Adrián Vázquez nos enfrenta a los vicios, inseguridades, obsesiones y desamores de cuatro personajes y desnuda -literal y metafóricamente- la humanidad de sus protagonistas en una obra que se siente tan contundente como visualmente impactante y llena de estilo. Un must para el Foro Shakespeare.
Mientras estás sentado esperando a que empiece la función, se escuchan canciones retro en el teatro, acompañadas por la voz de un locutor -que bien pudo haber salido de los 50- que las va anunciando, al tiempo que frente a nosotros, cuatro actores (Alejandro Valencia, Pamela Ruz, Fátima Favela y Diego Martínez Villa) se contonean subidos en una tarima que apenas si les da espacio para dar un paso hacia adelante o hacia atrás.
Para cuando empieza la obra, el espacio no ha cambiado, pero esa misma tarima, sorprendentemente, se convierte en un sinnúmero de escenarios que te transportan de un departamento, a una clínica o simplemente a la retorcida cabeza de alguien con sólo el levantar de un peldaño.
Sobre ese pódium los cuatro actores se toman turnos para vociferar monólogos y relatar las historias de, principalmente, cuatro personajes que convergen entre sí en los más mínimos detalles, pero en realidad funcionan como anécdotas por separado. El resto del tiempo, los actores hacen «apariciones especiales» en los relatos del otro, o simplemente se convierten en maniquís de un escaparate que se siente psicodélico, retro y provocativamente incómodo, todo a la vez.
Las historias frente a nosotros hablan de violencia en la humanidad, pero también de la incapacidad en uno mismo de funcionar en un mundo que continuamente nos pone a prueba como peones en un tablero de ajedrez. De como nuestros pasados, nuestros fantasmas, complejos e inseguridades nos detienen y encarcelan, a veces de manera literal, a veces metafórica. El diálogo va acompañado de imágenes que, con la ayuda de la iluminación de Matías Gorlero y Félix Arroyo, se convierten en vitrinas a veces grotescas, otras veces más cómicas, pero siempre memorables.
La mayor metáfora de la obra, sin embargo, se encuentra en el uso que Adrián Vázquez (que pese a que no sale en la obra, la dirige y su mano se nota) le da al desnudo. Un detalle contra el que nos enfrenta pero al que va dando distintas sombras para llevarnos desde el desnudo que se percibe violento y agresivo, que no quieres ver, pasando por el natural que no tiene mayor significado que la falta de ropa, para terminar con el que representa libertad y falta de amarres.
Dos Para El Camino definitivamente no es una obra ligera para ir a olvidarte de tus problemas, pero un acercamiento de pronto más denso y reflexivo hacia un teatro francamente actoral que se disfruta con la vista, primeramente, y luego con el entendimiento.
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