La obra de Strindberg sobre un padre de familia llevado a la locura en un combate de género e ideologías se torna oscuro y solemne en manos de Raúl Quintanilla que prácticamente convierte la tragedia del Capitán Adolfo en una danza.
August Strindberg escribió la obra del Padre en 1887, en una era en la que la mujer no tenía derecho alguno sobre su propia familia, y cuya palabra se veía completamente abrumada frente a la del hombre de la casa. De ahí nace la dramaturgia del Padre, desde un lugar oscuro para las madres, que en el escenario de la Sala Héctor Mendoza se traduce en una caja negra, de música taciturna, tenue iluminación y movimientos pausados que de un momento a otro se convierten en una coreografía estrepitosa.
No por eso el personaje de Laura es menos aberrante. El Capitán (Roberto Soto) y Laura (Ana Ligia García) tienen una hija que está llegando a la edad en la que ha dejado de ser niña y sus padres se ven obligados a elegir un futuro para ella. El Padre, militar, pero ante todo científico («libre pensador», lo insultan sus enemigos) quiere mandarla a la ciudad para que continúe sus estudios de manera académica; mientras que la Madre, hija de una espiritista, espera de ella una profesión más artística, mucho menos leída e intelectual.
Sabiendo que frente a su esposo tiene pocas posibilidades de forzar su opinión, Laura comienza una guerra familiar, haciendo creer a los allegados al Capitán (al sacerdote, el médico familiar y la nana) que el Padre ha perdido la cordura; y a él mismo arrastrándolo a la locura sembrando la semilla de la posibilidad de que Berta, tal vez no sea su hija legítima.
Hay tanto odio, tanto rencor en la interpretación de Ana Ligia García que cada aparición de la Madre en escena es una cicatriz. La actriz se convierte en una Lady Macbeth que ha volteado toda su maquiavela hacia su propio cómplice de vida, y su trabajo tiene una potencia que no estalla, pero abruma y hace de El Padre un trabajo poderoso.
Por su parte, Roberto Soto, pese a su posición soberbia, detalla a su personaje con rasgos de ternura con los cuales es imposible no empatizar. De modo que en contraparte con el coraje avasallador de Laura, la impotencia del Capitán frente al crimen sin sangre de la Madre, se torna doloroso y triste. Y más que una batalla entre géneros, donde uno tiene que tomar partido con el sexo que le corresponde, la historia del Padre, lejos de 1887 se vuelve una de personajes. Un partida de Jenga entre estrategas donde cada pieza está a punto de tirar la torre sobre la que se ha fundado una familia entera.
Más allá de la batalla, la respuesta visual de Quintanilla es una de mucha poesía; melancólica en su base, pero de mucha hermosura en su trazo. Un eterno paisaje sobre las montañas que sólo alcanzamos a ver a través de los barrotes de una ventana, como si se mantuviera lejos de nuestro alcance, mientras permanecemos encerrados en una boca negra donde no parece brillar halo alguno, que permite entender por qué es el que el Capitán quiere a su hija lejos de la oscuridad.
No hay eslabón débil en el montaje de Quintanilla. El Padre en el Héctor Mendoza es amarga y frustrante, tanto como la voz acallada para las mujeres por siglos, pero encendida como la flama de un quinqué que pega contra el piso y estalla.
El Padre se presenta de jueves a domingo en la Sala Héctor Mendoza.