Inspirada en el mito griego de Ícaro y Dédalo, El Viaje del Corazón en un intento por llegarle a audiencias más jóvenes, termina por trivializar un mensaje usualmente más contundente, y a pesar de un aparato escénico lúdico y hermoso, no vuela ni aterriza donde el corazón demanda de sus alas.
El mito de Ícaro y Dédalo es uno de los hermosos de la antigua Grecia. Atrapados en el laberinto de Creta, Dédalo, un gran inventor, encuentra la manera de darle alas a él y a su hijo para poder escapar volando de su injusto encierro. Hipnotizado por la posibilidad de volar como las aves y poder alcanzar el sol, Ícaro desobedece a su padre acercándose lo más que puede al firmamento, derritiendo sus alas en el proceso y cayendo a su muerte.
La parábola es una sobre el ego y la ambición. Lo describe muy bien Lin-Manuel Miranda cuando habla de su Alexander Hamilton como un «Ícaro», un hombre que no supo detenerse hasta volar demasiado cerca del sol y quemarse inevitablemente en la cúspide de su viaje. El castigo, que siempre fue tema para los griegos, es severo. El que no sabe detenerse, aprender humildad, obedecer al más sabio, controlar su impulsividad, termina cayendo vertiginosamente.
El mensaje no es uno que se le debería de ocultar o simplificar a los niños. No por ser pequeños significa que se les tenga que suavizar el mundo, y El Viaje Del Corazón hace precisamente eso. Reduce el mito a una mera anécdota y la moraleja la diluye entre chistes y reivindicaciones que debilitan muchísimo lo que pudo haber sido una obra con valor verdadero.
En la puesta en escena, Tomás y Paulina se presentan ante el público para anunciar que van a contar la historia de Ícaro y Dédalo, y durante gran parte del montaje se dedican a jugar como padre e hijo, mostrando cariño y armonía (no tanto así encierro), y los grandes inventos del padre, Dédalo, que los niños en la audiencia se divierten tratando de adivinar de qué tratan.
El aparato escénico, a cargo de Raúl Mendoza brilla como un espacio que cobra vida entre madera, escaleras, y luces de todo tipo que construyen el universo semi-mitológico de estos dos actores jugando a ser seres de fantasía: leds, lámparas y una cadena de foquitos, dan al escenario del Foro la Gruta la sensación de haber sido transportado a un universo de fantasía, desde donde se alcanzan a ver las estrellas del cielo y sentir el calor de la mañana.
Todo es muy hermoso y el sueño funciona de maravilla, hasta que los juegos de Tomás Rojas y Paulina Arriaga en escena se vuelven repetitivos y parecen simplemente sumar tiempo al clímax que muchos conocemos. ¿Dónde están las alas? Nos preguntamos. ¿Dónde está la urgencia por salir del laberinto?
Para cuando finalmente sucede, el ceremonioso proceso de ambos actores se pinta bello y encantador mientras padre e hijo se maquillan la cara mutuamente con pintura de guerra y se colocan alas para salir volando de su cárcel. El vuelo es magnífico, y le caído de Ícaro contundente. Pero el momentum se pierde segundos después cuando el personaje no sólo sobrevive, habiendo aprendido nada, pero además termina en Osaka, Japón (por razones completamente inexplicables) desde donde continúa siendo el mismo hijo intenso, egomaniaco y hedonista que siempre fue.
¿Y el mensaje?
A la deriva. Peor aún. El hecho de que Japón se incluya en la mezcla, se presta para que ambos actores jueguen con estereotipos terriblemente racistas, que en pleno 2022 no tendrían razón de ser; ni mucho menos ser usados hacia el chiste fácil del que los niños más pequeños pueden retomar y aprender. Jalarse los ojos para rasgarlos e imitar el físico asiático se complementa con el uso de un acento decepcionantemente burlón, y la palabra «chinitos» sale de la boca de Tomás cuando se refiere al pueblo japonés.
Todo lo demás lo puedo pasar por alto, pero habiendo tantas conversaciones allá afuera sobre el racismo y lo necesario de borrar clichés y estereotipos fársicos para recibir de manera más abierta la diversidad cultural, y enriquecernos con lo que el otro tiene para ofrecernos, me parece inaceptable que una obra dirigida a los más pequeños los aliente a repetir mofas que de ninguna manera son graciosas o respetuosas con todo un Continente y toda una cultura. De la que de, de hecho, tendríamos mucho que aprender, y mucho que compartir, especialmente a los niños que absorben conocimiento como esponjas. Qué decepción u qué desperdicio por parte de El Viaje Del Corazón.
La obra termina por tomar la salida fácil, asumir al público joven como falto de comprensión, modificar un mensaje que sería importante y poderoso compartir, y buscar humor donde hoy en día es inapropiado y poco despierto tratar de encontrarlo. Lo que es una lástima porque a pesar de sus defectos más simplones, El Viaje Del Corazón muestra un potencial visual genial. Una escenografía, proyecciones e iluminación perfectas y un trabajo corporal con el que definitivamente se podría hacer mucho más que caer en el cuento básico que no llega a nada.
El Viaje Del Corazón se presenta sábados y domingos a la 13:00pm en el Foro la Gruta del Helénico.