Ingresar al mundo de La Reina de Belleza de Leenan en Foro La Gruta es verdaderamente acceder desde que pones un pie en el teatro a la campiña irlandesa en Galway, a una casa perfectamente provinciana clase media baja que, gracias a la idea del espacio escénico de Mauricio Ascencio, la escenografía de Eva Aguiñaga y la iluminación de Patricia Gutiérrez Arriaga cobra vida de manera casi inmersiva y se vuelve un personaje protagónico escencial del drama de Martin McDonagh que en pocos minutos, en cuanto se apaguen las luces, va a dejar al espectador sin aliento.
Empiezo escribiendo sobre el espacio escénico porque es vital para poder hablar de las obsesiones de McDonagh. De padres irlandeses, aunque él nacido y criado en Londres, Martin McDonagh pasó muchos de sus veranos precisamente en el condado de Galway y sus alrededores que se volvieron un referente básico en muchísimo de lo que escribe. La vida de personas comunes, de vidas rutinarias, detenidas en el tiempo, rurales, a veces impulsadas por el ocio más que otra cosa, atrapa a McDonagh para poder usar ese embobamiento con la monotonía como detonante de las situaciones más extremas, oscuras y trágicas, resultado de vidas necesitadas de algo, sólo un poco, de emoción.
La casa a la que entramos ilustra eso desde el instante cero. Es claro que Angélica Rogel (directora) y su equipo están en sintonía con Martin McDonagh y nos tienen preparada una sorpresa.
La Reina de Belleza de Leenan es sólo la primera de una trilogía situada en el mismo campo irlandés, donde no sólo la geografía une a las historias, pero el foco en dos personajes confrontativos que llevan su malestar con la otra persona hasta las últimas consecuencias (los que vieron la nominada al Oscar, The Banshees of Inisherin, entenderán el modus operandi). Ésta primera, The Beauty Queen, se centra específicamente en una madre y una hija solterona: Mag y Maureen, obligadas a vivir juntas, necesitando la una de la otra, aunque no se soporten y se suelten las cosas más horrible de la forma más normalizada para herirse, la relación de estas dos es disfuncional de una manera perfectamente funcional en su eterna repetición.
Meg se dedica a ver la tele, esperando siempre el noticiero que parece nunca lograr sintonizar, u escuchando la radio que le enoja no poder entender porque se habla en inglés británico y no en irlandés. La vieja no para en sus peticiones, casi imposiciones, hacia Maureen: hazme un té, sírveme una sopa, prende la radio, quítale los grumos a mi Complan. Lo que pareciera una mera actitud desesperante hacia Maureen, clásica de la hija a la que le tocó quedarse a cuidar a su madre anciana, se empieza a volver notorio que carga un impulso violento detrás y un disfrutar casi sádico de la miseria de Maureen. Que no es que ella sea la hija prudente y perfecta de ningún modo, Maureen está lejos de ser una blanca paloma.
La rutina pasivo agresiva se ve intensificada cuando Maureen recibe la invitación de Pato, el hombre del que lleva años enamorada sin que él lo sepa, a asistir a una fiesta de despedida que saca a la luz la otra gran obsesión de McDonagh: el racismo por parte de los ingleses hacia los irlandeses, y la exraña romantización de la provincia con la vida en Estados Unidos. Es hermoso y sutilmente descriptivo ver que al centro de la escenografía, Meg tiene colgada una foto de los hermanos Kennedy.
La fiesta es un éxito que logra encontrar a Pato y a Maureen volviendo lo platónico real aunque sea sólo por una noche, y las cosas en casa de la madre y la hija ya no pueden regresar a la normalidad. Como en todo buen relato de Martin McDonagh un detonante tan burdo como un reencuentro escala de manera imparable para llegar a lo inimaginable, y es brutal en su falta de brusquedad la manera en la que el escritor nos involucra en el mundo de estos personajes donde lo esquizofrénico es perfectamente normal, para que alcancemos el clímax, que en manos de cualquier otro podría llegar a ser absurdo, y en las suyas entendamos que es la única conclusión posible.
Angélica Rogel entiende que tenemos que vivir esta obra como un día a día en Leenan. El ritmo del montaje es una marea baja, somos partícipes de las conversaciones entre personajes que de pronto se pueden centrar en una pelota perdida o en una galleta. Nadie tiene prisa por llegar a la meta porque para entender la eventual psicósis de estos personajes, primero se tiene que establecer que en esta campiña lo más emocionante es ver el pasto crecer. De modo que gran parte de la obra se sostiene en interacciones uno a uno que si bien no caen en el naturalismo, son sencillas en su proceder y sumamente conversacionales.
Pero hay acting y cuánto. Los cuatro actores en la obra crean y construyen desde miradas y silencios, que van a usar y mucho, hasta en modos y movimientos. No hay un detalle fuera de lugar en lo tridimensional de Mag, Maureen, Pato y Ray que frente a nuestros ojos se vuelven seres humanos completos; y lo maravilloso de esta puesta es que no toma más de cinco minutos para que cada uno logre decirnos quiénes son y pasar el resto de la obra disfrutando de los frutos de una labor de convención que es clarísima, y más importante, emocionantísima.
Cada uno tiene su momento, pero conscientes de que lo están compartiendo, casi siempre con uno más, forman complicidad de manera generosa. Es brillante, por ejemplo, ver salir a Roberto Beck y enamorarte de su Ray, complejo en nimiedades, chistoso sin saberlo, burdo, apático, grosero y justo ese hombre joven que por supuesto que vive en un pueblo irlandés de cuatro casas y trae embotellados años de aburrimiento. Aparece de manera secundaria pero cuando lo hace el gozo es inmenso. Pero la cosa es, normalmente estamos con Sofía Álvarez y Ana Graham y la realidad es que no necesitamos más.
Ambas actrices son una fuerza impecable en escena de dos lugares muy distintos. Mientras Sofía crea a una Mag insoportable, sucia y rústica, porque sí, incluso puede llegar a ser repulsiva, pero inmensamente entretenida; Ana busca un cansancio visible en su Maureen, quien pareciera meramente fatigada y hastiada, insegura y tímida, pero cuando llega el momento de explorar sus verdaderos colores, eso que ya tiene puesto sobre el mantel se despliega para descubrir que Graham nos tiene servido un buffet de matices y emociones mucho más oscuras.
Lluvia que vemos caer por la ventana, una estufa que calienta decenas de veces una tetera que silba cuando está lista, una lumbre prendida al fondo desde un calentador, y comida pobre pero constante hacen del hogar de Maureen y Mag un lugar que no es un espacio teatral. Es una casa. A pesar de estar construida a partir de un sólo muro, ese terrenito en Foro La Gruta durante tres días a la semana tiene vida propia y existe tanto en el teatro como en Leenan.
Hablar más de los sucesos en La Reina de Belleza de Leenan sería quitarle lo provocativo al ir descubriendo el camino que Martin McDonagh tiene trazado para sus espectadores. Pero se puede decir una última cosa: eso que está sucediendo en Foro La Gruta de mano de este grupo de actores, creativos y su directora es único e irrepetible. Es precioso de ver, una gema teatral que simbra cuando hierve y chilla como tetera caliente, pero también cautiva cuando simplemente están dos personas comiendo avena de un plato. Y eso, teatreros, no es cosa sencilla de lograr.
La Reina de Belleza es la imperdible del año y apenas estamos en abril. La cartelera de México tiene una vara alta puesta desde el Helénico y todo lo que venga será un antes y un después de esta obra, que en los noventas se aplaudió con cuatro Tonys en Nueva York, y que en México ya nos la merecíamos tantísimo.