Un musical original mexicano caótico, desprolijo y sucio. Crónicas de Sálora intenta envolvernos en un universo de su propia creación, pero se llena de tantísimos elementos que resulta apabullante y atascado de la peor manera posible.
Un musical original mexicano siempre será razón de aplauso. Que creadores se atrevan a lanzarse a un abismo complicado para contar una historia nunca antes contada con canciones nunca antes escuchadas no es poca cosa; pero salir victorioso del salto tampoco es cosa fácil, y la cuestión con Crónicas de Sálora es que no termina por aprovechar todo lo que tiene a su favor, y requiere de una muy necesaria pasada de tijera para empezar a funcionar.
En un mundo post revolucionario, sumido en el crimen y la violencia, un idealista de nombre Vladimir crea un plan para salir de la miseria y el anarquismo, pero su ascenso al poder termina por consumirlo y corromperlo cuando se da cuenta que rescatar a un pueblo de ellos mismos requiere sacrificios en sangre que él no sabía que estaba dispuesto a hacer.
La premisa distópica/utópica no es el error de Sálora, pero sí su desarrollo. Todo el primer acto parece estar desperdiciado en la presentación de demasiados personajes, pocos de los cuales son realmente relevantes, en vez de entrar de lleno al conflicto, y verdadera tesis del relato. Para cuando Vladimir comienza a vivir una batalla contra sus propios principios, la obra ya lleva más de una hora avanzada, y es demasiado tarde para el espectador aburrido en su butaca.
Pudiendo tener en sus manos un valioso desarrollo de personaje, y hacer girar la narrativa alrededor de ese único protagonista, Sálora prefiere salirse por la tangente con romancillos innecesarios y personajes que poco contribuyen a avanzar la trama, haciendo a un lado a los tres nuevos gobernantes, en cuyos hombros recae el futuro de la fábula, y regresándoles el foco sólo en contadas ocasiones que no permiten realmente conocerlos.
En lugar de eso, Germán de la Peña (escritor) hace de unas hermanas -más de batalla que de sangre-, Tania y Jan, parte del grupo protagónico, sin notar que tienen muy poco que aportar al conflicto central, que no pertenece a ellas, sino a Vladimir. Y peor tantito, rodea a Tania y a Jan con personajes perfectamente editables, como Paris, el enamorado de una de ellas, un intento de comic relief cuyos chistes no caen por ningún lado, o Xavi y Bagee, primos enfrentados por la nueva revolución, a los que conocemos de manera tan minúscula que nunca realmente logran más que ocupar espacio que podría haberse aprovechado en los demás.
Por otro lado, personajes que debieran ser herramientas narrativas importantes, están en absoluto desperdicio. Empezando por Emilio, hermano de Vladimir, y -técnicamente- su única conexión de amor y sangre con la gente de abajo cuando él empieza a perder el piso, que permanece alejado de Vladimir prácticamente toda la obra para tener un recuento mínimo al final de la historia; y Alex, el clásico mentor del formato «viaje del héroe», desaprovechado en Tania y Jan que no son las que recorren el viaje del héroe, y por tanto sólo usan al personaje de figura paterna que pudiera o no estar para que la historia fuera contada del exacto mismo modo.
Las armas fuertes de Crónicas de Sálora son Robert y Pier, los doctores acompañantes de Vladimir en su búsqueda por mejorar la sociedad, cuyo desviado compás moral nunca es explorado del todo, ni su relación tormentosa de la cual sólo vemos un pestañeo. Son los dos personajes más coloridos del montaje, el Aaron Burr para el Alexander Hamilton de Vladimir, y sin embargo se tratan como secundarios a la acción.
El texto tiene muchos problemas de enfoque, pero el desastre principal sucede en el escenario con la dirección de Grisel Margarita, quien trata de abarcar demasiado y termina por ahogarse entre todas las ideas que intenta sumar al montaje.
Crónicas de Salora nunca logra decidir del todo qué quiere ser. Se vende como un musical steampunk, pero en realidad del steampunk retoma muy poco. El género, que recientemente fue explorado con mucho mejor éxito en la serie de Netflix, Arcane, se maneja en el retrofuturismo y una estética que regresa al siglo XIX para mezclar lo victoriano con lo sci-fi. Herramientas de vapor, revolución industrial, un regreso a las armas y tecnología HGWelliana, que nunca vemos en la obra de teatro.
Hay ciertos detalles estéticos de steampunk, especialmente en Robert y Pier, pero otros muchos de pronto se confunden con el punk inglés, otros con la fantasía post-apocalíptica de un Mad Max, y hasta un par de visuales medievales en los Cuervos, grupo brutal policiaco a cargo de Vladimir. El personaje de Paris pertenece a un aparador de Forever 21, y Jan al aesthetic samurai. Caótico por doquier y sin una línea precisa con la cual Lucía Cortés (diseñadora de vestuario) pueda realmente comprometerse.
