Una Noche En Las Vegas promete un viaje a la Ciudad del Pecado a través de las canciones de los artistas que la han marcado, pero entrega un musical caótico, de montaje poco riguroso y sucio, y una historia sin pies ni cabeza que, con canciones traducidas al español, jamás logra sentirse Vegas, sino espectáculo de variedad amateur.
Hay algo problemático en creerte de cierto el lema «más es más». Una Noche En Las Vegas se atiborra con todo lo que suena a show: cantantes, bailarines, acróbatas, actores, comedia, cambio tras cambio de vestuario, escenografía desplegable, danza aérea, pirotecnia, y sin embargo, por más que el escenario del Nuevo Teatro Silvia Pinal se retaque de elementos llamativos, jamás logran cobrar vida en una producción que no cuidó detalles, no preparó a su gente, y no encontró una razón de ser para cada parte que parecieran sólo haber integrado porque sonaba espectacular en papel.
El musical de rocola no está pensado realmente como una historia con un principio, un medio y un final. Hay un intento de acercamiento a un texto (por parte del también coreógrafo, Gerry Pérez Brown), vacío, poco ingenioso y en gran medida poco congruente, pero fuera de eso, lo que Una Noche En Las Vegas quería realmente montar era un concierto repleto de medleys de canciones pop conocidas. ¿Por qué le huyeron a la idea de hacer meramente un show en vez de tomar el camino de teatro musical? Es algo incomprensible. Viendo el espectáculo es claro que la narrativa nunca resultó motivante y que las canciones fueron elegidas completamente fuera de sentido con la historia. Y más importante aún, fuera de sentido con la temporalidad que supuestamente es el motor del show completito.
Una pareja en vísperas de casarse (Enrique Suarezolmos y Montserrat Curis) acaban en Las Vegas (no es claro si de manera intencional o por accidente) en una búsqueda por el vestido de novia perfecto. Ella quiere verse de blanco para sentirse como una princesa, pero para él siempre será su «reina», palabra que, en cuanto se le es mencionada a la novia provoca un berrinche desproporcionado que culmina en que la pareja discuta, se separe, y termine viviendo cada quien Las Vegas por separado antes de volverse a reunir, básicamente de la nada, para -nuevamente y de manera poco sustentada- festejar una despedida de solteros, que aparentemente siempre se tuvo planeada, y acabar con una moraleja floja y barata sobre el dejar ir las presiones y mejor casarte con el Elvis de una capilla cualquiera.
Los personajes, por supuesto, son un mero pretexto y probablemente fueron incluidos solamente para dar mayor tiempo a los cambios rápidos en backstage. La pareja jamás logra tener una personalidad definida. Se les menciona como conservadores, pero eso nunca se retrata en escena, y su conflicto es tan infantil que no hay realmente manera de crear algo a partir de una mujer enojada porque le dijeron «reina» cuando ella quería ser «princesa». No ayuda tampoco que ambos actores flaquean en darle algún tipo de honestidad a sus personajes y trabajan desde lo plástico y farseado al punto en el que nada que les sucede llega a ser creíble o gracioso, que pareciera de pronto ser la intención.
En contraste con los novios, José Antonio López Tercero trae el colmillo a la obra con una serie de personajes incidentales que se cruzan con la pareja y funcionan, principalmente, como comic relief. A pesar de un texto plano de chistes mal colocados y personalidades poco definidas para sus varios roles, López Tercero carga el peso de las apariciones actorales, y con inmenso esfuerzo logra sacar brillo a lo que de otra manera sería tremendamente opaco. Juega y se divierte con sus personajes, pelucas y vestuario (lamentablemente cayendo en algún punto en una cuestionable imitación con tintes racistas de una persona negra cubana), y arrastra a sus compañeros si bien no a buen puerto, mínimo fuera del agua que les llega hasta el cuello.
En este mismo intento de contar una historia, Una Noche En Las Vegas se divide por décadas y, por alguna extraña razón que tampoco se explica jamás, la pareja va siendo espectadora de shows que recuerdan a aquellos artistas que han pasado por residencias desde los 50’s y hasta la actualidad. Cosa que también resulta enormemente problemática por varias razones:
Primeramente porque nunca es claro en qué momento sucede un viaje en el tiempo, pero de pronto hay chistes en el libreto como «Ay, en esta época no había celulares», que parecieran aludir a que la pareja también ha sido transportada al pasado, que chocan con otras escenas donde es clarísimo que están en presente; y segundo, y más importante que todo, porque las canciones elegidas para cada década… no pertenecen realmente a las décadas que decidieron utilizar.
Es decir, Elvis con su Jail House Rock y su Hound Dog aparece en el medley de los 70’s, no los 50’s; los Bee Gees y su Stayin Alive o Queen y su Bohemian Rhapsody, que sí son de los 70’s, están incrustradas en el medley de los 80’s; y luego hay otras aún más incomprensibles y descolocadas como Cold Heart de Dua Lipa a la que nombran canción de los 70’s, Girls Just wanna Have Fun de Cindy Lauper y Like A Virgin de Madonna, íconos de los 80’s, que se cuelan en el medley de los 90’s, junto a otra más de Madonna que viajó desde el futuro, Hung Up, del album Confessions On A Dance Floor de 2005.
