Este es el mundo de Irene Azuela y los demás sólo estamos viviendo en él. Willkommen, bienvenue, welcome al Kit Kat Club del Teatro de los Insurgentes que cobra vida de manera envolvente, sexy y decadente con una Cabaret que toma del clown y el circo Chamaleon de Berlín para dar vida a un musical que aunque estrenado en los 60’s se siente nuevo, actual y aún provocativo para el público 2024.
El Teatro de los Insurgentes recibe al público como lo haría un burlesque de los 30. Luces rojas, mesas altas (también hay butacas, por supuesto), actores en liguero ya en la audiencia comenzando a crear un ambiente electrificado con sexo que se puede palpar en el aire. Y queerness, desde el segundo uno la androginia está presente y los géneros se diluyen para hacer de este kit kat club uno donde el deseo prevalece por encima de las normas sociales.
Pero es cuando dan la tercera llamada e Irene Azuela se para como Emcee en medio del tumulto para dar la bienvenida (Willkommen) que la expectativa se convierte en excitación. Irene Azuela, y su director Mauricio García Lozano, tienen muy clara una cosa y se nota: este personaje es juego, es sueño, es luz y sombra, pero más sombra, es real y es un figmento de nuestra imaginación, existe más allá de nosotros y no es meramente travieso, sino juguetonamente demoniaco. Un adulto no binario jugando a ser un niño sin filtros. Irene captura todo y luego simplemente se permite habitarlo, explorarlo.
No ha terminado de cantar su primera estrofa cuando tenemos a su Emcee leído, sabemos quién es y qué busca de nosotros. Su corporalidad es la de un dibujo animado, clown, siniestra de pronto, sucia, cachonda, y para cuando presenta al ensamble del Kit Kat Club, mujeres y hombres que salen a capturar una imaginación que no puede sino ser perversa, ese escenario ya suda con posibilidades que convertirían al más conservador en libertino. Tal como anuncia Emcee durante el opening, «Todes son bellísimos… hasta la orquesta es bellísima». Y sí. De esa hermosura a la Belle De Jour que sabes no puede sino traer problemas.
Desde los 60 que Cabaret lleva siendo un espectáculo que explota el sexo y la polémica para hacer arte con lo polarizante. Y es cierto que con el paso de los años, las producciones se han vuelto más arriesgadas, caminando con los tiempos. Las primeras tenían a un ensamble únicamente femenino que para 1998 ya se había vuelto mixto. El eterno y muy presente ambiente homosexual era sólo un guiño en un comienzo, para después volverse parte de lo esencial del musical, y ahora para 2024 algo mucho más pansexual que arrasa con la idea de la atracción como algo normativo. Las frases de Emcee que en algún momento fueron pícaras, para el revival en Broadway con Allan Cumming eran divertidamente vulgares, y lo desolador de la Berlín en vísperas de un Holocausto, cuando Sam Mendes tomó las riendas del montaje originalmente para West End, ya no era solamente contexto, pero devastador memorial.
Mauricio García Lozano se inspira en todas las anteriores. Lo envolvente de su Cabaret con una orquesta que aparece y desaparece iluminada al fondo hace reverencia precisamente a Sam Mendes, lo inmersivo y el desparpajo más literalmente clown en números como el de Don’t Tell Mama o el vestuario sui generis de pronto de carnaval sutilmente guiña a la visión de Rebecca Frecknall que recientemente reavivió Cabaret en Londres (próximamente en Nueva York), incluso hay algo de la manera gesticular y tétrica que usó Fosse en la película del 72, y al mismo tiempo está lo artesanal que a Mauricio le conocemos de un estilo propio, los visuales dramáticos y la simplicidad con la que convierte un espacio en una recámara usando solamente un telar manchado de humedad.
Lo que definitivamente no toma es lo coreográfico del mismo Bob Fosse o del revival de Bill Kenwright para West End en los 2000, un Cabaret lleno de danza, flexibilidad y acrobacia. García Lozano alude al baile y toma elementos de la sensualidad del jazz en su creación de figuras, y se concentra mucho más en dar vida, utilizando todo el espacio que puede sobre y abajo del escenario, al Kit Kat no sólo como un escenario donde hay show, pero como un club nocturno concebido para perderte en una relidad alterna.
Y como en todo Cabaret, hace de su Emcee y ensamble un abstracto omnipresente que se filtra en lo que tendría que ser el mundo de allá afuera para darnos a entender que en realidad todo es parte de la misma fantasía que Calderón de la Barca hubiera llamado «la vida es sueño».
En esta Berlín que pareciera un escape para los más atrevidos, los protagonistas son Sally Bowles (Ilse Salas) y Cliff (Nacho Tahaan, alternando con Gustavo Egelhaaf). Ella, la estrella más brillante y problemática del Kit Kat Club que al quedarse sin casa y sin trabajo decide invadir el cuarto de hostal de un hombre que acaba de conocer, y él, un escritor frustrado en busca de inspiración que encuentra en Sally la musa y compañía que estaba esperando, dicho además en algunas versiones de la historia, la única mujer capaz de enamorarlo (el resto son hombres). Ambos intentan atravesar juntos por una crisis financiera y un embarazo no planeado en medio del comienzo de la toma de poder del partido Nazi en Alemania.
