El revival de Amor Sin Barreras a manos de Gerardo Quiroz tiene esa energía maniaca del baile y la coreografía lucidora tan necesaria para West Side Story, en un montaje que apuesta por lo visualmente expositorio, con un elenco que se divide entre los que están ahí para dejarlo todo en escena, y los que apenas meten un piecito en el agua para descubrir que el teatro musical no es cosa sencilla.
Empecemos por algo que podría ser obvio y universal para toda obra de teatro, pero que en el caso de Amor Sin Barreras es un básico irremplazable: la elección del elenco preciso. En West Side Story eso significa actores y bailarines con entrenamiento en jazz, ballet, acrobacia, y voces ligadas a lo lírico que asuman el reto en la partitura de Bernstein, que a nadie se la puso fácil, pero en especial se ensañó con María y Tony.
Lo que significa que tal vez no es el musical correcto para debutar sobre los escenarios. Amor Sin Barreras pide todo de sus intérpretes y deja visiblemente vulnerables a los que no están preparados para ello. Es inclemente. En el caso de la West Side Story en el Centenario Coyoacán hay más de una persona en el elenco que ve a lo lejos despegar el cohete y por más que salta no logra nunca subirse a él.
En un enrejado con andamios, muy a la Rent de los 90, donde el protagonista es el duro y frío metal de una Nueva York oscura y amenazante para los que pudieran ser vistos como invasores, los Jets y los Sharks nos reciben con una pelea coreográfica entre pandillas. Un número que provoca extrañar esos chasquidos que conocemos bien y que llegaron a inspirar hasta a Michael Jackson, pero que a su manera mantiene vivo el espíritu de rabia dancística de West Side Story. De expresar con el cuerpo y las precusiones lo que no se puede decir en palabras.
Al fondo, una pantalla demasiado ilustrativa estorba a la imaginación y a la sensación de peligro en los rincones oscuros de las calles de Manhattan, que la escenografía de Salvador Núñez, de tubos y escaleras ya daba por sí sola. En el opening ya hay dos actores probando por primera vez las mieles del teatro musical, aventados al ruedo desde el segundo uno a sudar: Marco León como Riff y El Potro como Bernardo. Ambos no bailarines que a falta de técnica compensan con absoluto enfoque y actitud. Si bien aún necesitan aprender a manejar su aire para no vaciarse cuando les toca cantar luego de haberse movido.
La historia de Amor Sin Barreras permanece idéntica y menos mal, porque su relato sobre las consecuencias del odio y el rechazo al externo, al distinto, sigue hablando con creces hoy en día. Un retelling de Romeo y Julieta de Shakespeare, West Side Story enfrenta a gringos contra puertorriqueños en una batalla por territorio y un lugar al cual pertenecer. Los Montesco y los Capuleto que ven su rivalidad sesgada cuando María, del lado puertorriqueño, y Tony, del niuyorkino se enamoran en secreto y en contra de todo prejuicio y misión de sus familias y amigos.
Y aquí comienza el subibaja. Para el baile en el gimnasio, donde María y Tony se conocen, Jonatan Kent y Juan Pablo Escutia se lucen con una coreografía, muy inspirada en la original de Jerome Robbins, hecha para hacer brillar a Biby Gaytán, nuestra Anita para la puesta, que si bien es notorio el miscast en edad, en el instante uno en que levanta una pierna para bailar uno no puede tener suficiente de ella. Es un torbellino en una falda que aletea con ella, sonrisas y miradas desafiantes y sexys que vuelven a Anita cautivante cuando la música empieza a sonar.
Biby Gaytán se ve bella y radiante, y en ella se usa un vestuario liso que se acomoda a su cuerpo y a lo carnavalesco del personaje para levantarla; cosa que no sucede con el resto de las mujeres Sharks que, en comparación con María y Anita, visten como quinceañeras, muy lejos del estilo latino, funcional y rumbero, pero hacia lo corriente y poco halagador.
Al lado de Biby, su Bernardo, se nota entablado, más preocupado por el paso que sigue que por realmente hacer pareja con ella y colocarse a su nivel. Bernardo pierde potencia para convertirse en el prop de Anita; mientras del lado enemigo, Riff y Graciela embonan mucho más congeniados. Carolina Rojas, desde un lugar muy distinto al de Biby, que es más arrebatada, entrega una coreografía limpia y cuidada, y de las Jets se vuelve el otro foco cautivante de la escena. Pero mucho de lo que hace el momento funcionar es el numeroso ensamble. Sharks y Jets que entran a batallar como espartanos, si los espartanos usaran high kicks como espadas.
El número es adrenalinoso y sin embargo cuando Tony y María entran a escena, que el universo se tendría que detener para dar cabida al amor a primera vista, no se silencia lo suficiente. El romance de miradas, acercamientos y cargadas que tendría que sentirse único de ellos mientras sus alrededores se disipan se ve invadido por bailarines en segundo plano que en vez de levantar, empañan. Y Tony permanece desde ese momento y hasta que comienza el número de «María» extrañamente disociado, no reflejando el golpe mareador del enamoramiento, pero ausente… perdido.
Tony también es novato para la escena. Axel Múñiz que tiene una voz preciosa jugando a su favor, pero no ha conseguido la suficiente garra para abordar a Tony, no como el cachorrito tierno que parece ser, pero el feroz lobo que alguna vez fue y enjauló para darse permiso de crecer. Cuando Axel canta resonando en pecho y vibrando es ese tenor que hace sonar melodías como «María», «Tonight» y «One hand, one heart» francamente bellas; pero a media voz y cantando abierto se olvida del género del musical, y se va mucho más a un pop, bachata, incluso que rompe mucho con la fantasía de época en canciones como «Something’s Coming».
