Puede que sea un poco tarde para hacer review de un musical que lleva maravillando audiencias en México desde hace muchos años que, para ser precisos, inauguró La Teatrería, y que ha hecho de Pina, Tino, Cora y Aitor emblemáticos en el teatro mexicano. Puede que sea tarde, pero no nos podríamos perdonar si nos faltara.
En un campo de lechugas, una catarina de nombre Pina, más chica que todas las demás, sueña con ser grande, lo suficientemente grande como para que los mares parezcan charcos bajo sus suelas, y es mal mirada por el resto de las catarinas por siquiera contemplarlo. Pero Pina sabe que algo más grande que ella la espera fuera del campo de lechugas, y después de cambiar su alimentación a espinaca y soñar por primera vez en la vida, lo comprueba al enterarse de la existencia del Último Teatro del Mundo.
Así comienza uno de los road trips más entrañables que han llenado de música y color el escenario de un teatro mexicano.
Pina (a quien realmente no vemos nunca) se sube a un boleto y sale en busca de su número mágico y del famoso último teatro del mundo, para toparse en el camino con Maga, una luciérnaga que sólo quiere chambear, Cora, una traductora que alguna vez fue cantante pero su fobia a los grillos le destrozó la carrera, Aitor, un inventor al que los objetos le hablan, Tino, un hombre que descubre que puede ser uno o un millón de personajes con tan sólo cambiar de ropa, postura y acento, Vico, un músico que provoca emociones con notas, y su hermana Isa, incapaz de soltar palabra alguna, pero cuya conversación sucede en baile y lenguaje corporal.
El bello trayecto de esta compañía se convierte en el más conmovedor homenaje al teatro mismo, mientras Pina y sus nuevos amigos van descubriendo, y a veces creando, todos los elementos que se involucran en la construcción de una obra, desde el libreto, el vestuario y la utilería, hasta la luz, la música y, claro, la armonía.
La hermosura del Último Teatro del Mundo radica en el uso de efectos prácticos que de la manera más tierna inundan el escenario: desde marionetas y efectos de luces con linternas, hasta la composición de aparatos y herramientas armados a partir de objetos comunes como si de un rompecabezas steam punk se tratara.
El resultado es una visión de cuento con telas parchadas, vestuarios únicos que parecen haber salido de una película del estudio Ghibli, y una instrumentación que no suena a nada que hayas escuchado antes, y al mismo tiempo entiende cómo tocar fibras particulares y transportarte a un mundo lejos, pero tan cerca del nuestro.
El libreto de José Manuel López Velarde, que finalmente es una carta de amor al arte al que ha decidido dedicar su vida, se amalgama con la música de Iker Madrid, que los mismos actores tocan en escena a partir de una serie de instrumentos esquizofrénicamente desconocidos, y juntos crean un universo particular, bello en cada detalle, cada rincón, cada esquina de lo que sucede hacia donde voltees durante la obra, tan completo, que para el público se vuelve una experiencia inmersiva que no te deja parpadear.
Paloma Cordero demuestra un manejo absoluto de su instrumento, jugando con colocación y tono para poder dar vida a tres personajes, cuya única diferencia radica en la inflexión de la voz de la actriz, al hablar y al cantar, muchas veces de manera corrida, que no puede sino resultar sorprendente. Y que encima de todo, mantiene el ritmo de comedia y el difícil trazo que a ella, y al resto del ensamble, los mantiene en constante movimiento coreografiado a precisión para funcionar como reloj.
Las canciones Maga de la Luz y Cora la Traductora prueban que dentro de Paloma viven decenas de voces que sólo necesitan de un leve pretexto para salir a impresionar, pero para cuando la actriz llega a Mundo de Gigantes, casi al cierre del segundo acto, aquello que ha venido construyendo se convierte en una explosión de voz y sentimiento que podría hacer vibrar un estadio, pero que para la sala de la Teatrería es más que suficiente para tenernos a todos secándonos los ojos.
Lo mismo pasa con Mauricio Hernández y su Diez en Uno, una complicada balada con la que Tino expone lo que implica el trabajo actoral, y que lo mantiene deshaciéndose sobre el escenario en veloces acciones y cambios de vestuario que apenas si le permiten respirar, de modo que para cuando suelta la nota alta que cierra la canción, el auditorio entero aguanta la respiración con él en expectativa que culmina en locura de aplausos.
Claro que todo esto es únicamente testimonio del perfecto trabajo de Iker Madrid, cuyas canciones creadas para este musical original mexicano, no le piden nada a ninguna otra que se haya cantado antes en ninguna otra parte del mundo. Transportan, conmueven, conectan y vibran como lo harían las de Stephen Schwartz o las de Alan Menken, y es un franco orgullo poderlo considerar dentro de las filas de los que han creado algo emblemático que México puede salir a presumir a donde quiera.
El Último Teatro del Mundo no es un musical que se regodea en lo que la inversión es capaz de hacer por una producción, es íntimo, chiquito y práctico, pero sí en lo que la creatividad del teatro puede hacer por las emociones, hilar y deshilarlas como lo haría una araña, encenderlas por dentro como lo haría una luciérnaga, roerlas como una polilla o llenarlas de color como una catarina. Uno entra chiquito al Último Teatro del Mundo y sale enorme, como sólo se puede salir de un lugar que te ha llenado de tantos sentires.
El Último Teatro del Mundo se presenta sábados y domingos a las 12:30 del día en su casa original, La Teatrería.