Un vuelco a la conocida Rey Lear de Shakespeare, Reina ofrece una mirada tan cómica como desgarradora ante la inminente vejez y el trato decadente de la familia hacia las personas de la tercera edad, a veces arrinconadas, barridas por debajo del tapete donde no puedan estorbar, con una Paloma Woolrich que se luce, se pavonea y enamora a una audiencia que no le puede quitar la vista de encima.
El soberbio Rey Lear de Shakespeare se convierte en una diva de la actuación que ha visto sus mejores años pasar en esta adaptación de Juan Carrillo que se sostiene en la capacidad hipnótica de Paloma Woolrich y su absoluto desparpajo ante la desaparición de la cuarta pared, para transformar la tragedia familiar británica en un recorrido histriónico hacia el desvarío y la ausencia de credibilidad casi infantil que acompaña a la vejez.
Nuestra Reina es una actriz enorme, vive por las luces del camerino, el brillo del vestuario, el spotlight. Diva de los grandes, perseguida por los tabloides ha llegado a una edad en la que tiene que abandonar el teatro y todo lo que es suyo y repartir lo conseguido durante una vida de ser adorada entre sus tres hijas, a las que les pide una prueba de su amor que necesita escuchar como si fueran aplausos.
Sus dos primeras hijas le otorgan palabras crecidas, más por urgencia de sacarla de su viejo teatro y llevársela a dormir que por amor puro, mientras que la tercera se niega a participar en el juego. Dolida con la hija en la que descansaban sus mayores esperanzas, Reina la deshereda y corre para quedarse básicamente sola con su perro, e irse dando cuenta que para sus otras niñas es un estorbo que quieren lejos de donde pueda ser invasiva.
El símil con Lear es perfecto, pero ahí donde Shakespeare teje una tragedia militar de secretos y traiciones, Carrillo otoroga el entero del foco a su protagonista. Su visión de pronto desquiciada, su ego golpeado, su sentirse relegada tratando de ocultarse en los recuerdos de aquella gran actriz que alguna vez llenó marquesinas. Tanto así que sus hijas no son otra cosa más que sombras. Sólo Paloma Woolrich brilla y se dibuja enteramente humana, mientras los otros en su contexto permanecen tapados de pies a cabeza, buzos en color negro, que de pronto son más ese recuerdo furtivo de lo que Reina anhela de sus hijas, de su gente, que personas de carne y hueso.
Inteligentemente el montaje es prácticamente un monólogo de la actriz que expone ante su público la osadía de los sucesos que acompañan su retiro, y en ese formato, la obra se presta a que la irreverencia sea protagónica, y las ocurrencias del elenco llenen las butacas de risa. Ella ve a su público, convive con su público, como espectadores estamos ahí acompañándola, porque ella nos necesita. Y por tanto todo lo que habla lo hace de manera conversativa hacia nosotros, rodeada en todo momento de lo que serían los elementos de un teatro que ella se niega a abandonar como un fantasma.
Paloma Woolrich abraza esa locura y la libertad que le ofrece un personaje tan desinteresado en cualquier tipo de reglamento, y entrega una interpretación deliciosa, un papel que se nota a leguas que está devorando con gusto, con la soltura de una persona que camina descalza en pasto recién cortado y de pronto se pone a saltar. Paloma se vuelve niña y actriz, y es un gozo verla simplemente jugar y divertirse, pasarla bien con el teatro que al final de cuentas evoca un sentimiento contagioso de livianidad.
Y está muy bien acompañada. El mismo Juan Carrillo, Marco Vidal y Roam León también gozan de un tipo distinto de libertad: la que les ofrece el no mostrar la cara, el poderse transformar en lo que sea u ocultarse entre las sombras, y simplemente acompañar el delirio de su Reina, y hacer desde estos seres que son presente y recuerdo a la vez, sólido y humo, una celebración a las posibilidades del teatro, y la creatividad con la que sobre el escenario todo puede ser posible con tan poco.
Reina es caótica e invita al descontrol con brazos abiertos, pero no está desenfocada. En medio de las risas, va soltando discursos que se anclan en una realidad triste y agotadora, que de manera inclemente viene por todos nosotros. Hay monólogos tan verdaderos, tan devastadores, como hay escenas enteras de carcajada y visuales absurdos. Ver a Paloma Woolrich meterse completita en un baúl que va a usar para dormirse es tan simple, sorprendente y bobo al mismo tiempo. Reina se da el lujo de retratar a partir de zapatos y bolsas, y construir casas con percheros, usarl tiliches con obviedad para luego reírse de estarlo haciendo; y fluir entre todas las emociones que pretende ir acariciando. pero jamás se pierde en el desbarajuste, lo usa como su mejor arma.
Como buena tragedia shakespeareana el final no pretende dibujarte una sonrisa, pero asestar un golpe imprevisto. Y el de Reina es poderoso y en manos de Woolrich hace temblar el foro, siempre contenido en este universo donde la lentejuela es sangre y el apuntador grita líneas olvidadas a lo lejos. Porque la obra nunca olvida lo que es, a Carrillo nunca se le sale de las manos su concepto y su convención, y claro que es de aplaudirse.
Hay mucha genialidad en esta obra producción de Los Colochos que con Silencio y Mendoza ya habían retado la universidalidad de Shakespeare con libres adaptaciones de Otelo y Macbeth. Tal vez Reina sea la que lleva la corona. Teatro del que da gusto ver, del que no quiere ser otra cosa que no sea teatro. Lo homenajea, lo celebra y vuelve el escenario una fantasía de posibilidades infinitas de la forma más inteligente, y le ofrece un espacio a su gran actriz de probar por qué es que Paloma Woolrich pasará a la historia como una de las grandes en este país.
Reina se presenta los domingos a las 18:00pm en Foro Shakespeare.