Grisel se deja atropellar por la enorme cantidad de gente en el ensamble con la cual no sabe qué hacer. Las coreografías tienen muy poco de espectacular, y tomando en cuenta que se pueden usar a casi 40 personas para armar todo tipo de figuras sobre el escenario, el tumulto siempre termina por parecer una masa en movimiento sin mucha personalidad. Es el típico caso de menos es más. 15 bailarines, buenos bailarines, hubieran bastado para hacer lucir mucho más el ensamble y poder jugar con el espacio de manera más creativa y no apretada.
Narrativamente es aún peor, porque si bien una historia de revolución pudiera caber en cualquier género y era, el steampunk pide a gritos que se use la fantasía de herramientas que no existen en el mundo real, que puedan ser una mezcla de lo que se usaba en tiempos de la revolución industrial con detalles, por ejemplo, del western, que son elementales para dicho género. En Crónicas de Salora, los personajes usan machetes y patinetas. Sólo un brazo de metal que a su vez funciona como inyección letal pudiera colarse dentro de lo steampunk, pero incluso a ése le falta, nuevamente, comprometerse con el género elegido.
La música de Diego Álvarez y Grisel Margarita pasa de la balada clásica al rock pesado, nuevamente sin colocarse del todo en un referente exacto, y parece estar más enfocada en darle a cada actor del grupo protagónico un momento solista, que en realmente usarse para mover la historia hacia adelante. La melodía más memorable llega al final, cantada, curiosamente, por dos actores del ensamble, y la compañía uniéndose en armonías al final, pero repito, para cuando llegan esos momentos poderosos de Crónica de Salora, ya se desperdició tanto antes, que la atención de la audiencia ya está volando por toda la sala. Tan confundidos que en vez de aplaudir al final de las canciones, sólo lo hacen cada que la obra transiciona a negros, normalmente después de la muerte de algún personaje. Cosa que debería hablar mucho de cómo el público está enormemente confundido con la acción.
Tonalmente la dispersión es aún mayor. Cada actor está jugando por separado en un tablero que debería cohesionarlos en equipo. Grisel Margarita se va al extremo del cliché «mujer encolerada» con una voz de caricatura que nada tiene que ver con lo que está haciendo Martha Sabrina como Tania, que juega en un campo más neutral, no natural, pero tampoco vaciado hacia la caricatura. Cosa que es trágicamente evidente dado que muchas de sus escenas son juntas y la división de sus trabajos impide que haya cualquier tipo de química entre ellas.
Lo mismo pasa con los hermanos hombres. Vladimir está en un montaje de Disney, mientras Emilio se va a lo televisivo. Paris evoca lo goofy, sin realmente atinarle al tempo que requiere la comedia del personaje, y Robert es el Fantasma de la Ópera, que incluso mueve su capa como villano gótico. Ninguno pertenece al mismo cuento. Y dado que las actuaciones tampoco son las más refinadas, es difícil poder ubicarlos en el mismo universo cuando cada quien está haciendo lo que quiere.
La parte más fallida la dejé al final. Crónicas de Salora no deja de ser un musical, pese a todas sus evidentes fallas en el uso de las canciones. Lo mínimo esperado de un musical es que los actores puedan ser entonados. Pero gente como Melina Escobedo (Pier), Fabián Chávez (Vladimir) y la misma Grisel Margarita (Jan) están lejos de poder seguir una melodía. Voces karaoke no son suficientes para una obra musical, no cuando otras obras en cartelera tienen gente que hace vibrar los teatros con un sólo belteo.
Isaac García (Roberto), el más completo de todo el elenco, está enormemente desaprovechado. Los pocos segundos que tiene para cantar muestra un mucho mejor manejo vocal, y su personaje es más cautivante que muchos otros, pero alás, la historia no le da suficiente foco. Y Ramiro Torres (Paris) que tiene un número entretenido y cantado desde un pop sencillo pero funcional, no vuelve a tener otra oportunidad para lucir voz. Lo mismo Roberto Marín (Emilio) que en su único solo demuestra sensibilidad rockera que jamás volvemos a escuchar.
En absoluta honestidad, Crónicas de Salora tiene ideas interesantes y elementos esperando ser usados a su favor, pero no ha puesto foco en volverse funcional. Es otro de estos musicales mexicanos que estrenó con prisa y demasiado pronto, al que se le nota la falta de tallereo y edición. La premisa no es mala, la asociación steampunk tampoco, hay voces valiosas y personajes interesantes, canciones lindas, que bien se podrían beneficiar de un momento Do You Hear The People Sing, sólo falta que todo eso se vuelva uno solo, y no moléculas divididas flotando cada una por su lado sin rumbo.
Crónicas de Sálora se presenta sábados y domingos en el Teatro Centenario Coyoacán.