A través de cuatro largos y complejos monólogos, Pascal Rambert explora la implosión de la pérdida de los vínculos que creamos, amistades, amores, sociedades, que con el paso del tiempo y el peso de la historia no sobreviven a lo cargado sobre los hombros. Un Ensayo que se convierte en catársis para dar paso a la muerte de aquello que fue y no volverá a ser.
Ensayo no es una obra ligera, tampoco sencilla. Una mezcla entre teatro, poesía y filosofía de la cual se sale con la cabeza llena de frases magníficas que uno quiere memorizar para siempre, cargadas de verdad y golpes de realidad, pero también arrastrando los pies con el corazón apretujado y las ideas revueltas.
Cuatro actores, uno de ellos también dramaturgo, y otro de ellos también director, parejas sentimentales y amigos -y colaboradores- desde hace más de 20 años, se reúnen para ensayar su más reciente proyecto inspirado en Stalin, pero cuando Pepe mira con deseo, tal vez amor, a María Inés, Sonia decide destapar la coladera que ha ido llenándose de basura y mierda por décadas y que de golpe vocifera, provocando que todos tengan su momento para echarle leña al fuego y hacer cenizas la estructura, como ellos le llaman, de lo que los sostenía como grupo.
Al más puro estilo de Pascal Rambert (Clausura Del Amor) la obra se divide en cuatro monólogos gigantes. Sonia abre la obra vomitando todo lo que tiene que decir respecto a la traición de Pepe y sus ganas de abandonarlo todo, para después darle paso a María Inés que defiende el amor como polígamo y le necesidad carnal por encima de todo, para después darle la palabra a Pepe que lamenta la muerte de un grupo de amigos que ha vivido tanto y prefiere mejor tumbarse al suelo como perro, para permitirle cerrar a Daniel con una estocada final colérica que asume que lo que por veinte años se construyó ya no es ni puede seguir siendo.
Los diálogos son tan explosivos como rebuscados, pero mucho de lo que se dice es bellísimo en su fraseo, cosa que forzosamente se tiene que aplaudir a la meticulosa traducción de Coto Adánez. Estos cuatro no hablan como habla la gente, se expresan en prosa y semiótica, cuestionan en metáforas y disparan usando la palabra como bala. Siempre regresando a la muerte como aquello inevitable e inevitablemente pavoroso.
Y Rambert lo lleva un paso más lejos hacia lo complicado. Más allá de las acusaciones que tienen que lanzarse los unos a los otros, comienza a hacer símiles entre Stalin y su anti-capitalismo, su guerra genocida, Stanley y otros personajes escritos en el texto de la obra que han de ensayar, dispuestos a morir en idealismo, y los actores cuyos nombres son los mismos de los intérpretes fuera de ficción, que ya no pueden ser los mismos revolucionarios socialistas que comenzaron siendo en su juventud, y ahora, manchados de burguesía y mentira no son más que una farsa de lo que alguna vez batallaron desde la trinchera del arte.
Una telaraña enredada donde la historia, el presente y la ficción se representan y simbolizan unas a otras, que además, de manera existencialista integra a filósofos como Nietzche en aquello que pretende reflexionar y se aterra de encontrar su famoso abismo viéndolos de regreso. Este texto de Pascal Rambert en específico sí es demasiado. Para bien y para mal. Es mucha información, mucho bagaje, mucho concocimiento previo que el autor pretende que el espectador ya tenga previo a la obra; pero también mucho alarde de actuaciones excepcionales, mucho que decir, que reflexionar, mucha posibilidad en potencia para hacer de este montaje algo volátil o algo gris.
Juan Manuel García Belmonte (director) apuesta por lo volátil. Le permite a Sonia Couoh empezar la obra a tope, relinchando a mil por hora, incendiaria e imparable por, fácilmente, media hora, antes de comenzar a modular con los monólogos subsecuentes y jugar con lo sensual, lo culpista, lo melancólico, para finalmente retomar la llama ardiendo en su punto más alto con Daniel Martínez. Curiosamente son María Inés Pintado y Pepe Carriedo los que con monólogos menos estridentes consiguen los momentos más potentes, ácidos o emocionales.
Una obra dramatúrgicamente imposible, Ensayo pide de sus actores sangre, sudor y lágrimas, y los cuatro en el montaje para El Milagro las entregan como sacrificándose a los dioses del teatro. Lo dan todo porque con este texto uno no se puede quedar a medias. No sólo con un dialogar en trabalenguas larguísimos para cada uno, pero en su búsqueda de significado a frases a las que hay que decantar para poder exprimir completamente, en su interpretación incansable y energética que pide de ellos soltar hasta la fatiga; y la cosa es, lo pesado no se detiene cuando tienen el micrófono, pero no pueden sino estar en continuo presente, el resto de la obra en la que tienen que permanecer en silencio, para reaccionar a absolutamente todo a partir de lo gesticular y el reflejo de emociones en detalles casi pequeños, en miradas, en quitarse una chamarra, voltear la vista, servirse tequila como acto de frustración.
Ensayo pide mucho del actor y pide mucho del público. Y en la puesta de García Belmonte se tienen los elementos correctos. Este Pascal Rambert no es para todo mundo, tiene a su audiencia, la que está dispuesta a entrar a este universo verborréico y regalarle toda su concentración, absorver los mil mensajes que vuelan como pedradas, y saber, de entrada que la obra es implacable y poco clemente. Destripando las partes Ensayo tiene algo dolorosamente cierto que decir de la muerte de aquello que creemos eterno: nada es para siempre, ni el amor, ni la amistad, ni la convicción, ni el arte.
Ensayo se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en Teatro El Milagro.