La tragedia del despertar sexual de un grupo de adolescentes en la antigua Alemania abraza lo oscuro de su premisa en manos de Diego del Río y se vuelve un espectáculo tan estilizado como crudo, vulnerablemente inmersivo para el espectador dentro de la inusual disposición del Galera que exuda intimidad.
Despertar de Primavera no es cualquier coming of age. Es uno que nace a finales de 1800 para hablar de temas como la sexualidad adolescente, el aborto, la violación, el abuso y la homosexualidad y toparse inmediatamente con censura. No fue sino hasta los 70 que el texto de Frank Wedekind se pudo presentar en su cruda totalidad, e incluso inspirar un famoso musical ganador del Tony: Spring Awakening.
En la obra, un grupo de adolescentes, prácticamente saliendo de la pubertad, se topan con que el mundo adulto les ha estado ocultando muchísima información sobre su despertar sexual, hormonal y francamente biológico, censurados por la religión y la idea de mantener prístinas instituciones como el colegio y la familia. Entre ellos, Melchior, un rebelde y más informado estudiante se declara “ateo” ante la sorpresa social, y decide llenarse de todo el conocimiento que le sea posible, por vago o poco aclarado que éste puede resultar.
Morritz y Wendla no corren con la misma suerte. Ambos se preguntan qué está pasando con su cuerpo, desde un lugar repleto de culpabilidad y vergüenza; y mientras Wendla se topa con una madre aún necia con armarle el cuento de “la cigüeña”, deseosa por experimentar sensaciones que siempre le han sido ocultas, incluyendo el dolor, Morritz le ruega por información a Melchior, pero sabe que no puede enfrentar ninguna variedad de temática sexual de frente y se lo pide todo por escrito, sin tener idea que el documento al que eventualmente titulan “Copulación” va a acabar siendo la perdición para ellos.
Diego del Río juega con todos los elementos que el Galera, más restaurante/galería que teatro, le presenta para contar esta historia tajantemente dividida en dos partes, y volverla lo más dolorosamente íntima posible.
En la primera parte nos regala su idea de Primavera, repleta de ingenuidad e infantilidad, donde su tribu de actores se pasea entre el público en ropa interior, más preocupados por la tarea que por cualquier otro tipo de presión. Los movimientos son libres y juguetones y el elenco se vuelve personaje, coro, ensamble y escenografía a la vez. Transitando del papel que les toca interpretar a meros testigos humanos de la violencia sembrada que a momentos son viento, y a otros el tronco de un árbol.
Para la segunda, el público es movido de salón para toparse con la absoluta oscuridad del Invierno. Uno pintado en colores marrones de la tierra que ha cortado alas, donde los niños se ven obligados a transformarse en adultos y asumir las consecuencias de aquello que comenzaron en su Primavera y que, no importando su edad, la vida no está dispuesta a perdonarles. El ensamble se vuelve coreográfico, menos libre, más reglamentado, y la luz desaparece para volverse intermitente y puntual. Logrando maravillosos trucos como el de un hombre descabezado, que se disfrutan como de otro mundo.
Ambos actos, Diego los acompaña con la música del excelso Andrés Penella, creada específicamente para la puesta, usando instrumentos como acordeón y flauta desde un lugar rústico, pero conmovedor, y coros (por parte de sus mismos actores, que encima de todo suenan como excelentes cantantes) en español, alemán y francés. Todo para crear una atmósfera 100% teatral, bajo una estética muy particular, que resulta extrañamente sencilla y barroca al mismo tiempo.
Una vez puesto el ambiente, el trabajo recae en manos de los actores, que parecen haber sido elegidos por su capacidad de convertirse en francos niños y asumir a sus personajes desde la extrema vulnerabilidad. Y entre ellos hay joyas.
José Covián es el corazón de la puesta. Su Morritz es un adolescente que nunca terminó de crecer, simpático, risueño, natural y para el segundo acto francamente devastador; Eugenio Rubio a su lado es una roca, seductor y severo, con muchas capas que va develando poco a poco, ambos disfrutando de sus personajes para volverse complementos ideales. Y en contra punto, Sebastián Dante como Hans, aunque en este montaje el personaje queda un poco relegado a segundo plano, no deja de mantenerse frío y manipulador, el yang del ying cabeza caliente de Melchior, y su monólogo de “Desdémona” es suficiente para demostrar que es un actor contenido con muchísimo que ofrecer apenas se le de la oportunidad.
Las mujeres no se quedan atrás. Ana Guzmán es una Wendla angustiantemente infantil. Una adolescente que dan ganas de rescatar de sus circunstancias, herida pero decidida, y encima de todo, una de las productoras del montaje entero a su corta edad, cosa que no deja de resultar impresionante. Y Lourdes del Río, como Marta, tiene un momento, uno sólo, pero no necesita más, en el que francamente se roba la obra entera con su monólogo del abuso familiar que es imposible observar sin salir de ahí con el corazón roto.
A pesar de ser un montaje indudablemente bello en su oscuridad, no deja de resultar, sí quizá denso, y definitivamente largo en su duración. Las escenas y coreografías están perfectamente montadas para volverse memorables, pero a momentos se extienden más de lo que las sillas del Galera le permiten disfrutar a la audiencia en comodidad, cosa que no deja de sentirse un tanto cansada.
Más allá de lo posiblemente editable, Despertar de Primavera es al final un homenaje al teatro. Cargado en sus elementos, pero mínimo en sus herramientas, cosa que me sigue pareciendo enajenante, y definitivamente una historia que merece ser escuchada a gritos desde 1800, y que hoy que tenemos la capacidad de hacerlo sin censura, tenemos que aprovechar con los ojos y oídos abiertos aunque duela. Un triunfo más para Diego del Río.
Despertar de Primavera se presenta los domingos en el Galera por una corta temporada.