La envidia corroe y la ansiedad toma control del cuerpo y la mente, Valentina Garibay crea un unipersonal maniaco y angustiante en Grand Slam, con el que se adueña del escenario como si fuera una cancha de tenis, peloteando de manera frenética a un personaje cuya desesperación se puede palpar en la punta del paladar desde la butaca.
Valentina Garibay suelta hasta la última gota de sudor físico y anímico con un monólogo guiado por la ambición descarrilada, ego que se convierte en ansiedad, competencia que se transforma en envidia, y hace de Grand Slam una coreografía cargada de arrebato como directora, dramaturga y actriz que verdaderamente lo deja todo en la cancha.
Una tenista, acostumbrada a ser la mejor de su clase, la consentida del coach, la de los tenis más vistosos y el porte y potencial de una Steffi Graf se ve enfrentada de pronto con una nueva contrincante, una compañera de Nueva Zelanda que se integra a su grupo y empieza a robar la atención de los que antes nuestra protagonista tenía cautivos. Y no sólo eso, pero resulta que además de extranjera es buena, tal vez demasiado buena, tal vez incluso… mejor que ella. Quizá, y sólo quizá, lo suficientemente buena para ser enviada a París a competir donde antes nuestra tenista tenía su lugar asegurado.
La ansiedad toma el control de la jugadora que de manera desesperada hace lo posible por mantener su exterior de triunfadora, mientras por dentro se va incinerando con una envidia que no le permite sacar a la neozelandesa de su cabeza, y empieza a provocar que tropiece donde antes tenía manejo absoluto de su grip. Una narración en primera persona de una cabeza repleta de pensamientos nocivos tan invasivos como inevitables, que construye perfectamente el mapa de una crisis emocional que se sale de control.
Más allá de la capacidad de Valentina Garibay de habitar a un personaje inequivocamente antipático, lleno de desdén y demasiada hambre, y hacer de él una única protagonista de peso cautivante, es el manejo corporal de Garibay el que aterriza en todos los lugares correctos y comunica donde de pronto no hay nada excepto movimiento angustioso y un juego de tenis que se juega con la ilusión de una cancha, una red, una pelota e inesperados momentos de baile.
Valentina Garibay usa su cuerpo sin descansar un sólo segundo, verdaderamente una atleta del teatro, para embestir en la realidad de esta tenista cuyo exterior, como su interior, no es capaz de estarse quieto. Y provoca tensión contagiosa. Un desasosiego que con llanto contenido constante, que nace de la misma exasperación, crece y se vuelve turbulento al punto de lo obsesivo. Y a pesar de que el caso en Grand Slam sea muy particular y provoque en gran medida rechazo, porque es difícil no entender a la narradora como un caso tóxico, también es imposible no empatizar con la necesidad de ganar donde en otros lados sientes que has perdido, de recuperar un lugar que se percibe arrebatado, de brillar donde uno ha puesto excesivo esfuerzo. Al final del día, competir, envidiar, dudar de uno mismo, y permitirle al ego, aunque sea por un momento, atormentar… es enteramente humano.
Garibay mezcla sus instantes de alteración con coreografías de baile ochentero, donde de pronto Holiday de Madonna toma sitio para entrar en una mente que necesita de música para apaciguar aguas intranquilas. Y cae bien. Ese pedazo de ego descolocado y aberrante, por esos momentos en los que danza y se retuerce entre luces rojas y azules se entiende como una bestia desenfrenada que no es a propósito que ha perdido las riendas, y tampoco es cosa de arte de magia el poderlas recuperar. Y nuevamente, el manejo corporal de Valentina es brillante en sus pasos coreográficos, tanto como lo es en sus trazos más bruscos y salvajes.
El texto tiene mucho que decir del descontrol al que nos enfrentamos como esclavos de nuestras propias emociones irracionales, sí, pero también de una eterna batalla con un síndrome del impostor que para los menos seguros, o los necesitados de un control constante, es una peste psicológica difícil de ahuyentar al que no le importa el talento o el entrenamiento, la capacidad, porque está anclado de la duda y la necesidad de reconocimiento y ésos a veces son más fuertes que lo que conscientemente podemos admitir de nosotros mismos. Grand Slam encarna esa inseguridad dolorosa y terrorífica, y la ilustra en una cancha de tenis. La suelta desde un extremo grande y ruidoso para recordarnos que ahí está en gran o pequeña medida. Para dar voz al pensamiento de la ansiedad que adentro de las cabezas de gente que quizá por fuera percibimos imperturbable, no para de vociferar.
Grand Slam se presenta domingos a las 18:00pm en Teatro La Capilla.