Hay algo en Axel que funciona bien para Tony. Se nota noble y eso lo úbica desde el primer instante como el héroe enamorado que queremos ver, pero al lado de sus compañeros, especialmente en compañía de Jets y Sharks, jamás se presenta como un lider, mucho menos una figura de autoridad e imponencia. Se ve chiquito y frágil. No un Tony que ha dejado atrás su lado pandillero, pero uno que nunca ha tenido las cicatrices de haber pertenecido a una pandilla. Y eso le quita mucha potencia cuando María no lo acompaña. Lo desdibuja incluso cuando le toca volverse un asesino imprudente.
María, por el otro lado, también recibe a una debutante, Ana Paula Capetillo, que pareciera estar en absoluto contrapunto con Axel Múñiz. Su María es emocionante, más allá de linda y adorable que a estas alturas serían características olvidables para una heroína. Es divertida y mucho más armada que la clásica ingenue, pero no está lista para tomar el rol protagónico, no cuando la partitura de Amor Sin Barreras se le escapa tan irresponsablemente de las manos.
Ahí donde el papel requiere de una soprano lírica, Ana Paula Capetillo se escucha tremendamente nasal, mal colocada y pierde fácilmente el manejo de su vibrato, y por tanto de su afinación. Continuamente batalla con llegar a las notas altas que intenta pegar de cabeza para acabar falseteando cansada y tropezada. Rebasada a veces por la emoción, desgastada por la complejidad del score, sufre el primer acto desde «Tonight» y hasta el «Cuarteto», pero para el segundo acto, es David vs Goliath cuando le toca cantar «A boy like that» y el final de «I feel pretty» y en esta ocasión David sale perdiendo. Muy a pesar de que pueda reflejar María en muchísimos sentidos y de que la química con su mamá sea indudable, que no consiga cantar al personaje, y además quede tan desprotegida por una partitura que enmarca sus errores en altavoz, la vuelve un personaje difícil de acompañar, y una actriz que aún tiene que aprender desde abajo para poder llegar a interpretar los roles más complejos del teatro.
Los Jets tienen en su cancha a lo mejor del elenco. Desde Axel Gollaz como Baby John, que sangra por su papel y lo entrega intensamente; hasta Ricardo Bonilla como Diesel, al que para esta versión le toca interpretar «Cool» en lugar de a Riff, y lo suelta a puños con coraje liberador. Ana Pamela como Anybody es tierna y juguetona, un personaje que uno quiere ver triunfar, y en la pista de baile un pequeño tomboy saltarín que no para de sorprender y de jugar con las características infantiles y masculinas de su papel. Es curioso que el enfoque de West Side Story siempre sea hacia la discriminación por raza y color, pero en realidad Anybody está ahí para recordarnos que hacia las identidades y expresiones trans o no binarias el rechazo es siempre violento.
Los Sharks tienen a un excelente Jorge Mejía como Chino, con el que uno empatiza y odia a la vez, pero es triste que en ese rol sus momentos cantados sean mínimos, especialmente solistas, cuando sabemos que la voz de Jorge es un arma poderosa; y Karen Espriu se apropia de «Somewhere», el himno de Amor Sin Barreras, que en los múltiples montajes de la obra siempre acaba cantando un personaje distinto, y lo hace de manera bella, pero escondida. Nuevamente un número cuyo feel tendría que ser íntimo y secretivo, caotizado por la presencia de un ballet que suma poco a la escena, y dos fantasmas que se sienten sólo como tiempo extra para dos actores que ya se despiden de la escena.
Muchas canciones están movidas de lugar. «Gee, Officer Krupke» cae en manos del áspero Riff, cosa que se siente demasiado bobalicona para él, y mucho más adecuada para Nervios, Puños y Baby John; y el cierre del primer acto sucede antes de la gran pelea -probablemente para ofrecerle un espacio en el acto dos a Bernardo. En general el montaje se percibe amansado, menos rugiente de lo que el tema permite, y no es sino hasta muy al final, cuando Anita entra a la farmacia buscando a Tony y se topa con los desesperados Jets que esta Amor Sin Barreras se suelta a la frialdad y barbarie. La escena es probablemente la mejor de la obra y sólo demuestra la necesidad de mayor crudeza en otros muchos momentos.
Esénicamente se buscaba algo cinematográfico con el uso de pantallas, pero el resultado es rudimentario. Las proyecciones logran su cometido sólo en la escena final, cuando un sol incandecente cubre el escenario, pero para ese punto ya es demasiado tarde, su presencia durante el resto de la obra le da un toque esforzado al montaje; mientras la iluminación, de buenos visuales, continuamente entra a destiempo y los micrófonos permanecen abiertos después de cansados números de baile lo que provoca que todo el tiempo estemos escuchando a gente jadear. Lo disparejo entre el elenco tropieza hacia lo amateur y el foco queda tan puesto en los números musicales que el acting dialogado no recibe atención alguna por parte de dirección, y parece sólo servir para saltar de escena cantada a escena cantada.
Amor Sin Barreras no es sencilla. Es un doctorado para mucha gente que apenas está cursando preparatoria. Tiene momentos de franca emoción, sí los tiene, y en general cada que hay un número coreográfico, el Teatro Centenario Coyoacán se enciende. Pero no es suficiente. Al final del día la tragedia le pertenece a Tony a María, y es su recorrido al que nos tenemos que subir, más que nada de manera emocional, pero no hay suficiente vulnerabilidad en escena, y las canciones, que aquí son los puentes que ambos personajes construyen, carecen de cimientos sólidos. West Side Story exige y corona al que está dispuesto a entregarlo, pero también desnuda al que prefiere huir por la tangente.
Amor Sin Barreras se presenta sábados y domingos en doble horario en el Teatro Centenario Coyoacán.