Una obra sin un As bajo la manga, El Pez Dorado apuesta por lo anticlimático en una historia donde el poker es protagonoista, pero la tensión y secretos que lo acompañan brillan por su ausencia.
Es curioso que el poker no sea un tema especialmente recurrente en el mundo del teatro. La razón pudiera ser que no es una dinámica particularmente visual, pero defintiviamente se presta a crear una tensión y un ambiente de bluff que marida perfectamente con lo narrativo; de ahí que es inevitablemente decepcionante que en El Pez Dorada todos los personajes sean libros abiertos desde el principio, y no haya más que esbozos de vueltas de tuerca sin este juego de engaño y pretención que caracteriza el poker.
Tres amigos de maneras muy diferentes pero unidos por su pasión por el poker pretenden hacer de su salita clandestina el lugar más hot de la ciudad, invitando a jugar con ellos al candidato a Gobernador que pudiera llevarlos de virtuales desconocidos a parada obligatoria, durante una riesgosa noche de apuestas en la que poco a poco los tres van dándose cuenta que su elegido Pez Dorado es más bien un tiburón que pudiera dejarlos hechos carnada en el agua.
La historia es realmente puntual, pero Santiago González, Miguel Pérez Cuesta y Andrea Rocha no terminan de confiar en su texto o en lo que el espectador puede concluir, y deciden involucrar explicativos videos que nos recuerdan que «Mauricio, José Antonio y Alejandro son muy diferentes a pesar de ser amigos y pronto verán su amistad puesta a prueba por una noche que no calcularon del todo». Un recurso que además de entorpecer el ritmo de la obra, impide que los actores muestren con acciones lo dicho en palabras narradas, que además se sale por completo de tono y sentido con el resto del montaje.
Un tropiezo que pareciera repetirse más de una vez durante el transcurso de la obra, en el que los dramaturgos se ven en la necesidad de pausar para explicar, cosa que siempre se recibirá como falta de confianza en la inteligencia del público. Llegando al punto completamente fuera de ambiente en el que el dealer de la mesa, sólo por una escena de minutos, se transforma en una especie de dios omnipresente para explicar las personalidades de cada personaje usando metáforas de poker, nuevamente impidiendo que sean las interpretaciones las que hablen por sí solas, y recordándonos que al texto no le interesa que el espectador pueda sumar interpetaciones propias.
La trama en realidad no es poco interesante, al contrario. Tres jóvenes que muerden más de lo que pueden masticar en contra de un político que tiene todo para comérselos vivos es sin duda razón de intriga, pero El Pez Dorado insiste en salirse hacia tangentes que no llevan a ningún lado e involucrar personajes secundarios sin ningún tipo de recompensa. Lo que resta valor a la tensión principal y termina por diluir un final que acaba por ser demasiado esperado.
Una historia de desamor entre una pareja de ex novios (Natalia y Mauricio) que pareciera poder estar ocultando una pasional venganza, en realidad termina por mostrar que siempre fue sólo una subtrama de relleno; el personaje de Anna, una mujer contratada para servir tragos y dar celos a Mauricio (¿ligándose a su amigo José Antonio?), que nuevamente, pareciera tener todo el potencial para voltear la historia de cabeza, demuestra eventualmente sólo ser otra tangencial cortada además por una salida abrupta del personaje que no vuelve a ingresar a escena; la promesa de Alejandro de «destruir» a Justino, el corrupto político que resulta haber estado involucrado de manera atroz en su trágico pasado, no pasa de regresar a ser un juego de cartas con apuestas que pocos podrían pagar, pero que para Justino es mera propina.
Los personajes tienen una misión que cumplir y se avalanzan sobre ella, pero su camino pareciera ser demasiado directo y hasta pavimentado de más. Sin curvas, sin bloqueos, sin baches. Un texto que toma el atajo de lo sencillo en vez de realmente explotar la pregunta, ¿qué puedo hacer para meter a mis protagonistas en problemas? Sí, Justino es un bully, es misógino, homofóbico, déspota y violento, pero todo eso lo sabían antes de entrarle a jugar con él. La pregunta permanece… ¿y qué más?
El joven elenco se queda con poco que hacer en un montaje que hubiera sacado provecho de trabajarse hacia el naturalismo, pero que Santiago González (director) lo envuelve en dramatismo; y de un ensamble grande sólo Bruno Fuentes (Mauricio) y José Manuel Lechuga (Justino) habitan una ficción genuina, que se percibe honesta más allá de las limitaciones del texto. El resto de los actores sufren de que los veamos actuar todo el tiempo sin nunca convertirse en sus personajes, como en el poker, siempre sólo pretendiendo.
El Pez Dorado tiene la idea correcta. ¿Cómo llevar la tensión del poker a una situación personal fuera de juego? Tiene incluso los visuales correctos, un saloncito VIP que te transporta a Las Vegas, si quieres, que además de manera brillante integra a sus marcas patrocinadoras sin costuras, cosa que pareciera boba pero lograr de manera orgánica no es nada fácil. Tiene a un verdadero ganador de torneos mundiales de poker en el equipo creativo, que claro que suma a que el entendimiento del juego se pueda traspolar a la ficción. Tiene mucho a su favor. Pero cuando llega el momento de bajar las cartas, ahí donde podría haber una escalera de color, queda sobre la mesa un par de doses.
El Pez Dorado se presenta los miércoles a las 8:45pm en el Teatro Milan.