Un montaje de Hamlet que cuestiona hasta dónde se puede llevar lo teatral cuando de Shakespeare se trata. Y la respuesta es, si eres Angélica Rogel, hasta donde quieras.
Con visuales más limpios y modernos que su anterior Titus, Angélica Rogel vuelve a tomar un Shakespeare, esta vez para romper con lo imaginado y visto, y hacer de Hamlet una fábula contemporánea que va más allá del tema venganza, locura y ambición.
Transportando la historia de Dinamarca a un corporativo familiar, estilo Succession de HBO, y convirtiendo al Hamlet masculino en una andrógina mujer en duelo interpretada por Irene Azuela, Rogel, otorga una nueva capa al relato que resulta nueva para Shakespeare pero cansadamente frecuente para la mujer en el ambiente laboral. El desbalance de género que lleva al hombre a «tirar por loca» a la mujer que se atreve a cuestionar, a la que rompe con la corrección de lo establecido, a la que muestra vulnerabilidad.
De modo que Claudio y Gertrudis son muchos y muchas allá afuera que se compran la inestabilidad emocional de Hamlet con una mano en la cintura para barrerla por debajo de un tapete sin pensarlo dos veces; y más allá de eso, manteniendo el género de Ofelia y dejando su relación amorosa con Hamlet intacta, le permite a Polonio representar la prudencia conservadora: discreta, la que no usa las palabras con todas sus letras porque les tiene miedo, la que previene a su hija del juicio social, del escándalo. ¿Por que qué mujer de familia decente, incluso en 2022, se dejaría ver como pareja de otra sin dañar un poquito el legado de su apellido?
Hablemos sobre el vestuario de Hamlet.
En un cuadrilatero que de una manera meta funciona como escenario dentro del escenario para permitir a la ficción ir y venir durante la obra; y con sillas a los laterales y distintos objetos entre piernas que parecieran caóticos (como una impresora que va soltando hojas de papel al suelo), Angélica cumple el propósito no sólo de jugar con la teatralidad pero de hacernos parte de ella.
En sus sillas su elenco son actores, dentro del espacio escenográfico son personajes. Cada uno sostiene una naranja, como un avatar. En el mundo espiritual la naranja se traduce al balance emocional, pero Rogel la usa como espíritu vital. La pela, la exprime, la pisa, la desgarra conforme los personajes se ven angustiados, heridos, muertos; cosa que no es la primera vez que sucede como metáfora. El mismo Ford Coppola ya había usado la naranja como símbolo de muerte en El Padrino.
Mientras las naranjas pierden cáscara para que la pulpa sea el hombre sin máscara, la escenografía (cortesía de Aurelio Palomino) pasa de ser un perfecto muro como cualquiera en tantos edificios donde se toman decisiones importantes, a literales pedazos rotos de un set notoriamente teatral, notoriamente manual, de tela y plafones quebradizos, un diseño de producción que no se oculta y que se va agrietando conforme Hamlet va «tirando el teatrito», estilizado gracias a la iluminación de Patricia Gutiérrez, que de manera ingeniosa incluso usa espejos para dar brillo y reflejo a ciertos momentos.
Todas decisiones inteligentes, pensadas, poderosas. Hamlet es teatro de manera orgullosa y al mismo tiempo capaz de reírse de sí mismo. Cuando llega el momento de «¿Ser o no ser?», Irene Azuela sostiene una pistola, no una metáfora de su propia duda ante el suicidio; Poncho Borbolla hace mofa de estar usando su propia ropa como vestuario, y en un momento rico y clave, Hamlet en personaje, dirige a Miguel Santa Rita (y al resto del elenco) fuera de personaje, y les pide ser naturales, no teatrales, permitir entrar la verdad en sus diálogos, más que el drama de la forma.
Pero forma hay y mucha y no es incoherencia, pero juego. El fantasma del padre de Hamlet son sombras creadas con linternas, la locura son susurros del elenco, la realeza es un saco con peluche en el cuello, la semilla de la venganza son hojas de papel en el pecho de los actores, las alianzas son gamas de colores entre el negro y el gris (de un vestuario sencillo pero bello de Natalia Seligson) y la muerte de Ofelia es una naranja cayendo al agua de una pecera.
Encima de lo que Angélica Rogel pone sobre la mesa, que podría ser mucho, pero nunca raya en lo demasiado, no hay un sólo actor sobre ese escenario que no sea un gozo de ver en acción. Maestros como Mauricio García Lozano, Emma Dib, Alejandro Morales hacen lo propio con absoluta soltura y facilidad, mientras David Gaitán, Tamara Vallarta y Miguel Santa Rita se ponen a la par de los que ya se han ganado el título de grandes, Poncho Borbolla navega entre la tragedia y la comedia, genial como cada vez más nos tiene acostumbrados; Irene Azuela se come la escena con hambre, manteniendo la locura contenida, no desatada, y si bien su deseo de venganza se ve atenuado por su propio ingenio, entrega a una Hamlet única y digna, y Assira Abbate (porque no me tocó ver a Naian González) se roba el montaje, como ya había hecho alguna vez para Macbeth, con una interpretación llena de garra y riesgo.
Escribo estas palabras tras el fin de temporada de Hamlet, que tristemente me tocó ver ya muy avanzada en temporada, con la esperanza de que en algún momento pueda tener una segunda vida y regresar al teatro. A Angélica Rogel le he visto mucha maravilla y ésta se coloca definitivamente como parte de la cima. Un Hamlet con algo nuevo que decir. Una directora que sabe cómo decirlo. Un elenco repleto de lo más espectacular que tiene nuestro tianguis teatral que rara vez se ensambla junto en un sólo proyecto, cosa que no es para desaprovechar; y un equipo creativo que supo hacer de este Shakespeare algo sofisticado, elegante y memorable.
Hamlet ya no se encuentra en temporada actualmente.