Con una cualidad casi noventera de un texto de 2014 de Matthew Lopez (The Inheritance), La Leyenda de Georgia McBride llega al nuevo Teatro Versalles para recordarnos que el drag es para todos, que el drag es libertad y que los conceptos de género como los tenemos taladrados en la cabeza ya no son más que residuos retrógradas de un tiempo en el que nos encantaba encasillar a la gente en pequeñas cajas color azul y rosa.
En el congal mejor conocido como El Garibaldi, Charly malvive imitando a Elvis Presley. Su casero está por correrlo del departamento, Eddie, el dueño del bar no le tiene nada de fe a su acto, y para colmo de males, su esposa se acaba de enterar que está embarazada, ¿y cómo le van a hacer para criar a un bebé cuando apenas si les alcanza para pedir una pizza a Domino’s? No, de hecho, no les alcanza para pedir una pizza a Domino’s, se endeudan cuando lo hacen.
Charly (Alberto Garmassi) es un apasionado del escenario, aún cuando su público no supera las siete personas por noche, y de manera fortuita el escenario lo pondrá a prueba cuando en un cambio completo de planes, Eddie (Juan Benavides) decide transformar el show del Garibaldi en un espectáculo drag, contratando a su primo -prima en drag-, Tracy Mills (Juan Goldaracena) y a su viciosa amiga Rexy (Héctor Zavala) como acto principal, y Charly por un accidente del destino se ve lanzado a suplantar a una de ellas en su noche de estreno como draga imitadora de Edith Piaf.
Como buen hombre cisgénero heterosexual, Charly rechaza la idea del drag como una cosa de gays, y batalla, aún cuando está siendo maquillado y empelucado con el posible deterioro de su masculinidad y los muchos conceptos que envuelven lo que hasta entonces él entiende como «hombre»; pero una vez encima del escenario, viviendo no a Elvis, pero a una rudimentaria Edith Piaf que ni siquiera conoce, descubre la adrenalina del aplauso y la transformación, y termina por acceder a crear a Georgia McBride, su persona drag que a partir de esa noche le dará sustento y ovación, y se convertirá muy a su pesar en el nuevo alter ego que llega para hacerlo cuestionar todo lo que hasta entonces comprendía del género patriarcal, aún cuando se ve en la «necesidad» de mantenerla en secreto con su mujer.
Vamos, que La Leyenda de Georgia McBride se escribió seis años antes de que Matthew Lopez se llevara el Tony por uno de los guiones más descriptivos y punzantes de la vivencia gay actual con The Inheritance, y la obra ya tenía ciertos atisbos de lo que Lopez podría llegar a aterrizar sobre lo que implica ser lgbtq+ en un presente aparentemente más comprensivo, abierto y empático (en la burbuja); pero ahí donde The Inheritance te destruye y agorzoma de principio a fin, La Leyenda de Georgia McBride se recarga en la comedia para llegar al mismo punto de comunión: ese donde pararte sobre un escenario a desafiar la normatividad sigue siendo un manifiesto de protesta.
La puesta de Terezina Vital en el Versalles no está libre de tropiezos, pero rescata lo más importante de lo que Matthew Lopez nos quiere decir a través de Georgia McBride: la felicidad, la realización, el éxito no tienen por qué estar peleados con la búsqueda personal del quiénes somos y qué vivencia nos queda hecha a la medida, aún cuando ésta desafíe conceptos y etiquetas impuestos por una sociedad que jamás se ha molestado por preguntarnos, ¿y bueno, tú qué quieres?
Terezina Vital nos transporta a un desprolijo y decadente Garibaldi, que pudiera quedarle bien a la obra, pero en este montaje pareciera más como un «no hubo de otra» que una búsqueda consciente. Los elementos escenográficos, de vestuario e iluminación destacan desde los lugares equivocados, estorbando más de lo que ayudan a contar la historia, y demeritando una obra que desde otros muchos ángulos tiene valor excepcional.
