¿Qué es lo que todo mundo quiere de su padre?, se pregunta Cuando La Lluvia Deje De Caer en su monólogo inicial: Saber quién es. Es la respuesta.
El quiénes somos se define inevitablemente a través de nuestros pasados, a través de las historias que nos cimentaron, los fantasmas que cargamos sobre los hombros, las frases que repetimos porque han pasado de generación en generación en la familia y las hemos escuchado desde que somos niños. Uno no puede evadir el pasado. Puede no conocerlo. Puede tener pocos recuerdos de él. Pero la sombra del pasado existe y nos forja.
Cuando La Lluvia Deje De Caer es una compleja telaraña de líneas del tiempo. Un ir y venir entre cuatro diferentes generaciones de la misma familia, a partir de un ingenioso y perfectamente hilado texto del australiano Andrew Bovell, que no se molesta en sobreexponer mucho de su trama, pero permite al público ir rescatando los acentos y detalles que conformarán eventualmente el todo la historia.
Llena de aquello que decimos entre líneas, pero no en voz alta, Cuando La Lluvia Deje De Caer se espera con paciencia a revelar el mayor secreto de la familia, el que ha afectado a integrantes y externos desde un pasado lejano y que para el futuro, para 2039 que la historia da inicio, sigue teniendo resquejos de repercución y daño. Y mientras cocina a fuego lento las identidades de sus personajes desde la afección y el abandono, sí, pero también desde el amor y la búsqueda de identidad.
La historia comienza sin mucha explicación con un sólo hombre en escena: Gabriel York (Victor Weinstock) que en el monólogo más largo de la puesta expone que lleva años sin ver a su hijo, quien lo ha buscado desde Inglaterra para pedirle un reencuentro. Afuera la lluvia cae a mares, la comida en este futuro distópico no es fácil de conseguir, especialmente la orgánica, pero por alguna extraña razón a él le ha caído del cielo -literalmente- un pescado, con el cual pretende hacer una sopa. Una sopa, que sin saberlo, se lleva haciendo en su familia por décadas sin que a nadie le parezca especialmente deliciosa, solo meramente tolerable.
Va a pasar largo rato antes de que nos enteremos quién es Gabriel York, quien sale de escena por el resto de la puesta sólo para regresar al final.
La historia viaja al pasado, no de manera especialmente evidente, y nos empieza a presentar al resto del árbol genealógico, sin expresarlo de manera activa. Enrique Singer (director) juega con la idea de puertas en su escenografía, como portales, por donde sus personajes entran usando el mismo impermeable amarillo, y se cruzan sobre el escenario sin ser capaces de verse. Como espíritus.
Todos ligados por la sopa de pescado, el impermeable, refranes con ligeras variaciones y un mismo nombre: Gabriel o Gabrielle, no se vuelve evidente que varios de los actores en escena están interpretando a los mismos personajes en la juventud y en la edad adulta hasta que Bovell decide que es momento de que empecemos a unir los puntos. Y entonces comienza el trabajo de desenmarañar los álgidos instantes que han hecho de esta familia lo que son para ellos, y para lo que han dejado como legado.
Hay un sentimiento generalizado de abandono. Ninguna de las relaciones padre/madre – hijo son especialmente cercanas o afectivas. En el caso de Elizabeth Perry adulta (Cecilia Toussaint) es especialmente evidente que la dulzura con su hijo Gabriel (Andrés Torres Orozco) es inexistente, que algo en ella carga con un rencor que la vuelve amarga, y que cuando se habla del padre de la familia, Henry Law (Luis Fernando Mayagoitia), ella se retrae y evade.
Pero Gabriel quiere ir a buscarlo y cree poderlo encontrarlo en Australia, cree que ha leído sobre él, y huye pese a la negativa de su madre, para encontrarse con un pasado al que lo sigue una nube oscura, una negra cargada de tormenta, pero en el camino también conoce a Gabrielle York joven (Tato Alexander), una mesera con los mismos complejos de abandono que él, dado que sus dos padres son suicidas, y su hermano desapareció cuando ella era joven para aparecer muerto en una zanja. Y se encuentran en su necesidad de ser vistos y rescatados.
La Gabrielle del futuro (Verónica Terán) tiene demencia y ha comenzado a olvidar incluso al hombre con el que compartió toda una vida, que no es Gabriel como uno esperaría, pero Joe (Misha Arias), al que le toca la difícil tarea de verla desaparecer en su propio cuerpo, perdonar un amor que nunca le fue del todo correspondido y dejarla ir.
E iniciándolo todo, Elizabeth Law joven (Sophie Alexander-Katz) y Henry del que no se habla se cuestionan si realmente quieren al hijo que viene en camino, antes de que a los pocos años, Elizabeth descubra que el hombre que se casó no es quién ella creía y lo expulse de su vida a otro continente, a un mundo ajeno que no sea tocado por la misma lluvia.
El intricado texto recuerda a los Buendía de Cien Años de Soledad, y a la búsqueda de un pasado que siempre se les ocultó de los gemelos en Incendios, pero tiene su propio mood. No especialmente melancólico o trágico, pero sí penumbroso y seco.
Singer utiliza poco para decir mucho. Una misma mesa es la única testigo del paso del tiempo y las conversaciones que se han tenido en la historia. Ha ido cambiando, pero como la madera, permanece, no desaparece. Vestuarios similares que sin ser una copia a calca hacen remembranza de lo que usan los personajes en su juventud y adultez, y una sopa que se traga una y otra vez no con gusto, pero como ritual. El único que cuando la come le hace daño, y no la vuelve a tocar es Gabriel. Y es precisamente él el que cambia el destino de los que están por venir.
Fuera de los mínimos elementos escénicos, y las muchas escenas dialogadas que se sostienen normalmente entre dos personajes primero sentados a la distancia, y luego de cerca conforme la conversación pasa de ligera a íntima, Singer se recarga por completo en el excelente elenco elegido para el montaje, y deja que sus actores construyan la tensión y se formen en pláticas uno a uno que los concretan.
Y no tiene eslabones débiles. Es claro que mujeres como Cecilia Toussaint o Verónica Terán van a hacer temblar el piso del Rafael Solana, pero Tato Alexander con menor experiencia consigue crear al personaje más entrañable de la obra, mientras Luis Fernando Mayagoitia se roba los picos climáticos, y Misha Arias te mata de ternura.
Enrique Singer juega perfectamente bien sus cartas manteniendo el trazo y escena minimalistas, para que los pocos momentos en los que decide agregar elementos novedosos se sientan brillantes y asombrosos. Un poco de nieve cayendo del cielo, y la entrada de todos los personajes jóvenes y viejos para la última escena… última cena, acompañados por mangueras de lluvia al fondo se vuelven inmensamente conmovedores, dignos de piel chinita.
Cuando La Lluvia Deje De Caer nos recuerda que nunca estamos, y nunca hemos estado, enteramente solos. Que el mundo se puede barrer en una oleada de agua y lo que va a permanecer de nosotros y los nuestros son recuerdos, memorias atrapadas en un objeto, una foto, una cajita, un secreto, una persona. Que estar empapados por el torrente de lo que ha venido antes que nosotros es nuestro estado natural, pero podemos secarnos y darle vuelta a la página sólo a través del perdón y el abrazo.
Un bello, muy bello montaje, con un elenco excelso y un caleidoscopio de instantes de lo que forma nuestra siempre transformada línea del tiempo.
Cuando La Lluvia Deje De Caer se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro Rafael Solana.