Ocho extraños se quedan atrapados en un diminuto elevador en la colonia del Valle en los años 80 y se desata el caos. Cupo Limitado llena de claustrofobia y comedia el teatro, recordándonos que los habitantes de esta ciudad están a un apretar del botón equivocado de perder por completo los estribos.
Cupo Limitado de Tomás Urtusástegui, originalmente estrenada en México en 1988, mete el dedo a la llaga en dos miedos que son tan universales que todo mundo puede entenderlos perfectamente y sentirse inmediatamente incómodo con lo que está pasando en escena. Por un lado la idea de quedar atrapado en un espacio chico y cerrado del que tenemos cero control, sin saber cuándo es que se podrá volver a respirar libertad; y por otro, la ansiedad social que acompaña el compartir ese mínimo espacio con otros siete desconocidos, sus personalidades, humores y fluidos.
Cupo Limitado es una pesadilla comunal. Y si no lo era, después de verla, un miedo desbloqueado. En la colonia del Valle, en un edificio clase media, ocho extraños quedan atrapados en un elevador en lo que se sienten como horas, aunque sin ningún tipo de elipsis temporal, en realidad están ahí por sesenta minutos antes de volverse completamente desquiciados. Muy poco pacientes, si nos ponemos a analizarlos.
Las personalidades no podrían ser más contrastantes, y por tanto la tolerancia entre ellos es básicamente nula. Una no tan dulce anciana y su nieta con ganas de hacer pipí, dos adolescentes rebeldes con más hormonas que capacidad de soltarse el uno al otro, una religiosísima mujer, un áspero caballero de rudos modales, etc, todos reunidos ahí donde no pueden escapar de la tos con flema de uno, la náusea de otro, lo soez de uno más, y tantas más pruebas que el elevador les tiene preparadas durante su extrema convivencia, y varios ahí con urgencia de salir, de pronto por trabajo, o más aterrorizante aún porque una de ellas ha dejado a un bebé solito en su departamento sin nadie que lo cuide.
Tomás Urtusástegui crea una caja de Petri y nos pone un microscopio en frente para que veamos el experimento suceder. De una manera muy literal, en esta dirección de Salvador Núñez, el elevador es un enrejado que convierte a los inquilinos dentro en animales de zoológico. Una jaula. Una puesta enteramente voyeurista, cimentada en la pregunta, ¿qué pasaría si metemos a un grupo de personalidades filosas a convivir en dos metros cuadrados sin poder distanciarse o salir? Que si somos honestos es la misma pregunta de cierto reality show hoy en día muy popular en televisión nacional. Porque funciona. El muestreo termina por ser un experimento social de nuestra capacidad de tolerancia y convivencia, y a rienda suelta, una franca tortura para el participante, y entretenimiento sin fin para el espectador.
El texto es acelerado y hambriento. Existe la sensación de que Urtusástegui todo el tiempo quiere avanzar a lo que sigue, sin pausa ni respiro. Lo que sacrifica mucho de la cadencia y por tanto la representación más real de lo que sucedería en un caso similar. Ahí donde la desesperación se cocinaría a fuego lento antes de finalmente ebullir, el dramaturgo prende la llama en alto y desde muy al inicio deja que el agua se empiece a desparramar por doquier. La elección sin duda aporta directo a la comedia. Desde muy al principio los personajes se enfrascan en situaciones embarazosas y las risas se empiezan a escuchar en el público; pero juega en contra de la tensión, el suspenso y la angustia, a los que no les da el tiempo de obtener peso y presencia.
Salvador Núñez elige la caricatura de los 80’s y hace de cada personaje una exageración de su arquetipo. Las actuaciones son grandes más viradas hacia la farsa. Una comedia muy basada en lo crecido. Tono que se acopla a la prisa de Urtusástegui por torturar continuamente a los personajes y que, nuevamente, regala a la comedia, lo que quita a la sensación realista. Los momentos más espeluznantes y reactivos entre la gente están directamente relacionados con los instantes escatológicos de la obra, donde la risa en butacas proviene del asco. Butacas, por cierto, que dependiendo de la fila, algunas resultan inevitablemente salpicadas de manera inmersiva.
A pesar de un final acelerado que llega demasiado pronto y luego se queda flotando en el aire con sensación de haber sido cortado en pleno clímax, Cupo Limitado logra cuestionar temas que aún situada en los 80, no dejan de sentirse decepcionantemente actuales: el clasismo, el machismo, la misoginia, el edadismo. En el trato de casi todos en el elevador a un personaje que es trabajadora de limpieza de uno de los departamentos es en donde más se explota y refleja la eternamente presente superioridad moral de clase. Que aún representada desde el humor, y 35 años depués del tiempo en el que fue escrita, defintivamente provoca momentos de risa incómoda y alarma.
Una comedia oscura donde el espacio personal no existe y el ser humano saca lo peor de su arsenal, que absolutamente solemos hacer en casos fuera de nuestra zona de tranquilidad. Finalmente ligera y entretenida, Cupo Limitado nos amaga en un elevador que no es tan distinto a los espacios exteriores sin puertas aplastantes, donde se pueden usar máscaras de amigabilidad y cortesía, sólo que sin reglas cívicas que seguir porque han perdido utilidad, el ser humano es priordialmente sobreviviente y egoísta por intuición. Y ahí donde se junta la amenaza a nuestra paz con la necesidad de ver primeramente por uno mismo, se asoman las caras más verdaderas y el hombre se vuelve terrorífico. Y en Ciudad de México donde todos estamos a un claxonazo de explotar… bueno, ese elevador sería una bomba de tiempo.