En un pequeño pueblo playero en Chiapas, El Eclipse está por revelar los dos lados de una familia y un extraño de la ciudad: su luz y su sombra, para enfrentarlos contra secretos que se han guardado y palabras que no se han dicho. La obra de Carlos Olmos recibe una nueva adaptación en la que el realismo mágico y los mitos precolombinos se unen en un relato costumbrista profundamente humano lleno de personajes que te roban el corazón.
¿Cómo no otorgarle significado a un eclipse? Es un fenómeno en el que la luna se come al sol o visceversa provocando penumbra en plena hora de luz, y generando un halo luminescente en el cielo que un humano no es capaz de ver de forma directa sin herirse los ojos. Es francamente confrontativo y por todos lados cargado de simbolismos que Carlos Olmos decidió conjugar en 1990 en El Eclipse, ahora adaptada por Jimena Eme Vázquez para Teatro UNAM, una obra que replica la dualidad de los astros para ser luz y sombra, y la proyecta en una entrañable familia de la costa cuyas identidades en sombra parecieran amenazar con comerse sus propios soles.
Doña Dominga, la matriarca de la familia, sueña con presagios relacionados con el ecplise que se avecina. Recientemente perdió a su hijo mayor en un accidente de coche que ella asume pudo haber sido un asesinato cometido por los hombres que quieren comprar sus tierras para volveras negocio. Dominga maneja un restaurante y precario hotel en la playa junto a su hija Elia, que recientemente cambió de religión y ahora no puede dejar de hablar de Dios, su nuera Mercedes, viuda de su hijo, que en ausencia de marido ha cargado de esa nociva responsabilidad de «el hombre de la casa» a su hijo mayor, Gerardo, un maestro de escuela y pescador con sueños de viajar lejos, e Indira (llamada así por Indira Gandhi), una quinceañera demasiado despierta y sin filtros que muy a pesar de todos, de pronto se vuelve la voz de una familia acostumbrada a callar.
En el hotel se hospeda Mario, un presunto fotógrafo de la Ciudad de México que ha viajado hasta ese rincón de pronto olvidado de Chiapas para poder fotografiar el eclipse. Un hombre que representa el lado b a la familia. Ahí donde en ellas hay superstición, en él hay realidad, y donde la familia es regida por la tradición, Mario ha dejado a una esposa e hijo en un matrimonio que ya no tiene nada que ofrecerle y está dispuesto a empezar de cero sin reglas, implique lo que eso implique.
Conforme la hora de el eclipse se acerca y los miedos de la familia a un significado oscuro se acumulan, es la luz la que empieza a alumbrar lo que varios han mantenido en sombra: Mario no ha viajado hasta ahí meramente por el eclipse, pero lo ha hecho por amor a Gerardo, a quien conoció en un antro gay de CDMX y quiere una vida con él, que tal vez no le sea tan correspondida; el acercamiento de Elia a su nueva religión ha traído con él un nuevo tipo de abuso y seducción de los cuales ahora es víctima sin saber cómo explicarle a su mamá las consecuencias, y el hijo fallecido, ése que se ha idealizado tras su muerte, pudiera no haber estado tan comprometido con su legado y su pedacito de tierra en el mundo como Dominga ha creído y defiende.
La historia está escrita con belleza y ese realismo mágico que te hace pensar en tierras como la Comala de Juan Rulfo. Es ese espacio en México que conocemos, que existe, que está repleto de rituales, tradiciones y formas, y al mismo tiempo bañado por una esencia fantástica que lo vuelve de aquí pero también de un allá inalcanzable al mismo tiempo.
Para lograr esta visión única de una tierra que pudiera ser de cuento, o tal vez sólo de un recuerdo, el trabajo de Gina Botello (directora) con Karla Bleu (Diseñadora de escenografia e ilimunación) es esencial y bellísimo. Una puerta circular al fondo es la luna que de forma tan protagónica ha tomado como suyo el día, mientras un tapanco con una mesedora nos transporta inmediatamente a ese pueblo donde uno puede pasar horas simplemente conviviendo con la brisa y la memoria. La luz pinta realidad y fantasía con un dispositivo sencillo, pero efectivo que la da un toque de calidez al relato, mientras nos deja viajar a una playa donde en la noche pueden caminar figuras que no se alcanzan a distinguir a lo lejos y podrían ser sirenas.
Gina Botello además elige involucrar teatro de sombras y objetos, que sumado a la calidad de narración de su impecable elenco, crea magia escénica, y le otorga a El Eclipse una calidad de cuentito donde este pueblo cerca de Tonalá, Chiapas podría encontrar su sitio, más quizá en páginas que en tierra firme. Una de las escenas más bellas de todo el montaje la protagoniza curiosamente una muñeca que recibiendo las frustraciones de Elia realiza un carismático ballet donde deja claro que su monótona vida de mesera le está rompiendo lentamente el corazón.
Pero El Eclipse vive gracias a interpretaciones que atrapan, encandilan, conmueven y arrebatan. No hay una sola persona en ese elenco integrado por Gabriela Núñez, Carolina Contreras, Sol Sánchez, Renée Sabina, Ivan Zambrano y Alex Moreno del Pilar que no sea magnética en sus interacciones con los demás, y haga obvio que ha trabajado con cimientos íntegros. Esos personajes están vivos. Los conocemos y al mismo tiempo los entendemos fuera de nuestra realidad. Y a pesar de sus blancos y sus negros, todos y cada uno de ellos tiene una manera especial de clavarse en el corazón y volverse entrañable.
El Eclipse es de estas obras que te permite viajar. Por el tiempo que dura la obra nos transportamos fuera del Teatro Santa Catarina y hacia la playa, donde un drama familiar toma forma, donde una lucha del «ser» contra el «deber ser» se debate ante la tradición que a veces estanca, y un eclipse le permite a la luna, representación de lo femenino y lo maternal, del oleaje de las olas eternamente cambiantes, alumbrar a quienes la necesitan para que por un instante, si tan sólo un instante, su capacidad de anteponerse a una fuerza más luminosa y radical, les permita tomar valor para ser ellos mismos desde el cariño.
El Eclipse se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en el Teatro Santa Catarina.