De algún modo y quizá de manera inconsciente, Vital se sale de lo que pudiera parecer un universo actual, y nos lleva a esa escena drag noventera, la de Priscilla Queen of the Desert o To Wong Foo en la que el drag era percibido como el escalón más bajo en la cadena alimenticia gay, y no las rock stars que llenan auditorios y tours hoy en día. Curiosamente su Leyenda de Georgia McBride es una que remite a un Harvey Fierstein presentando figuras drag en el teatro desde la disidencia absoluta y el undergound. Y funciona aún cuando pudiera no ser intencional.
Lo que no tiene manera de funcionar es la regionalización del texto. Inconsistente e inadecuada, Sonia Paola Martínez y Héctor Zavala, encargados de la adaptación, llevan la historia a Ciudad Juárez, México, donde lo primero que choca son todos los nombres anglo de la obra, entre otras varias referencias gringas, y lo segundo, la mención o inclusión de personajes como Paulina Rubio y Jenny Rivera al lado de Tina Turner y el mismo Elvis, que parecieran venir de lugares muy distintos y adecuarse a dragas completamente diferentes de las que tenemos enfrente. La realidad es que La Leyenda de Georgia McBride es universal y no necesitaba transportarse a México para suceder o entenderse.
Alberto Garmassi es genial como Charly/Georgia. Encantador desde el segundo uno, perfectamente creíble como un hombre heterosexual perdido en este mundo de glitter y lipstick, tanto en su faceta masculina como en su iniciación en la feminidad, que además disfruta de manera contagiosa sus momentos lipsynceros y nos lleva a su cancha con inmediatez. Pero La Leyenda de Georgia McBride tiene dos estrellas que hacen del montaje uno que pudiera no necesitar nada excepto sus presencias y una caja negra: Juan Goldaracena como Tracy y Héctor Zavala como Rexy/Jason.
Juan crea a una Tracy Mills maternal, de un humor ácido pero templado, una especie de visión a la John Cameron Mitchell cuyo ingenio no necesita ser gritado o exacerbado porque suave pega aún más fuerte; y en absoluto contraste, los dos personajes de Héctor Zavala son caóticos y grandes desde la comedia más absurda. Rexy es un choque de trenes, que cuando menos te lo esperas entrega el soliloquio más potente de toda la obra, y Jason un comic relief que pudiera haber sido fácil enfrascar en un estereotipo negativo del machito heterosexual, pero cuando crees que lo tienes leído, resulta que es un hombre con mucha menos preocupación por el quién debo ser que otros varios en la obra. Juan Goldaracena y Héctor Zavala cargan con La Leyenda de Georgia McBride sobre los tacones y son como labios rojos pintados en una servilleta blanca: indelebles e imposibles de olvidar.
Terezina Vital toma otra decisión interesante al incluir a dos personajes drag, prácticamente en pantomima, cuya aparición en la obra es absolutamente ilusoria y fuera de guión, una especie de espíritu drag que se materializa a través de estas dos mujeres hilarantes para que Charly pueda encontrar en su interior a Georgia McBride. Y son perfectas en este ensamble. En ese instante en el que lo llevan a recibir a Edith Piaf por primera vez ante su terror, Bella Ciraptor y Juliane Mix (sus nombres drag reales) se ganan uno de los momentos más cómicos y grandiosos del montaje, pausando en el makeover de Charly para gesticular a la Piaf en un acto extremo de franco clown.
La Leyenda de Georgia McBride en el nuevo Teatro Versalles se puede ayudar de una buena pulida. En aspectos técnicos y creativos tiene mucho que limpiar, y el ritmo en esta primera función aún padece de baches en la cadencia, incluyendo un número de Let’s Get Loud de Jennifer Lopez que pareciera extenderse hasta la eternidad; pero la obra ya ganó con algo mucho más importante: un elenco perfectamente escogido lleno de ganas y corazón, y un texto que en toda medida sigue hablándole al hombre, la mujer, y todo no conformista de género de 2023 sobre la basura que arrastramos desde antes de nacer, cuando somos un mero ultrasonido, que ya pide de nosotros una forma de ser para los demás antes que para uno mismo. Georgia McBride es un grito de libertad y para nuestra buena fortuna, uno que divierte a mares.
La Leyenda de Georgia McBride se presenta en el Nuevo Teatro Versalles los sábados a las 8:45pm.