Con un Luis de Tavira que deja claro el por qué es la leyenda de teatro que es en México, El Padre encaja las uñas en un retrato sofocante de la demencia y la vejez que en su ingeniosa capacidad de colocarse en la mirada de su protagonista, vuelve la obra una experiencia dolorosamente vivencial y de una intensidad conmovedora y francamente aterrorizante.
Ya lo decía la revista Times cuando nombró Le Père de Florian Zeller como «la mejor obra de la década», o el periódico The Guardian «la mejor del año» cuando The Father llegó a Londres, El Padre es un evento. No cualquier obra que se estrena cualquier día del año, es un suceso que uno espera ver suceder en su país, y que ahorita mismo podemos presumir de tener en México con un elenco poderoso, una dirección precisa y hasta un diseño escenográfico que toma podio como uno de los elementos más envolventes de la puesta en escena para el Teatro Fernando Soler.
Hay dos cosas con El Padre que se clavan y se quedan enterradas en el pecho ya bien terminados los aplausos. Una, el retrato de la vejez que, como la infancia temprana, no la vive una sola persona, pero muchas a su alrededor. Es el tiempo de un hombre que se vuelve el peso que una familia ha de cargar, y que tantas allá afuera lo conocen y lo han vivido al punto que es imposible no regresar con cada escena a un momento con un ser querido al que se le fue viendo flaquear. Y dos, que toca en un miedo comunal. Ése que todos vivimos con temor a dejar de ser nosotros en el futuro. Perder capacidades, perder memorias, perder salud, perder autosuficiencia. No hay persona con instinto de supervivencia que pueda mirar la vejez que se avecina sin bajar los ojos en señal de respeto y desasosiego.
Florian Zeller nos transporta a esta edad y un momento particular de pérdida de capacidades en primera persona. De manera convulsa como la mente misma cuando pierde camino nos presenta a un hombre batallando con síntomas de demencia, y la hija que se ha quedado a cargo de él, que dándose cuenta que ya no puede valerse del todo por él mismo, decide llevárselo a vivir con ella de manera temporal, sabiendo que sus planes para irse a vivir a otro país la van a obligar más temprano que tarde a tomar una difícil decisión.
La puesta transcurre desde los ojos de Andrés, de modo que el espectador se ve envuelto en un remolino de fantasmas y un franco desmembramiento de la realidad. Lo que parece comenzar con una sencilla conversación entre un padre mayor y una hija preocupada por él, y él sencillamente olvidando dónde puso su reloj en aquel departamente en el que ha vivido años y considera preciado, de pronto deja de tener sentido cuando la hija que conocimos cambia de rostro, de edad incluso, y nos muestra prácticamente una vida alterna a la descrita meros segundos atrás.
El Padre se suelta de ahí y para adelante como navegando por calles que intersectan en un mapa mental que más bien parece laberinto. Los tiempos dejan de tener sentido, los rostros de la gente van y vienen, las personalidades y conversaciones toman ciertos tonos de pronto más oscuros, de pronto más ligeros, ninguno enteramente confiable para el espectador cuyo narrador ya no tiene las riendas de la carroza en las manos, los objetos y cuartos desaparecen y cambian de lugar. Se vuelve una franca casa de terror de feria, pero a diferencia de la casa de terror donde al final del camino hay una salida que te lleva de regreso a la realidad, este quiebre en la percepción, como un espejo estrellado, no tiene salida, no tiene regreso. De manera evolutiva Andrés se va perdiendo en sus propios pensamientos para su propio desconcierto y la agonía de su hija.
Cuando digo que El Padre es devastadora es porque no alcanzan palabras para poder conjugar lo que realmente provoca. No sólo el brillante texto de Zeller, claro, pero el montaje en México que se pone a la altura y exprime hasta la última inquietante gota de la obra.
