La sangrienta obra de Shakespeare se convierte en una carnicería más que bestial en las manos de Angélica Rogel, quien transforma el escenario del Helénico en un baño de sangre (a momentos francamente literal), y recarga su narrativa en visuales de escaparate.
En Titus la venganza no es un juego de niños, pero una guerra que va sumando el número de cuerpos como una avalancha imparable de la que sus protagonistas son incapaces de huir en su insaciable sed de ver devastado al otro.
El General del imperio romano, Titus Andronicus, regresa de la guerra coronado un héroe, pero enemistado a muerte con la Reina de los Godos, Tamora, después de asesinar a su primogénito; pero una vez que el nuevo Rey de Roma, Saturnino, la toma por esposa y decreta a la familia de los Andronicus como traidores, la sangre comienza a correr en un reto por ver quién puede servir la venganza en un plato más frío.
La puesta de Angélica Rogel en el Helénico suma un elenco estelar, entre ellos Mauricio García Lozano como Titus, Nailea Norvind como Tamora, Pablo Perroni como el bélico moro Aarón, Inés de Tavira como Lavinia (la trágica hija del General), y otros muchos que para los teatreros seguramente serán más reconocibles, pero de algún modo todos estos nombres se ven diluidos bajo una dirección que se enfoca más en los visuales que en el trabajo actoral.
De ese modo las escenas con Tamora (Nailea) y sus dos hijos Demetrio (Emiliano Cassigoli) y Quirón (Rodolfo Zarco) se tornan oscuras y llenas de una locura especial que hace brillar la adaptación de Shakespeare en tonos casi carmesí, mientras que los momentos entre los Andronicus, especialmente con Antonia (Yuriria del Valle) y Bassiano (David Calderón) palidecen y se sienten artificiales y ensayados, restándole mucho de la convención al montaje entero.
Lo mismo sucede con las imágenes llenas de crudeza y brutalidad con las que Angélica decide jugar. Por un lado, la directora nos transporta a una carnicería no tan metafórica (cortesía de Adrián Martínez Frausto), con cuerpos colgando a la distancia como si de carne se tratara, una pileta de agua roja, trajes bañados en sangre, hombres desnudos amarrados en cadenas metálicas, cuerpos cercenados, y caras maquilladas como antifaces de caras en agonía que recuerdan al imaginario de lugares de pesadilla como los de Silent Hill, perfectamente atinados que aportan mucho a la sensación de constante angustia.
Pero por otro, a instantes, Angélica juega con temas de farsa como globos rojos flotando por doquier, música tecno, suéteres de César Costa en su protagonista, micrófonos de conferencia o máscaras con las caras de los mismos actores que no se dejan de sentir como un artilugio que termina por distraer.
La obra entonces se vuelve un desequilibrio. Un sube y baja que no termina de encontrar su pista de aterrizaje, donde uno puede pasar de una atroz escena de mutilación digna de tragedia victoriana a un momento sumamente cuestionable en el que David Calderón se convierte en un mensajero poco brillante que se maneja como de sketch de televisión abierta y provoca encogerse en tu asiento.
Titus tiene los elementos para impactar, y definitivamente en instantes lo logra de manera fantástica, pero se pierde en su propio concepto y a momentos parece navegar en aguas demasiado turbulentas y sin timón. Un rompecabezas cuyas piezas aún no terminan de encajar, en escenarios dignos de fotografía, especialmente aquellos en los que Pablo Perroni aparece de fondo como una atlante de proporciones magníficas que da terror de sólo verlo fruncir el ceño.
Titus se presenta de jueves a domingo hasta el 10 de noviembre en el Teatro Helénico.