En Himmelweg las cosas no son lo que parecen. Lo que en apariencia se presenta como una tranquila comunidad judía, en el fondo es un instrumento nazi para no levantar sospechas sobre las atrocidades cometidas en los campos de concentración. Y es una historia real.
La Capilla se abre para recibirte con una disposición inusual. El poco público que tiene cabida en la función, entra para descubrir dos hileras de sillas colocadas en sentidos opuestos laterales del teatro, desde el acceso y hasta por encima del escenario. Hay actores por doquier, unos trepados en mezzanine, otros entre la audiencia. Bienvenidos a Himmelweg, en apariencia un pueblo rudimentario judío del que ahora eres parte; en la realidad, un campo de concentración de marionetas.
La puesta es en toda la extensión de la palabra una obra sobre la obra. El teatrito que montaba una comunidad judía sobre una vida normal en un campo civil, con diálogos y movimientos perfectamente ensayados y vigilados por los nazis para aparentar ante ojos internacionales que pudieran asomarse por curiosidad.
Literalmente una ficción en la que el actor que fallaba, el indispuesto o el que se dejaba vencer por la angustia era llevado por trenes a hornos en campos aledaños, de los cuales dentro de Himmelweg sólo se alcanzaba a escuchar el ruido, y a la distancia a ver el humo.
Aunque en la comunidad eran cientos los judíos obligados a ser parte del engaño, en Himmelweg, la obra, hay dos claros protagonistas: el cínico alemán encargado de coordinar y llevar a cabo el espectáculo, y el líder de la comunidad judía elegido para dirigir a sus actores y traicionar a un pueblo entero en nombre de salvar a unos cuántos de la muerte y la tortura. Una decisión que no le permite borrar lo empañado de los ojos y que Hamlet Ramírez aprovecha para devastar sencillamente con la mirada y demostrar que es un actor de sutilezas.
A su lado, Cristian Magaloni, como el alemán que está francamente engolosinado con su papel de creador, se siente como un fuego artificial. Un actor que más allá de hacer uso de todas sus herramientas para provocar bilis con sus sonrisas barbáricas y esa manera de soltar diálogos como si los estuviera saboreando, se nota nadando en su elemento. Como felino encimo de un árbol. Y así como felino, feroz y traicionero, y una absoluto gozo para el espectador que termina odiándolo.
Ricardo Rodríguez (director) hace uso del espacio y de su ensamble para ir creando notas como en una partitura, altas, bajas, stacatos y silencios con un texto de Juan Mayorga que en muchas ocasiones lo tiene regresando a diálogos sumamente similares, y que en manos de alguien con menos pericia hubiera podido resultar repetitivo y retacado; pero que en las suyas es una montaña rusa que mantiene el corazón agorgojado y el aliento ausente.
A pesar de que la disposición del espacio pudiera resultar incómoda, aunque Himmelweg en realidad jamás se molesta por tenerte cómodo, y no tiene por qué, el inusual acomodo vuelve el relato íntimo y da la sensación de juzgado, donde en juicio se encuentra la lealtad del hombre. ¿Dónde se dibuja la línea de héroe y donde empieza la de traidor y victimario?
Himmelweg es de esos relatos que se siente distinto. Si, una historia más sobre el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, una de muchas que parecen haberlo excavado todo, pero también una que demuestra que historias sobre la barbarie sobran y que aún no conocemos ni la mitad de lo que sucedió en uno de los episodios más oscuros de la humanidad. Hay que visitar Himmelweg para recordar que no todo el pasto verde fue regado con agua clara.
Himmelweg se presenta todos los lunes en el Teatro la Capilla.