Una primera cita desquiciada saca a la luz las neurosis e inseguridades de un par de individuos que están lejos de tener los Güevos para darle paso al amor. Risas incómodas, un colorido vestuario, pena ajena y divertidas actuaciones por parte de Adriana Llabrés y Quetzalli Cortés (alternando con Miguel Santa Rita) hacen de este date uno tan surreal que es imposible no vivirlo ahogando gritos de ansiedad.
El amor a primera vista podrá sonar muy bonito en papel, pero la realidad es que nadie quiere escuchar un «te amo» en la primera cita. Y eso no es lo peor que sucede en Güevos (Nerve) de Adam Szymkowicz. Los dos problemáticos personajes al centro de la obra son un red flag andando. Y sin pena o pudor alguno ondean sus defectos como pavorreales ante el otro para concretar una cita que en una noche se acaba convirtiendo en un ciclo completo de subidas y bajadas que a cualquier otro le tomaría una relación de años para experimentar tan florido.
Él no para de hablar del primer beso que en minutos ya quiere ver suceder, le habla a su propia rodilla a la que convierte en marioneta, y es un tanto cuanto posesivo al punto en el que se ha enfrentado a más de una orden de restricción por parte de ex amores; ella salta de cita en cita sin esperar otra cosa que no sea entretenimiento momentáneo, a falta de emoción que la mueva prefiere cortarse, y su manera de coquetear, si se le puede llamar de esa forma, es más que nada una confrontación directa y agresiva que raya en la carencia de filtros.
Pareciera, de hecho, que están hechos el uno para el otro. Tan mal en todo sentido que no les queda más que funcionar bien. Y eso es lo que ponen a prueba en una primera cita, que conforme las mesas se quiebran y separan y la ropa cambia de persona en persona, las reglas de un encuentro convencional se rompen por completo para que estos personajes puedan vivir en cuestión de una noche una entera relación de sube y baja en la que la honestidad en extremo cándida resulta toda un arma de doble filo.
Una comedia oscura que Adriana Llabrés y Quetzalli Cortés toman con Güevos, aventándose a la corriente de un tobogán que una vez que toman de bajada no para de dar vueltas imposibles, y se divierten en lugares y rincones de un comportamiento sociópata que les permite jugar a ser todo lo que ninguna persona tiene permitido ser jamás. Y se nota lo mucho que estos personajes les abren la puerta a la incomodidad graciosa. Adriana juega con la voz de una manera tan absurda, tan divertida que raya en lo maniaco; y Quetzalli, por todo lo nocivo que es su personaje, consigue cubrilo con capas y capas de ternura que provocan que, a pesar de todo, uno le eche porras.
La dirección de Benjamín Cann de mano con el dispositivo escénico de Matías Gorlero, es sencilla y de cierta manera restrictoria. Prácticamente sólo se usa proscenio para toda la acción, pero hay un detalle lindo de construcción que transporta hacia un lugar perfectamente arquitectónico en la integración de un bañito semi translúcido que alcanzamos a ver al fondo del escenario, y que funciona como descanso para los momentos (muchos momentos) en los que los personajes requieren de un espacio propio para liberar estrés.
La escena, sin embargo, sí queda atrapada en una línea horizontal angosta sobre la que los personajes se mueven como atrapados en una caminadora, cosa que vuelve el montaje repetitivo y poco lucidor. El texto es gracioso, pero reiterativo, cosa que sumada a un trazo enclaustrado, para el final termina por cansar a pesar de las muy merecidas y ganadas risas.
Hay algo interesante en la propuesta de una mesa que se va partiendo a la mitad para poder trasladarse y convertirse en partes individuales que representan a esta pareja que nunca realmente logra ser dos… excepto en muy pocos momentos; y en el juego de vestuario (llamativamente diseñado por Mario Marín del Río) que va colocando los roles del encuentro en manos de uno y otro, a partir de ropa perfectamente intercambiable que hace de la puesta un juego como el de las tazas de té del Sombrerero y la Liebre en Alicia en el País de las Maravillas, con la misma alusión a la espontánea locura.
Güevos es un divertido momento, y en gran medida logrado por una Adriana Llabrés y un Quetzalli Cortés que están muy dispuestos a ir siempre un pasito más allá. Hay carcajadas, las hay, y momentos en los que, quizá de manera reducida, uno pueda llegar a encontrarse en los defectos de estos dos personajes tan fuera de serie, pero es difícil visualizar la historia llegando a un punto concreto. Como sus protagonistas es tan volátil que pareciera no tener un punto claro de aterrizaje. Y no lo tiene. Para el final ha dejado atrás el momento perfecto para cerrar la anécdota y continúa como gallina sin cabeza aún moviéndose pese a que ya dijo todo lo que tenía que decir.
Güevos se presenta viernes, sábados y domingos en Foro Shakespeare.