En un regreso al teatro brechtiano , El Inspector Llama A La Puerta, nos adentra en la hipocresía de la sociedad burguesa del siglo XX, hacienco crítica social desde la comedia oscura y fría como una de las grandes representantes del formato aristotélico. Y Otto Minera (director) juega con los vicios y elementos de la época para entregarnos un montaje reflexivo lleno de vueltas de tuerca.
Es curioso porque El Inspector Llama A La Puerta grita «teatro inglés», y sin embargo, en sus orígenes en 1945, la obra se estrenó originalmente en la Unión Soviética; aunque es verdad que el National Theatre junto con Stephen Daldry la convirtieron en el clásico que es hoy en día.
Otto Minera no trabaja desde la tropicalización, pero muy al contrario nos lleva a una ciudad ficticia de la Gran Bretaña dividida entre burguesía y clase obrera, alrededor de inicios del siglo pasado, muy específico al comedor de una familia adinerada, en plena celebración de un compromiso que unirá a dos rivales empresarios a partir del amor de sus hijos. El padre está feliz de saber que pronto recibirá un título nobiliario, y la familia, ésa que hace llamar a su criada con una campana, festeja que socialmente el futuro matrimonio será la envidia de sus pares.
La felicidad les dura poco después de que su cena se vea interrumpida por la llegada de un Inspector poco prudente, considerando que trabaja para una institución gubernamental que la familia en cuestión tiene en el bolsillo, que está investigando el suicidio de una joven de clase trabajadora que ha tomado detergente para quitarse la vida. Cosa que, pareciera, no tener mucha relación con los reunidos en el comedor, sin embargo el Inspector va engatusando a los presentes para revelar que todos y cada uno de ellos la conocían, y todos de algún modo provocaron que ella acabara cayendo en las garras del suicidio.
Mostrándoles individualmente la foto de la víctima, el Inspector con absoluta calma, una pisca de cinicmo y prepotencia, va evidenciando la forma en la que, desde su privilegio, la familia destruyó una parte de la vida de la joven muerta, sin siquiera voltear atrás la mirada, como si de un animal atropellado en el camino se tratara.
Negados a creer que sus acciones «inocentes» pudieran haber terminado con la vida de una persona la familia va tomando la noticia desde sus filtros y mecanismos de seguridad. Mientras los hijos se ven inundados en culpa y reflexionan sobre aquellos caprichos y berrinches que de haberse ahorrado hubieran podido cambiar el destino de una persona, el padre intenta desviar con humor el peso de aquello que está escuchando, y la madre antepone la soberbia y el orgullo a la acusación. El prometido revela una verdad dura de tragar que más allá de las consecuencias externas, resulta afectar directamente su futuro matrimonio y la estable relación con su suegro y su imperio monetario.
Pero ahí no termina la cosa. Porque no es sino hasta que el Inspector deja la casa, que la obra gira sobre su eje y nos muestra la siguiente cara de la familia, la más podrida y al mismo tiempo coherente con la época y su posición social, destapada por una última revelación que viene a poner de cabeza todo lo que se te ha narrado hasta ahorita, no sin antes dejar la pregunta en el aire: ¿qué verdad importa?
Un guión ingenioso y magistral de J.B. Priestley, que a estas alturas se ha convertido en referente del teatro del siglo XX, que en el CCB arranca como coche de palanca.
En un claro evidenciar la teatralidad de lo observable, Otto juega inicialmente con la idea de mostrarnos actores y personajes fuera de contexto, como si estuviéramos viendo parte del final de una obra que jamás se nos presentó, antes de entrarle de lleno al verdadero relato. E incluso cuando lo hace, provoca una cierta tensión en el espectador que no espera toparse con la actoralidad del teatro clásico, lejos del naturalismo y llevada a la grandilocuencia de pronto ridícula y fonéticamente acartonada, a la que hoy en día ya no estamos acostumbrados.
Toma un par de minutos entender que todo es parte de un concepto mayor cuya intención es sumergirse lejos del teatro moderno y hacia lo victoria o eduardiano que tanto se puede criticar desde la visión brechtiana que el texto entrega en bandeja de plata. No es quizá, sino hasta que Carlos Aragón (el Inspector) entra en escena con absoluta seguridad del personaje que ha construido, que el tono queda clarísimo para todos los demás, y el juego comienza.
Y las carcajadas son cada vez más audibles en el público. Porque dejemos una cosa muy clara, la familia en El Inspector Llama A La Puerta, es tan absurda, pero a la vez tan representativa de pequeñitos caprichitos de hombre blanco privilegiado en los que todos de pronto hemos caído, que la risa a sus justificaciones y acciones es el efecto natural.
Un maravilloso momento en el que la familia detiene su discusión cuando ve entrar a la criada a barrer vidrios caídos, y no la retoma sino hasta que ella se ha ido, demuestra que muchos de nosotros crecimos en esas casas donde el «¿qué va a pensar la muchacha?» pesaba más que una plática de sobremesa. Y como ése, mil ejemplos más que, a pesar de estar situada 100 años atrás de nuestras actuales vivencias -y técnicamente pensamientos evolucionados-, El Inspector Llama A La Puerta encuentra la manera de regresar a nuestra modernidad y cuestionarnos sobre el trato al ajeno, el trato al de servicio, al de escalera abajo, al que de pronto es invisible, al que vemos siempre a partir de nosotros no como individuo, con el que no buscamos empatizar, al que nos cruzamos sin regresarle la mirada.
¿Y quiénes somos nosotros en esa familia? ¿El que castiga? ¿La que se ofende al ser cuestionada? ¿El que en una noche de copas cometió un error grave? ¿El que prometió amor pero antepuso la imagen de una vida perfecta? ¿La que se niega a aceptar un error? ¿O la que acepta su responsabilidad pero está lejos de poder solucionar una problemática que no se basa en el individuo pero en el grupo?
Más allá de las conclusiones y reflexiones que uno puede salir rumiando del teatro, ver a Carlos Aragón en escena, parado de manera estóica, perfectamente consciente de cómo frasea todo y lo mucho que se divierte y saborea cada momento, es un enorme gozo.
Al final del día, El Inspector Llama A La Puerta es una comedia, y las risas no faltan. Un montaje sólido que se va volviendo frío, incluso en su coloración, conforme los presentes ven perdido su status y derrotado su privilegio, pero retoma la calidez de una reunión familiar celebratoria cuando recuerdan que a final de cuentas no pasa nada.. no mientras nada salga de la habitación en la que están.
El Inspector Llama A La Puerta se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en el Teatro Orientación del CCB.