Angélica Rogel, que este año probó ser una de las directoras más versátiles, adaptable a todo género y formato, entiende que en sus manos tiene una joyita que le está dando todo y lo respeta. No intenta buscar el conejo adentro del sombrero, pero se enfoca en crear momentos con sus actores. Un elenco conformado primersísimamente por Luis de Tavira, Fernanda Castillo, Pedro de Tavira, Ana Sofía Gatica, Emma Dib y Alfredo Gatica que usa como el músculo de una historia que tiene que funcionar desde la simpleza, no el melodrama, porque pega en un lugar demasiado real y es suficientemente caótica como para volarse hacia lo rimbombante.
La estrella de la obra es, por supuesto, el maestro De Tavira. Un nombre que uno escucha hablar entre reverencias en México y que con El Padre queda clarísimo el porqué. Es un actor minucioso y consciente. Perfectamente montado en el presente donde nada de lo que sucede viene de lo pretendido, porque trabaja con una honestidad abasalladora. Puede ser encantador y gracioso tanto como desquiciante, con un lenguaje corporal que lo vuelve frágil como hojita de otoño, pero una enterza que lo planta como un centro gravitacional a partir del cual todos los demás orbitan. Orbitamos. Y cuando finalmente se rompe, en esos momentos en los que se deja vencer por la ola gigantesca que le cae en el cuerpo, tiene una manera de hacerse chiquito, de doblar las rodillas y abrazarse a él mismo, un detalle tan nimio, pero reconocible desde todos los ángulos que es como si atravesara con una espada a los que lo estamos viendo en butacas.
Fernanda Castillo a su lado es una meastra de la contención. Su personaje no puede darse el lujo de gritar y salir corriendo, de mostrar terror ante lo que su papá se niega a ver como alarmante. Sueña que lo ahoga con una almohada, pero frente a él es un pilar siempre al borde del derrumbe. El trabajo de Fernanda es una master class de asomar sin perder el control. Y no deja de ser ella nuestro conducto al corazón de ese sentimiento compartido del que hablaba antes. Es Fernanda Castillo la que nos representa como público y el peso en sus hombros se puede tocar estirando la mano.
El elenco en general es impecable, y todos tienen su momento con El Padre, todos pasan por ahí donde el uno a uno los va a poner a prueba y salen airosos, cada uno otorogando también naturalidad a escenas que no pueden ser de otra manera, porque mientras uno pierde el sentido de la realidad, la vida no lo espera, sigue y avanza como si nada sucediera.
Es, sin embargo, Jorge Ballina, diseñador del mágico aparato escenográfico el que con creces se gana su crédito protagónico desde el poster de la obra. La demencia se retrata desde el texto, sí, y el elenco la vuelve posible, pero es la escenografía que en transiciones de meros segundos se transforma como cubo de rubik verdaderamente logrando darle vida a una ruptura de realidad que una creería únicamente posible a través de complicados efectos especiales. Y Jorge Ballina lo hace ver sencillo. Son parpadeos los que necesita para voltear de cabeza el mundo de Andrés y a nosotros llevarnos a experimentar la sensaciónde haber perdido el piso y el espacio. Su creación es tan brillante como hermosa en un azul, que no por nada es el color de la tristeza, y una sencilla ventana que no tiene más que existir a un costado para cargar la escena de constante nostalgia.
El Padre es brutal. Un obra de teatro que no sólo tendría que ser vista por multitudes pero celebrada. Que emociona saber que todos los elementos correctos se juntaron en una producción mexicana para alacanzar la perfección. Una obra que rompe y agorzoma, que no te deja salir del teatro sin antes sacudirte, que es la razón absoluta por la que nos paramos en un teatro en primera instancia, para sentir, sentir como si el oxígeno en el aire estuviera cargado de emociones, para ver suceder, para admirar lo que en un escenario se puede crear. Ahí donde los recuerdos de Andrés se desvanecen y desaparecen, El Padre es una obra que quieres llevar contigo siempre.
El Padre se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro Fernando Soler.