Hablar del musical de Aladdin es forzosamente entrar en controversia. Desde que estrenó en 2014 en el New Amsterdam Theatre en Broadway ha divido la opinión del público y la crítica. Respetada prensa como el New York Times y el Wall Street Journal aplaudieron la adaptación de la película animada de 1992, mientras otros medios simplemente se enfocaron en la energía de James Monroe Iglehart como el Genio, y otros tantos como Entertainment Weekly, Time Out y Variety francamente la hicieron pedazos, incluso llamándola «irrespetuosa» a la sensibilidad artística de Howard Ashman, cuya idea original dio nacimiento a la Aladdin de Disney que conocemos.
A nosotros nos toca hablar como El Aquelarre, y tristemente congeniamos con la idea de que la producción teatral simplemente no es lo suficientemente mágica ni tiene el corazón, no sólo de la película animada que todos conocemos y amamos, pero también de otras producciones de Disney Theatricals como Lion King, Mary Poppins o Beauty and the Beast.
Casey Nicholaw (director) pierde el humor que lo caracterizó en musicales como The Book of Mormon o Something Rotten! y con Aladdin se enfoca en una comedia slapstick anticuada que rara vez logra darle un golpe bien asestado al chiste, y simplifica los momentos mágicos de la película, que se prestarían a la creatividad y el uso de elementos teatrales inesperados, para solucionar de una manera que, honestamente, se siente perezosa.
Sus coreografías, especialmente en comparación de otros musicales de gran formato con 30 bailarines en escena, se sienten mínimas y poco sorprendentes (a excepción de un par de números), e incluso el trabajo del gran Alan Menken para las nuevas canciones cae en lo poco memorable, junto con el libreto de Chad Beguelin que se siente estirado, apresurado y necesitado de rellenar espacios que en la caricatura eran provistos por personajes antropomórficos, que para el musical decidieron quitar.
Así nacen, por ejemplo, Omar, Kassim y Babkak, que llegan a reemplazar al ingenioso Abú, pero que ni entre los tres logran conjugar el carisma necesario que un sidekick requiere para balancear el heroísmo del protagonista con necesitada comedia. Los tres son personajes poco interesantes e innecesarios y Beguelin nunca logra hacerlos jugar un papel primordial y relevante para la trama, tanto así que si los quitaran por completo de la obra no habría cambio alguno en la historia.
Proud of your Boy, una de las nuevas canciones, se convierte en el himno de la puesta con varios reprises y motives, y definitivamente es un home run para el musical, pero tristemente números como These Palace Walls, A Million Miles Away o Somebody’s Got Your Back se sienten francamente de relleno, como si hubiera una necesidad frenética por hacer a todos los personajes cantar, y Menken jamás logra recrear lo especial del soundtrack original de Aladdin.
Más frustrante aún resulta que los momentos más mágicos de la caricatura, como la entrada y posterior intento de escape de la Cueva de las Maravillas, o la gran pelea con Jafar para el final de la historia cuando se convierte de hechicero, en serpiente, en poderosísimo genio, resultan súper anticlimáticas y poca ingeniosas al momento de ser adaptadas a teatro. Cosa que, honestamente, con un poco más de creatividad se pudieron haber resuelto de maneras muy mágicas, como se ha demostrado en los parques de Disney donde, de hecho, estas escenas sí cobran vida, de una manera mucho más teatral y cien por ciento más impactante.
La escenografía por Anna Louizos entorpece el movimiento de los actores, y hace que tracks como el de One Jump Ahead se sientan paródicos, torpes y forzados, teniendo a los actores corriendo en círculos sin poder hacer nada más que verse como niños jugando a «las traes», y únicamente logra brillar y ser absolutamente espectacular en el número de A Whole New World en el que vemos a la alfombra volar en un cielo estrellado con una luna llena gigante de fondo. Un escaparate francamente hermoso, que tristemente no se repite mucho durante la puesta. Ah, y que se convierte en el único momento en el que la alfombra juega un rol dentro de la historia.
Habiendo dicho eso, toda esa problemática, Aladdin el musical la carga desde su génesis en Nueva York (Seattle si nos ponemos técnicos), y se la ha ido llevadando a lugares como el West End, Australia, Japón, Alemania y ahora México. Y dado que es una franquicia, los problemas de libreto, coreografía, música y escenografía son imposibles de resolver por el equipo mexicano a quienes les toca reproducir la obra tal cual fue montada por Disney Theatrical Productions.
Entonces, ¿qué pasa con Aladdin México?
Tiene el talento para sostener sobre los hombros un musical que continuamente amenaza con caerse al suelo.
Salvador Petrola como Jafar y Juan Pablo Escutia como Iago son definitivamente el broche de oro de la obra. Ahí donde Salvador y su voz de barítono hacen de Jafar un villano verdaderamente temible, Escutia aprovecha la solemnidad de su gran visir para sacar los mejores trucos de comedia posibles. Y aunque en esta versión, Iago no es un ave, pero un ser humano, sigue siendo infinitamente gracioso, y no puedes esperar por ver su siguiente escena para oírlo volver a hablar y reír a carcajadas con lo que sea que se vaya a sacar de la manga.
