La labor artística, en específico el teatro, es un suelo minado cuando de tratar de llegar a la meta con la dignidad intacta se trata. Con El Lugar De La Sombra Y La Brisa, David Gaitán expone las atrocidades indignas que la falta de poder, recursos y popularidad infieren en el actor a través de una competencia donde lo que está en juego son los principios, la autonomía, la capacidad de crear, etc. Ahí nomás.
A través del modelo «gameshow», David Gaitán crea su propio juego perverso, la cosa es que, aunque lo disfraza de competencia disparatada, todo lo que sucede en su modelo de pérdida, ganancia y avanzar casillas, resulta amargamente real para muchísima gente trabajando en el ámbito de las artes, cuyo tablero es una vida dedicada a proyectos teatrales y su ficha eso que están dispuestos a entregar para alcanzar la meta… implique lo que implique.
El host de esta sádica competencia es el «E.P.» (Fernando Bonilla; actualmente interpretado por el mismo David Gaitán), ese teatrero con tantito más poder y recursos que otros, que ahora se engolosina con la posibilidad de manipular el destino de los demás desde el ventajismo y, claro, nepotismo. Un anfitrión estridente, violento y amañado de proporciones grotescas. Una corbata que le cuelga demasiado larga, unos pantalones que se ciñen demasiado arriba, polvo blanco en el saco, como la mezcla entre el sobreviviente de un derrumbe y un rockstar. Una figura repulsiva y descolocada, inmediatamente astringente en su trato con los competidores.
El juego tiene varias reglas, pero es sencillo de entender e inmersivo para la audiencia. Cada competidor pasa al tablero para descubrir si tendrán que presentar un acto digno o indigno a través de un giratorio que deja la respuesta al azar. Porque no hay que olvidar que la suerte juega un papel primordial en todo acercamiento del artista con su meta, su lugar de la sombra y la brisa. Elegida su suerte, el E.P. establece la categoría del reto y el, la, le competidor presenta su caso al público y al resto de sus compañeros, para posteriormente permitirle a los espectadores en butacas dar una puntuación a través de una paleta a dicha solución digna o indigna, y así permitirle al actor avanzar en el juego. O no.
De modo que sí, como audiencia somos parte del gameshow, y no nos equivoquemos, también nosotros estamos siendo puestos a prueba. ¿Qué tanto ese mundo exterior es mecenas o verdugo de tantísimos artistas tratando de hacerse camino a partir de decisiones que allá afuera serán juzgadas con lupa? Cuando una de las competidoras pasa y se niega a representar un monólogo en el que tendría que interpretar a una mujer otomí, porque ella no es indígena y por tanto incurre en apropiación cultural, el público vota (al menos en mi función) y le otorgan una calificación abrumadoramente negativa. La castigamos por anteponer principios, tal vez leyéndolo como superioridad moral, tal vez entendiéndola como «progre» y «woke», y esas otras palabras que Twitter ha villanizado tanto, y en esa pequeña caja de Petri en el Teatro Orientación, somos muestra de lo que allá afuera hubiera sucedido con un discurso similar y una actriz en una situación parecida.
Y así cada competidor a través de su pequeño y ficcionado acto digno o indigno nos lleva a la reflexión y el juicio en temas como el poder de las redes sociales, la necesidad de validación de aquél con más tracción, la falsa adulación, en plagio en la disertación, la cancelación, el activismo conveniente, la vanalidad de un proyecto que pudiera avergonzar el patrocinio del E.P., cosa que Gaitán ilustra de manera bellísima y simpática poniendo a uno de los competidores a repetir como monólogo la canción «The penis song» de la película The Sweetest Thing, que provoca la rabia de un E.P. que siente que le han tomado el pelo, y otros tantos temas que conocemos y sobre los cuales, aceptémoslo, tenemos una opinión, y sabemos su valoración. Y voltear a ver la sala llena de numeritos por acto resulta una visión surreal y angustiante de recapacitar.
Gaitán nos lleva al colmo del escenario repelente cuando pone a una de sus competidoras a «tragar mierda», para ella de manera literal, con un plato humeante, que toma perspectiva metafórica cuando alrededor se coloca el elenco en micrófonos de piso a insultarla desde la agresión, lo pasivo agresivo, y el lugar común que conocemos y entendemos como áspero pero tenemos normalizado. El Lugar De La Sombra Y La Brisa consigue constantemente que arruguemos el ceño y arañemos el asiento, y lo hace desde el reconocimiento de algo vil que ubiamos bien, pero usualmente preferimos hacer como que no está ahí por tranquilidad propia. La ignorancia es felicidad, dicen.
Inevitablemente El Lugar De La Sombra Y La Brisa por supuesto que es discursiva, pero David Gaitán evita bastante triunfal el calificativo «panfletaria», porque al final del día, el montaje no toma forzosamente posicionamiento, sino deja que el público hable y lo haga por ellos, que es más poderoso. Cosa que también provoca que cada función sea distinta a la anterior. Situaciones al azar que llevan al elenco a enfrentarse con cierto grado de incertidumbre y una audiencia distinta que siempre tendrá algo diferente que opinar de los casos en el juego hacen de la obra su propio experimento contenido para mirar a través de un microscopio.
Y entretenida nunca deja de ser. Gaitán está jugando a hacer teatro y eso nunca se le olvida. El montaje es barroco y recargado. Hay canciones, unas tres mínimo, votaciones, trazo coreográfico, gritos de un E.P. hyper que parece haber inhalado todo lo inhalable y se mantiene como bomba a punto de estallar, colores, muchos, y muy brillantes, y «The penis song». El Lugar De La Sombra Y La Brisa no tiene interés en ser sólo discurso sin forma, pero muy al contrario, usa los recursos escénicos a su alcance para hacer de la experiencia una memorable, y más importante aún, enormemente reflexionable.