Una muy buena obra está escondida en lo que se vende como un montaje muy promedio, dirigido a un público más televisivo que teatrero y realizado con poca vis cómica. Los Guajolotes Salvajes tiene mucho potencial, pero en manos de Mejor Teatro, a pesar de una tropicalización muy atinada, está cayendo en lo básico y olvidable.
Estrenada en Broadway en 2013, Vanya and Sonia and Masha and Spike, no sólo se llevó el Premio Tony en su año, pero también el Drama Desk Award. Fue protagonizada por gente del calibre de Sigourney Weaver y David Hyde Pierce (que de hecho se enamoró tanto del texto que repitió el papel de Vanya en múltiples ocasiones), y se volvió un referente de las comedias que buscan parodiar el universo teatrero clásico.
Acá nos llega con el nombre Guajolotes Salvajes, que honestamente no dice absolutamente nada del verdadero concepto de la obra, un elenco que en papel suena fabuloso, pero que en la realidad tropieza entre distintos tonos, y un sin fin de gags y guiños al trabajo de Anton Chéjov, que tristemente no es lo suficientemente universal como para ser referente inmediato para todo tipo de audiencias, especialmente las que llegan a la obra atraídas por un poster con la foto de Catalina Creel y Tinker Bell (que en realidad sólo tienen que ver con una escena de la obra).
Vanya and Sonia and Masha and Spike, como bien lo deja saber su nombre, es una comedia creada a partir de los arquetipos conocidos de Anton Chéjov. Una puesta que hace parodia de obras como Tío Vanya, El Jardín De Los Cerezos, La Gaviota, Tres Hermanas e incluso El Oso. Desde el nombre de los tres personajes protagonistas, el hecho de que una de ellas es una afamada diva pero insatisfecha, otra que es una novata intentando entrar a un mundo que considera maravilloso, de nombre Nina (por supuesto), y hasta la forma literal en la que en el jardín de la casa donde sucede la acción hay un árbol de cerezo y bajan las gaviotas a tomar agua del estanque.
Tres hermanos, ya no en la flor de su vida, se reencuentran en una casa fuera de la ciudad. En ella viven Vanya y Sonia, que se aman y no se soportan a la vez. Él, gay, con muchas ganas de triunfar como dramaturgo, ella, adoptada, repleta de inseguridades y resentimientos. Ambos desempleados con muy poco interés por buscar trabajo. La dueña de la casa es Masha, su hermana actriz, la difícil, en apariencia exitosa, que se decide a visitarlos acompañada por su boy toy, Kael (Spike), un actorcito de medio pelo mucho menor que ella al que cela en cada ocasión posible, poco brillante, pero con el físico de un adonis, tan valorado en la industria del entretenimiento, junto con la juventud.
En la misma casa trabaja Cassandra, la señora de la limpieza que es a su vez oráculo, igualmente marcada por su nombre, sólo que ella desde la dramaturgia griega; y a poca distancia, Nina, la bella e ingenua vecina con la que Kael comienza una amistad, que para Masha es obviamente una amenaza.
El pretexto para visitar a los hermanos es que todos están invitados a una fiesta de disfraces (de ahí Catalina Creel y Tinker Bell), pero la verdadera razón que lleva a Masha a las afueras de la ciudad es que pretende vender la casa donde viven Vanya y Sonia y dejarlos, básicamente, en la calle, porque le resultan un gasto grande e innecesario.
Christopher Durang (dramaturgo) aborda temas clásicos chejovianos pero desde la comedia. El miedo a envejecer y dejar de ser relevante, la relación familiar tantas veces conflictiva, el amor no de juventud, la falsa identidad, el dolor del arte dramático, la soledad, el desemplo, la incapacidad de satisfacción, etc. Y en texto la obra funciona muy bien. No es una parodia fársica, pero sí una excelente manera de reír de aquello con lo que Chéjov nos ha hecho llorar. No hay un Tréplev que se vaya a suicidar, en su lugar, Kael nos recuerda que la vida puede ser un viaje ligero y en calzones; y ahí donde Olga, Masha e Irina no logran encontrar la paz, Durang reivindica a sus tres hermanos y les da un final amoroso, digno de comedia linda y sin pretenciones.
Todo bien con el material original. Y no es que los Guajolotes Salvajes sea terrible. De hecho tiene un muy buen primer acto. Raquel Garza sale a adueñarse del escenario con un personaje construido de la punta de la cabeza y hasta el dedo gordo del pie, y no para de soltar línea tras línea que caen precisas y en su lugar -a pesar de que Roberto Blandón a su lado no le está dando mucho con una teatralidad anticuada, poco trabajo de creación y cero química- y desde el segundo uno que Sergio Lozano pisa las tablas como Kael no para de hacer reír y deleitar el ojo, comiéndose de pronto a sus compañeros con más currículum y presentándose como un actor digno de tener en el radar, especialmente con una bellísima escena de «casting» que hace referente directo a Twilight y con la cual se gana ovaciones. Merecidas.
La regionalización funciona adecuadamente. Incluso donde Sonia originalmente se disfraza de Maggie Smith para ir a la fiesta, muy con el pesar de Masha que quiere brillar como Snow White y que todos a su alrededor sean príncipes, brujas o enanos, acá la visten de Catalina Creel y haciendo una gran imitación de María Rubio y lo grandilocuente de su villana, Raquel se come las escenas donde le toca estar disfrazada y se avienta un papelón que saca carcajadas. Las referencias a personajes de la cultura pop mexicana, y la casa que bien podría estar ubicada en un Tequisquiapan hacen perfecto sentido.
Pero Margarita Gralia no termina por estirar a su diva inspirada en Irina con tintes de Andréievna, de modo que su comedia flota en lo pasable pero poco extraordinario, y lo mismo le sucede a Alexa Martín, que no acaba de jugar lo suficiente con lo ingénue de Nina y se vuelve simplemente una buena de la historia sin más.
Eso para el segundo acto resulta cada vez más obvio, y dado que Kael sale un poco del panorama, queda en Raquel Garza sostener una obra que ha empezado a ladearse como la Torre de Pisa. Enrique Singer (director) no se compromete del todo a crear comedia, y dirige a su elenco desde lo funcional pero básico, sin realmente buscar lo nuevo, lo poderoso, lo interesante, y especialmente lo risible.
Deja que los disfraces hagan más por la comedia que el propio texto, y que sus actores hagan a un lado la modulación que impide la entrada de lo gracioso. Roberto Blandón tiene todo un monólogo a manera de break down que se transforma en gritoniza tropezada cuando bien podría ser una mezcla de carácter mucho más definitiva de Vanya, que además encuera a Blandón, dejándolo muy desprotegido y sacando a la luz sus debilidades actorales. Cosa con la que su director podría tener más cuidado.
Pongamos una cosa clara, Los Guajolotes Salvajes es una comedia para todo mundo y funciona como tal, pero sí es verdad que para el que entiende los referentes es mucho más graciosa. Conocer la obra de Chéjov es un plus para el que va a verla, pero no una necesidad. Es divertida, pero no lo suficiente para sostenerse por dos horas, y el tan afamado elenco que en el póster grita «maravilla», al momento de juntarlos en acción no terminan por crean magia. En Broadway ganó el Tony con una propuesta propia, aquí tendremos suerte si en unos años recordamos que alguna vez estuvo en cartelera.
Los Guajolotes Salvajes se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro López Tarso.