Una era donde reinaba MTV (que sí tenía videos musicales), el glam rock inspiraba, el teatro apasionaba y la epidemia del SIDA comenzaba a revelarse como la gran asesina de una generación, de una comunidad. Romance del Perdedor hace de los 80’s coreografía y beat para regresarnos a un México que hoy se recuerda estrambótico y colorido, pero tembloroso y con duelo.
Una famosa obra de teatro enuncia con su cierre, «Hay quien dice que de los 80’s no ha quedado nada, yo creo que de los 80’s lo ha quedado todo», y viendo Romance del Perdedor es imposible no referirse a ese momento y aceptar que sí, los 80 fueron una era de una personalidad peculiar, pero repleta de ideas nuevas, de ganas de refrescar viejos conceptos, de gente creando arte, y de una epidemia que le terminó por poner los pies en la tierra a muchos que estaban volando por encima de la realidad. Más importante aún, que hoy, cuarenta años después, claro que seguimos marcados por ella.
Un grupo de estudiantes de teatro busca hacer de un ejercicio en clase toda una obra de teatro, listos para dejar el salón académico y tomar los escenarios. Especialmente su joven e intenso director que acompañado por una mejor amiga que no lo suelta como su asistente y permanece a su lado en las buenas y las malas; su novia que poco a poco se va dando cuenta que no es el pulso del teatro el que la llama, pero el micrófono de la canción; y un enigmático compañero que pareciera tener tensión sexual con todo aquél que se le pare enfrente, se embarcan en la aventura de su primer montaje juntos, sólo para ser golpeados por el inicio de la epidemia del SIDA que comienza a acabar con la vida de conocidos y en particular del maestro que los ha inspirado a llegar hasta donde están.
Romance del Perdedor no es un melodrama trágico de ésos que tenemos clavados hasta el cansancio, meramente enfocado en el dolor de un instante particular para la comunidad LGBTQ+, el texto de Ignacio Escárcega (también director), le permite a este momento histórico ser contexto de la vivencia de un grupo de amigos que lo que quieren al final de cuentas es hacer teatro. Desahogar emociones. Construir arte. Y que descubren a partir de la creación colectiva que todo armado de un proyecto cargado de emociones que se hace en equipo provoca inevitablemente roces y destapa verdades ocultas.
Escárcega llena de música su montaje de una manera muy característica. Nos transporta a la era MTV donde el cassette era espada y armadura, y un rayo pintado en la cara era maquillaje de guerra. Donde el glam rock de Ziggy Stardust motivaba a la gente común a volverse aliens extraordinarios, y una playera de «Choose Life», hecha famosa por George Michael, protestaba en dos palabras contra la guerra, el suicidio, la discriminación, y sí la absoluta falta de atención de un gobierno que permitía a personas morir en masa de SIDA por ser considerada un epidemia gay, un cáncer para «ellos».
Romance del Perdedor se llena entonces de beat. De canciones y esos bailes que da uno en el cuarto alrededor de la cama, usando un cepillo como micrófono. Esa sensación de liberación que otorga escuchar una canción que te dice que puedes ser lo que quieras. Que puedes viajar a Marte. Y en hacerlo, Escárcega le otorga década, ritmo y personalidad a su montaje, que es sin duda frenético como percusión, y melodioso como teclado. Pero olvida darle matíz acústico donde todo pareciera eléctrico.
La puesta mantiene electricidad estática, una sensación permanente de todo puede pasar, pero no llega a tocar nervios más sensibles. Incluso cuando el SIDA se empieza a hacer presente hasta llegar al interior del grupo de amigos, el trato es distante y frío, en parte porque el personaje así lo recibe y externiza, y es parte de quién es él y hace todo el sentido, pero el director no termina de rayar el disco para que sintamos la disrupción agresiva del momento, que no deja de ser una cicatriz hasta hoy. Incluso en una despedida final, que se acompaña de Space Odity y su Major Tom, un viaje a otro mundo, que no deja de ser un símil precioso, sigue con esa textura meramente simbólica pero carente de emocionalidad.
Escárcega pierde a su protagonista en muchos momentos y jamás logra realmente cerrar su historia, que queda flotando a medias después del terremoto del 85. Es el director con cuya trama nos enfrentamos, nuestro Ferris Bueller y al mismo tiempo nuestro Orson Welles (o bueno, teatralmente, nuestro Hugo Argüelles), y sin embargo el enigmático y ultra cargado de sensualidad compañero antagónico termina por robar foco y enfoque para colocarse como el arco dramático que se sobrepone al del resto. Difícil de librar tomando en cuenta que Iván Zambrano Chacón lo interpreta de manera magnética y seductora, cosa que hace aún más complicado que la mirada se re-diriga al protagonista de la obra.
El pequeño espacio de La Titería se repleta con aspectos musicales que cobran vida desde la escenografía, cortinas creadas con discos de acetato colgando desde el techo, y pequeñas cajas armadas con cassettes retro nos recuerdan que ésta no deja de ser una fantasía, una hipérbole de lo que fue una época que -literalmente- bailaba a su propio ritmo. Y sólo se articularía de manera más fantástica si el personaje más «rock» de todos, la novia cantante, fuera verdaderamente explosiva en su propia musicalidad, que no lo es mucho, y a pesar de la convención algo en ella se pierde en una carencia que es parte tan esencial del personaje que está interpretando.
Romance del Perdedor es un throwback con ritmo. Cimbra y retumba, y como el rock de los new romantics, cuestiona viejas formas y tiene maneras propias de llevarnos a otros planetas. Una obra para los nostálgicos, sin duda, pero también para los que entienden que la historia es indeleble por una razón: de ella aprendemos y por ella existimos. Y la cosa es que el teatro ha estado ahí siempre. Para retratarla en su momento, para revivirla cuando ha de ser recordada. Para llevarnos a estrellas que, diría Bowie, de cerca se ven muy diferentes.