Inspirada en el trágico incendio de la Fábrica «Triangle» donde fallecieron 129 trabajadoras, cuya conmemoración es una de las causas instigadoras del Día de la Mujer, Arder nos acerca a la historia de cinco mujeres migrantes, pobres y explotadas por la industria textil en Nueva York, que en 1911 buscaron un cambio en su lugar de trabajo pidiendo lo mínimo, condiciones justas laborales, sacrificándolo todo en el proceso.
Desde que Arder comienza con cinco mujeres sentadas al frente de sus máquinas de coser, en modestos vestidos grises, los dedos llenos de curitas y el pelo recogido para no caerles en la cara, es claro que la obra va a terminar por desgarrarnos. Y Jimena Merodio y Giovanna Duffour (dramaturgas) se encargan de que el desgarre sea profundo, enamorándonos de ellas y sus historias, temerosos en todo momento del muy cantado final.
Tamara Vallarta como Rose Perr lleva la batuta de este grupo de mujeres que, más allá de cualquier tema político y francamente esclavista, sus historias individuales se cuentan desde el drama novelizado a la Little Women de Louisa May Alcott, en ese tono donde la amistad, la sororidad y el amor son fuente y motor del relato, y el resto un contexto histórico que empapa y obliga a estas mujeres a salirse de su esquema en busca de un ideal que les permita una vida digna, siempre abordado desde el individuo y la historia particular, haciendo de Arder una obra muy humana.
Rose, movida por el discurso de Clara Lemlich (sólo una voz en off en la obra a cargo de Arcelia Ramírez) de igualdad salarial y alto a la explotación laboral, intenta convencer a sus compañeras y amigas de la fábrica de manifestarse con los dueños de Triangle y empujarlos a darles lo mínimo: jornadas de trabajo más cortas, respiros en el trabajo, ventilación, la posibilidad de tener las puertas abiertas, un poco más de 15 minutos para comer. Lo mínimo.
Pero su lucha no encuentra eco en un grupo de mujeres que están aterradas, no sólo por la posibilidad de perder su trabajo, pero el conocimiento de las desapariciones de mujeres que han levantado la voz y luego no han sido vueltas a ver. Conforme Kate (Renatta Bagó), Esther (Ditmara Náder), Lena (María Kemp) y Annie (Ana Paula Martínez) comienzan a experimentar injusticias personales, se van convenciendo de unirse a la causa y parar las máquinas en la fábrica en nombre de un trabajo digno.
Cuando Esther es amenazada de ser despedida por el mero hecho de estar comprometida a casarse con el amor de su vida, cosa que lleva a los dueños de Triangle a considerarla un riesgo porque el paso lógico para ella sería ser madre y ellos no se pueden permitir tener a mamás poco dedicadas en la fábrica, la gota derrama el vaso y las cinco mujeres (representando la historia de cientas) deciden finalmente hacer algo por ellas mismas y no volverse a quedar calladas: «Por nuestras hermanas, por nuestras madres, por ti, por mí».
El ensamble femenino de la obra es brutal. Las cinco actrices a cargo de los protagónicos encuentran en lo entrañable el valor de lo representable, y en el coraje la inspiración de lo poderoso. Cada una desde la personalidad propia de cada personaje hace muy lo suyo para llevarnos a su cancha, comprometernos, enamorarnos de sus historias, sus batallas, sí, pero también sus alegrías. No hay historia más bella en la obra que la de Lena y Gaspar (Aldo Guerra), ambos obreros en la misma fábrica que transparentemente tiene una conexión, pero no se atreven del todo a confesar lo que sienten. Tiernísimos y adorables sus momentos juntos palpitan sobre el escenario.
Y no es la única historia bella: Kate y Annie como primas mantienen una relación de protección y complicidad que sólo ese tipo de hermanos/hermanas inseparables pueden entender a la perfección; Esther y Samuel (Rodolfo Zarco) están en ese momento de su relación en el que las maripositas en el estómago los llevan a sentirse volando mientras planean el día de su boda; las cinco amigas disfrutan de crear un velo de novia, de comer naranjas, de oír las anécdotas de las otras con una amistad forjada desde el saberse las únicas sosteniéndose entre ellas, y todos esos instantes de humanidad pura son los que permiten que Arder pueda golpearnos para dejarnos sin aire en el clímax.
Juan Pablo Blanco (director) hace otra cosa sensible y nos permite momentos de tranquilidad y silencio sólo para acompañar al grupo que ya sentimos cercano a nosotros. No tiene prisa por transitar de escena a escena o terminar la obra en un oscuro abrupto. Nos deja en instantes musicales, transiciones lentas y reflexivas, escenas de ambiente que demuestran que Blanco no pretende cocer esta historia a fuego alto, y a la audiencia le permiten inhalar el suceso desde la escena casi en pausa, sólo vibrando.
Lo que no significa que el director no se pierda en su propia necesidad de estilismo y espacio, porque ahí donde crea figuras muy bellas, especialmente en la entrada y salida de personajes, también sacrifica isóptica y corta a todo un grupo de personas en la audiencia de alcanzar a ver varias escenas que suceden en mezzanine, y están fuera de visión para una parte del auditorio. Y a los personajes masculinos, especialmente a los de Rodolfo Zarco y Axel Arenas los vuelve caricaturas casi Disney de lo que un obvio villano tiene que ser para precibirse maléfico. Cosa que rompe con el carisma natural de lo que las actrices en la obran logran.
Lo mismo le sucede al texto. Pinta a las mujeres desde la ficcionalización de historias románticas, que tiene mucho de gancho de pronto manipulador, cierto, pero también corazón cautivante; pero a los hombres los desarrolla desde una única dimensión, especialmente a los dueños de Triangle y su oficial, cuyas enteras personalidades son viles y grotescas, como pertenecientes a un cuento para niños donde el villano tiene que ser el malo de malos, sin ningún tipo de matiz.
Al final Arder es ellas. Y no tendría por qué ser de otro modo. Son sus historias las que terminan por atravezarnos, y su valor al momento de decidir vencer el terror a vivir una desgracia porque resulta más punzante, más fuerte, la necesidad de alzar la voz, el que nos inspira y nos recuerda que por todo cambio social que hoy tomamos por garantizado, hubieron mujeres, hombres, queers y razas que dieron sus vidas, sus futuros, su último respiro, su última palabra para conseguir que el día de hoy hasta nos parezca absurdo que en algún tiempo las mujeres no podían votar, o acercarse a cultivos estándo en sus días, a postularse para todo tipo de puestos y profesiones, a usar pantalones.
Los caminos no han terminado de recorrerse y se seguirán caminando, pero hay una realidad inevitable que la obra nos estampa: nada va a cambiar si no lo vemos arder primero.
Arder se presenta los jueves a las 8:30pm en el Círculo Teatral.