos en matiné en el Foro Un Teatro hasta el 26 de agosto.