Rodeados además de un grupo de personajes igualmente patéticos, entre los que se encuentran, Fräulein Schneider (Anahí Allué), la intendente del hostal, renegada ante lo que sea que le haya tocado vivir que tal vez nunca mejore, Kost (Majo Pérez), la vecina prostituta que disfraza a sus clientes marineros de primos lejanos para poder conseguir un par de marcos que le permitan vivir, Herr Schultz (Alberto Lomnitz), un viejo y viudo frutero esperanzado por encontrar el amor en Fräulein Schneider, demasiado ingenuo para entender lo que se viene en su país, y Ernst Ludwig (Julián Segura), un contrabandista del partido Nazi que ya se siente con el derecho de auto-proclamar quién sí es alemán y quién no, basado sólo en sus orígenes.
Al final, la historia de Cabaret es oscura, aún con un trato tonal más cómico. Y tal vez es justo ahí donde Mauricio García Lozano permanece en una oscuridad cómoda, donde los visuales pueden jugar con símbolos y volverse llamativos, pero no enteramente crudos y poderosos. En ningún lugar es más notorio que con su construcción de Sally Bowles. Ilse Salas toma el papel con ansiedad veloz y la vuelve frenética e intensa, pero no forzosamente decadente. Demasiado señorita para una mujer que usa el sexo como su primera arma. Acaba dibujándola neutral. No es la Sally que sabe jugar demasiado bien sus cartas como para presentarse de carne y hueso, sino una sobreviviente quizá más carismática que astuta.
Y aún cuando en sus momentos dialogados logra crear a un personaje que entendemos, más allá de matices, en sus momentos cantados se nota tímida y restringida, aún no lo suficientemente cómoda en su propia voz como para explorar la falta de seriedad de Sally, o llevar intención y drama a las notas desde el poder de la canción. Su voz es linda y en técnica perfectamente funcional, cosa que no deja de ser una sorpesa para una actriz que no conocíamos en teatro musical, pero aún requiere madurar para poder entregar interpretación por encima de melodía. Como actriz es brutal, como Sally Bowles aún necesita bañarse más en el lodo del personaje.
La posada, sin embargo, está repleta de elementos que hacen brillar los números más minimalistas. Anahí Allué entrega un «What Would You Do» contenido que llena de frustración y rabia, y sus momentos al lado de Alberto Lomnitz son enormemente entrañables y divertidos. La química de Majo Pérez con todos los que interactúa está cargada de un cinismo tan burdo que uno no puede sino respetar a su Fräulein Kost como una mujer que no tiene nada que perder y lo entiende como su arma, y muy similar a Irene Azuela su entero lenguaje corporal nace de la obscenidad y se construye de una forma tridimensional.
Mauricio se recarga en su equipo creativo para un diseño de producción que es, quizá, uno de los elementos más vívidos y disfrutables del montaje. Adrián Martínez Frausto (Escenografía) tiene pensado cada detalle, cada foco, cada barra en 360, usando el Insurgentes, no el escenario, el lugar entero como su Kit Kat Club, pero es quizá su pared de espejos que se transparenta para revelar a la orquesta la que consigue momentos de aplauso. Y verlo jugar con una bola disco en forma de piña es irreverente de la mejor manera posible. Pero es Regina Morales en la Iluminación la que consigue erizarnos la piel. Un cenital con el que baña a Emcee para la sacra interpretación de «Tomorrow Belongs To Me» provoca que uno se quede sin aliento, y para el final encuentra en halos de luz la manera de dar cierre a las historias individuales con el drama que ese último auf wiedersehen, que quién sabe, pudiera en verdad ser el último para muchos, necesita.
Es hasta cierto punto preocupante lo actual que Cabaret puede sentirse hoy en día. Lo relevante. Al final del día es la historia de un grupo de personajes apáticos que frente a la posibilidad de matanza y guerra deciden hacer la vista hacia otro lado. Personajes adoloridos que necesitan verse primero a ellos mismos y por tanto no pretenden mover un dedo por los demás, aún sabiendo que es inminente que frente a ellos el horror se vaya a desatar. De ésos hoy nos sobran muchos. Muchas Fräulein Schneider, muchas Sally Bowles, muchas Kost y demasiados Ludwigs. Y los Cliffs, los únicos que pudieran adelantarse a entender que la historia está por ser manchada de manera ineludible con sangre inocente, a veces prefieren huir. A veces lo intimidante los derrota. Cabaret es una historia para hoy porque nos sacude hoy. Y la compañía en el Insurgentes si algo consigue es clavarse en las venas correctas.