Ejemplos como ésos hay en cada número musical lo que forzosamente levanta la pregunta, ¿por qué auto-enjaularse en la narrativa de un viaje por las décadas si la intención era meramente juntar canciones que sonaran bien juntas? Acreditado como Director Musical y Arreglista se encuentra Oyambi Solano, que junto a los creadores del espectáculo Gerry Pérez Brown, Luis René Aguirre y Tadeo Melgoza hacen este omelette de música que no se relaciona ni con el arco dramático ni con su idea cronológica de un recorrido temporal, que no puede sino percibirse descuidado y engañoso. Encima de todo forzado en su necedad de traducir al español canciones de artistas como Adele, Katy Perry, Bruno Mars o Lady Gaga que todo mundo conoce en su idioma original y cuya letra de cualquier forma no afecta en absoluto la dinámica en escena, por tanto su tropicalización solo pasa por innecesaria y confusa.
Los números musicales tienen una clara pretención hacia la espectacularidad, pero muy pocos realmente logran emocionar. Siete cantantes, gran parte de ellos desafinados y gritados, y un cuerpo de baile que se mueve de manera dispareja y torpe aparecen medley tras medley para presentar coreografías redundantes y repetitivas (que, nuevamente, nada tienen que ver con la década en la que están situadas). Ataviados con brillantes vestuarios, el razzle dazzle de la producción no logra distraer del hecho de que los bailarines no se saben la coreografía, van a destiempo y en las cargadas se tambalean al borde de la caída; o que los intérpretes raspan la voz, casi rugiendo, como quieriendo ser escuchados o se descolocan en armonías para salirse por completo de la melodía, probablemente porque al interior del escenario no deben poder escucharse.
Tampoco es que el público pueda escucharlos. Con un diseño de audio que mantiene los micrófonos de los cantantes prácticamente apagados, mientras los instrumentos de viento revientan las bocinas en varios momentos resulta prácticamente imposible saber o entender qué es lo que se está cantando. Mal ecualizado, el audio de los muchos instrumentos de una orquesta montada sobre el escenario, se dispara al punto de convertirse en ruido. De modo que el caos escénico, dirigido por Elías Ajit, carga de manera pesarosa con el caos auditivo. La mezcla es desastrosa y cacofónica.
Como una luz al final del camino, un elenco de acróbatas aparecen a momentos para levantar el ánimo y la energía del show y darle a Una Noche En Las Vegas un muy necesitado momento de asombro. Al ritmo de Uptown Funk, los acróbatas se lanzan en impresionantes saltos usando una cuerda iluminada con leds como prop, y subidos en un diamante, también prendido con leds, bailan en las alturas para finalmente dar un guiño acertado a un momento que, en efecto, se podría ver en algún escenario de Las Vegas.
Sin embargo, la falta de detalle también le juega en contra a este grupo de artistas. La producción los coloca, en un intento inmersivo, a realizar acrobacias sobre el público, demasiado atrás como para que toda la parte de enfrente del teatro los pueda ver (la gente con boletos más costosos), y completamente en sombra, sin una sola luz que los alumbre para que la audiencia atrás del pasillo que sí alcanza a ver lo que está sucediendo puedan realmente apreciar su trabajo. Una franca oportunidad en desperdicio, que se une a otros tantos momentos que Elías Ajit decide hacer suceder desde el pasillo del teatro, donde una enorme parte de los espectadores no alcanzan a ver la acción.
La falta de atención al detalle es una constante que tristemente pareciera que la gente involucrada con el proyecto simplemente no estaba lo suficientemente interesada. Desde vestuario que no se le acomoda al talento, entre ellos una gorra mod que hace ver a Montserrat Curis como si tuviera una cabeza gigantesca, hasta la aparición de una presunta «drag queen» que anuncian con la palabra «pelucón» sólo para ver aparecer a uno de los cantantes, como lo hemos visto durante todo el show, pero esta vez usando un antifaz con diamantitos, sin peluca, sin maquillaje, sin vestido, sin nada que podamos reconocer como drag.
Quizá la peor de las omisiones al detalle es, sin embargo, la aparición de Lola Cortés y Lorena De La Garza en el programa de mano, hasta arriba y de manera prioritaria, cuando ninguna de las dos sigue siendo parte de la compañía.
La realidad es que Una Noche En Las Vegas no está lista para recibir público. Las ideas existen, la ejecución brilla por no saberlas llevar a cabo. Como show se podría montar de nuevas maneras y quizá ser muy triunfal bajo un rigor que incluyera a cantantes y bailarines preparados y perfectamente dirigidos; una narrativa distinta que les diera libertad de movimiento; canciones en su idioma original que puedan interpretarse tal cual las conoce la gente, y ante todo foco en el detalle que le permita al espectáculo tener un audio adecuado, vestuarios funcionales, una escenografía que no se atore al moverse y una presentación escénica que pueda ser disfrutada y vista desde cada butaca. Una Noche En Las Vegas sucederá alguna noche, quizá, sólo no ésta. Por ahora, y como dirían en la Ciudad del Pecado: «Lo que sucede en las Vegas, se queda en las Vegas… llevarlo al Silvia Pinal requiere de mucho mayor empeño».
Una Noche En Las Vegas se presenta jueves y sábados a las 8:30pm en el Nuevo Teatro Silvia Pinal.