A Ocho Columnas nos regresa a los 50, a una era donde la ingenuidad se mezclaba con la ambición y la prensa se colocaba como un cuarto poder tan corrompible como cualquier otro en el país.
Lo que es increíblemente bello de A Ocho Columnas es esa capacidad cinematográfica que te hace sentir en medio de una película del Cine de Oro con las actuaciones de sus protagonistas clavadas en Los Tres Huastecos, mientras el ambiente, el vestuario y el mood nos llevan directo al Hitckcock de Dial M For Murder.
Y es precisamente ese viaje a otra década y el disfrute de actuaciones tan rebuscadas como atinadas los que convierten a A Ocho Columnas en una obra que vale mucho la pena ver. El texto, del mismísimo Salvador Novo, sin embargo, aunque actual (tristemente porque el mundo no cambia nada desde 1956 que primero se presentó este montaje) se llega a sentir largo y denso donde, a estas alturas, ya podría ser recortable.
En el periódico El Mundo, el mejor y más influyente diario de México hay un periodista buscando publicar su primera columna firmada. Una entrevista a un ex maestro suyo de la facultad que busca un puesto político en el gobierno, un hombre al que él admira y del que ha recibido mucho; sin embargo, sus jefes en el periódico con alianzas en el gobierno y en específico un diputado al que no le conviene que dicho maestro ascienda al poder tienen otros planes para la entrevista y pretenden usar a su pobre reportero de peón.
La historia se complementa con una historia de amor, de ésas antigüitas de cortejo, que pasan por ingenuas, pero están llenas de un coqueteo especial, donde el hombre se quitaba el sombrero para saludar a su mujer y ella se ponía rejega hasta para ir al cine. Y aunque una absoluta tangente al conflicto principal, esta subtrama acaba dando el punzón final a un relato que de por sí te hace sentir chiquito y deprovisto de poder enfrente de la gente que maneja la información.
Como el triángulo amoroso perfecto a la Mad Men, Alondra Hidalgo se roba las escenas en su acento a la María Eugenia Llamas y su actitud «aquí no hay mujeres dejadas», mientras José Carriedo se vuelve el corazón de la puesta como el aparentemente pisoteable reportero iluso, pero con más integridad que cualquiera, y Pedro de Tavira se divierte y desenvuelve como lobo en piel de oveja, en un papel que pudiera haber sido para el pachuco Tin Tan.
Sin embargo es Sophie Alexander, en un tono fársico de socialité, como la editora del complemento de sociales, una mujer que en la actualidad podría estar dirigiendo la revista Hola! y pavonéandose en las fiestas de los Chedraui, la que ilumina cada escena en la que aparece y le otorga vida a sus diálogos con absoluta simpatía, ganándose al público desde el momento de su entrada, y llevándoselos en la bolsa Dior para cuando termina el segundo acto.
Aunque inundada de diálogos, personajes e información en su primer acto, uno que pudiera haber pasado por un sencillo proceso de tijereteo para darle más dinamismo a una puesta que se escribió hace más de medio siglo, el segundo acto de A Ocho Columnas se pasa como un tobogán, rápido y vertiginoso y con un salpicar final que te deja tallándote los ojos.
Hay que ir a hacer ese viaje en el tiempo para recordar que no todo lo que leemos (o vemos) está libre de intenciones y que detrás de todo poder, sea el primero, el tercero o el cuarto hay una ambición que succiona las buenas intenciones y se convierte en negocio, porque el instinto humano no es la bondad, sino la supervivencia.
A Ocho Columnas se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en el Teatro Orientación hasta el 23 de septiembre.