Contrario a su título, Producto Farmacéutico Para Imbéciles es de hecho una obra para inteligentes, con un guión brillante y un elenco digno de obra de arte.
La belleza de Producto Farmacéutico Para Imbéciles radica en lo fácilmente relacionable de la puesta. Todos hemos pasado por ahí, ahí donde comienza Catalino Risperdal al principio de su historia, parados frente a una instalación, en algún museo de arte contemporáneo cuestionándonos «¿qué estoy viendo?» y «¿qué tiene esto de artístico?»
Producto Farmacéutico se lanza no a contestar esas preguntas, pero a construir a un artista desde cero a partir del entendimiento (¿o falta de entendimiento?) de que el arte es de quien lo percibe, suyo para dar significado y consagrar, y no del artista mismo… mucho menos de la técnica.
Catalino Risperdel es un guardia de museo. Ha pasado los años cuidando que la gente no cruce la línea blanca y se acerque demasiado a obras de arte que no entiende; pero un buen día es apantallado por una instalación de aplausos, de la que se enamora como si fuera una mujer, porque ¿quién no se va a enamorar del halago, el aplauso y el levantamiento de ego? Y luego de robarla, decide convertirse él mismo en artista tallando unas pequeñas sillas de madera que va dejando frente a cacas de perro por toda la ciudad.
Antes de lo que canta un gallo, Catalino pasa de ser un ratero y un guardia de museo, a Risperdel, un artista con una visión exquisita y ácida de la sociedad (al menos para la crítica) cuyas instalaciones a base de piezas inconexas y poco pensadas, de pronto afectadas por elementos fuera del control del artista (esa tierra cayendo a la lejos, es en realidad problema de la galería) se venden en millones a coleccionistas snobs únicamente interesados en lo aplaudido y no en su razón de ser.
La obra es entonces una parodia a todo el mundo del arte, al creador, al crítico y al espectador, que aplica no sólo en el universo del arte plástico, pero también para las artes escénicas; es entonces irónico que uno esté haciendo una crítica de una obra que precisamente hace de la crítica un elemento irreverente y risible, pero al final necesario. Y en este momento, yo, crítico, me siento como serpiente mordiéndome la cola. La audiencia, no sale mejor librada.
De manera un tanto esquizofrénica (no por eso menos magnífica) el espacio va pasando de ser auditorio y escenario, a espectáculo inmersivo donde el público mismo somos audiencia y parte de la obra de arte, al autorretrato más absurdo de un artista, a la misma instalación de aplausos de la que Catalino está tan enamorado -para lo cual cada espectador recibe unas manitas matraca, para terminan con un momento Banksy que funciona como la referencia perfecta a lo descabellado. Y es esa cantidad de capas y de detalle lo que hace del guión de Verónica Bujeiro una genialidad, encima de todo, hilarante.
Completando la maravilla de Producto Farmacéutico, su elenco es fundamental dentro de la farsa. Mario Alberto Monroy como Catalino sin duda está haciendo el papel de su vida, cargando sobre sus hombros muchísima ingenuidad y el carisma necesario para pasar de don nadie al gran Risperdel (también ninguneado, pero mínimo con una voz semi escuchada); Alonso Íñiguez es un crítico de arte de carcajada, una especie de Edy Smol paséandose por Zona Maco en su chal Pays, silenciando a Catalino porque «no hay nada peor a que un artista intente explicar su propia obra», en absoluta genialidad, y Romina Coccio, representando al espectador burgués, al comprador que va hablando en varios idiomas, porque el español solito simple y sencillamente no es suficientemente fino es tan identificable que es imposible no pensar en varias personitas que conoces desde el momento en que pone un pie en el escenario.
Angélica Rogel (directora) lo conjuga todo y va transitando de capa en capa, llevando al espectador a un viaje del que uno sale con la identidad descosida, pero habiendo pasado un tiempo tan divertido y con esa sensación de haber visto algo tan único, que no es sino hasta después que te cae el veinte de que la obra te acaba de dar una cachetada con guante blanco de una manera francamente bella.
Un experimento que es obra, y es arte, que es parodia parodiándose a sí misma, y al final un performance digno de enmarcar como autorretrato para que la gente observe detrás de la línea blanca.
Producto Farmacéutico Para Imbéciles se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en El Granero del Centro Cultural del Bosque.