Nuestro Director Editorial se pone de abogado del diablo para defender las obras interactivas que piden la participación del público.
Todo mundo hemos estado ahí, te recomiendan una obra de teatro y lo primero que haces es preguntar, ¿pero el público participa? O entras a un teatro y lo ves muy chico, y cuando pasa al actor comienza a ver a la gente directo a los ojos, rompiendo la cuarta pared, y de inmediato comienzas a sudar frío: «si me pregunta algo, voy a pretender un ataque epiléptico».
Es normal, a todo mundo le pasa. Al final resulta de lo más imponente que la atención de una entera audiencia gire hacia ti, aunque sea sólo por un momento. Y uno no es actor, no sabe cómo manejar el foco como lo hacen los profesionales.
Peeero, es aquí donde me toca hacerle de abogado del diablo, porque tengo que decir que varias de las obras que más he disfrutado en mi vida, son precisamente las interactivas que me ofrecen una experiencia distinta a la del mero espectador de butaca. Y no fue sino hasta que me deshice de mi pánico escénico que me dejé llevar por las manos de los actores, que al final saben lo que hacen y no están ahí para humillarte… -bueno, a menos que te haya tocado pasar al frente en La Obra Que Sale Mal- y me permití pasar el mejor de los ratos.
En montajes como Puras Cosas Maravillosas, Pablo Perroni utiliza a varias personas del público a las que les pide interpretar a los distintos personajes en la vida de su protagonista. Sí, incluso los hace recrear ciertos diálogos (no muy complicados) cosa que se presta a la comedia, pero también a mantener una función fresca y distinta cada vez que uno asiste a verla. Y al final lo que prevalece en la obra es la emotividad.
Miseria Esmeralda se presentó hace algunos años en CDMX en el Salón Americana (que en paz descanse) y la experiencia que ofrecía era completamente distinta a cualquier obra que se hubiera presentado en México. El público recorría las instalaciones del lugar cuarto por cuarto para ir hilando la historia, una en la que los protagonistas se acercaban directamente a ti para contarte su anécdota de la manera más personal posible. Ana Brenda, incluso, elegía a una persona del público para tomarla de la mano y sentarla en el sillón de su boudoir junto a ella. Es probablemente de los proyectos teatrales más memorables a los que me ha tocado asistir.
Junto con Play, un concepto que se presentaba en Sala Novo donde 10 espectadores durante una hora recibían un entrenamiento actoral por parte de distintos objetos y grabaciones en el cuarto. No había actores, no había público, la audiencia se convertía en los intérpretes y vivían una experiencia única que al final terminaba con una copita de vino (que todo mundo agradece), y como todos estaban en las mismas, las inhibiciones se perdían por completo.
También en Sala Novo, Edificio San Miguel le permitía a los espectadores elegir entre ser parte de la «junta vecinal» o meramente público de butaca. Los que preferían la experiencia inmersiva, se sentaban entre los actores y podían dialogar con ellos y reaccionar a los distintos explosivos momentos entre los vecinos, cosa que le daba mucho color a las interpretaciones y permitía un absoluto vínculo entre el actor, la historia, y el público.
Y hace poco me tocó ser parte de un franco experimento teatral que, aunque limitado, agradecí en su búsqueda por lo novedoso: El Coro, un montaje en Foro La Gruta, donde alrededor de 20 personas de la audiencia son seleccionados para pasar al frente, un escenario circular marcado con lodo, y convertirse en parte de «la tribu» cuya historia se nos relata en el montaje. Los elegidos se mueven, bailan y comen entre los actores obteniendo una experiencia íntima y cercana con la obra, que el espectador que decidió no formar parte percibe desde un lugar muy diferente.
Y ésa es la cosa. Yo aprendí que levantar la mano cada que en la obra piden voluntarios para la parte interactiva del montaje es esencial para vivir la experiencia desde una visión completamente distinta. Obras para público de butaca hay muchas, pero pocas son las que te permiten acercarte a la acción y convertirte en espectador activo de algo que, a diferencia de otras muchas, se queda en tu memoria porque se vuelve inolvidable.
¿Qué sería de las metáforas en Conejo Blanco, Conejo Rojo sin sus participantes conejos? ¿Cómo podría la Estética del Crimen encontrar a su culpable sin los valientes entre el público que deciden volverse inquisidores? ¿Cuál sería el punto de Enfidelidad si dos personas cualquiera no se atrevieran a tener una primera cita en vivo para el entretenimiento de una audiencia?
Perdamos miedos, abracemos conceptos. Las obras interactivas vinieron a darle la vuelta al teatro, no para incomodarnos, pero para demostrarnos que hay cientos de formas de ser espectador, y que en un mundo en el que en el cine, las butacas nos escupen en 4D cuando en la pantalla hay agua, los escenarios no tienen por qué quedarse atrás en envolvernos de manera holística con las historias que nos están contando.
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