Juampi como el Genio toma lo mejor de los dos mundos, replica el tono queer que Iglehart le dio al personaje desde un inicio, pero lo complementa con cierto humor que se siente como aprobado por el mismísimo Robin Williams, que dio voz y personalidad al Genio en la cinta animada. Y la mezcla es maravillosa, ayudada, además por la adaptación del texto de Joserra Zúñiga que le permite hacer chistes pensados para el público mexicano e incluso ponerse a imitar a Chabelo de manera hilarante.
¿Quién es Rodney Ingram, el Aladdin de México?
El Genio, aunque usted no lo crea, carga además con el número mejor montado y más impresionante del musical, que es el de Friend Like Me, en el que Juampi se ve obligado a cantar y bailar, de pronto de manera muy veloz para poder hacer un mashup de varias canciones Disney a las cuales está parodiando, al tiempo que dialoga y hace trucos de magia, que visiblemente lo dejan agotado. Y la cosa es que se le nota. Como actor es grande y definitivamente a partir de Aladdin lo veremos convertirse en una estrella, pero la condición física para poder mantener el ritmo al que habla y canta el Genio es algo que aún tiene que trabajar.
Rodney Ingram, nuestro Aladdin importado de Broadway, tiene todo el colmillo y es en definitiva un Príncipe Disney: guapo, belteador, sonriente y optimista al punto de lo incrédulo, y una buena revelación si no fuera porque no ha logrado neutralizar su acento americano del todo, cosa que siempre nos sacará un poco de la fantasía. Mismo caso con Rodrigo Negrini interpretando el papel de Kassim.
Pero tenemos que hablar de Irma Flores. Elegida como Jasmín, Irma se hace chiquita en el escenario. Pareciera apresurada y presionada por representar todo lo que es una Princesa Disney, y en ese intento, su trabajo vocal al dialogar se siente plástico y poco orgánico, y aunque su voz es ligera y dulce, y se acopla de maravilla con la de Rodney en sus baladas, no deja de sentirse incómoda en la piel de Jasmín, cuyo coraje y arrebato la hacen una de las princesas más rebeldes y valientes del mundo Disney. Para su mala suerte, se ve continuamente empatada con actrices como Gloria Toba o Gaby Albo que le roban foco con muy poco y que demuestran mayor pericia en escena que ella, evidenciando de manera muy puntual que Irma aún tiene un largo camino que recorrer para concebir a una Jasmín que nos lleve verdaderamente a un mundo ideal.
Sin duda el trabajo del ensamble es ejemplar, que además ayudados por un vestuario ultra colorido lucen como tapices árabes cada vez que dan saltos y vueltas en el aire, y se les nota la emoción y gusto con el que están realizando al pueblo de Agrabah; e incluso me atravería a decir que Gustavo Robles como Omar y Manuel Corta como Babkak consiguen ser entrañables pese a estar trabajando con personajes de una sola nota que los tienen eternamente atrapados en el «tengo miedo» o «tengo hambre», respectivamente.
Ahora, hay algo que es muy cierto y que es importante mencionar. Aladdin puede resultar una obra decepcionante para el público teatrero de hueso colorado, el público que ha visto la cara de Mufasa materializarse con efectos de utilería en el Rey León o a Bert realizar una coreografía de tap completamente de cabeza en Mary Poppins; ni qué decir de los que han presenciado a Lydia volar sin cables en Beetlejuice o a la Maestra Tronchatoro lanzar de las trenzas a una niña por el teatro en Matilda. El público que no se impresiona fácil, y que sí se va a frustrar cuando vea a Aladdin entrar a la Cueva de las Maravillas levantando un telón con sus manos; pero el Teatro Telcel va dirigido a todo tipo de espectadores, muchos de ellos niños, que sin duda van a encontrar magia en los efectos y la materialización de sus personajes favoritos de caricatura en personas de carne y hueso. Y ese público no se va a estar fijando minuciosamente en las coreografías o la escenografía, y bajo esos términos, claro que Aladdin funciona como una obra familiar, que seguramente será un éxito taquillero para OCESA, que le regalará una larga temporada a la compañía llena de momentos memorables y gente tocada por la adaptación.
De modo que de ninguna manera estamos diciendo que Aladdin es un tache. No. Sólo no es del tamaño e ilusión de otros tantos de sus contemporáneos, especialmente en Nueva York. Pero el elenco mexicano es sin duda extremadamente talentoso, y aunque la historia no es una copia a calca del clásico del 92, no deja de ser un tierno relato sobre el amor derrotando todo tipo de obstáculos, y más importante aún, sobre la mujer consiguiendo una voz y respeto en un mundo de hombres que insisten en subestimarla y tomar decisiones por ella. Y todo eso sigue siendo tan valioso como en los noventa, vigente y oportuno.
Aladdin se presenta de miércoles a domingo en el Teatro Telcel. Pueden comprar sus accesos aquí.