Hablar de José El Soñador en pleno 2022 es una cosa que presenta sus retos. El musical, originalmente creado como operata para un coro escolar por Andrew Lloyd Webber y Tim Rice cuando apenas salían de la adolescencia, definitivamente no es el mejor trabajo de la pareja (no cuando pocos años después lograron masterizar su técnica en la creación de Jesucristo Súper Estrella), sin embargo es uno que ha conseguido volverse icónico, aplaudido e inumerablemente remontado alrededor del mundo; hasta con una película estelarizada por Donny Osmond.
Lo que tiene José El Soñador es que, al ser un pasaje de la Biblia, fácilmente contado en meros 15 minutos o menos, y luego estirado a convertirse en el show de una hora, hora y veinte que conocemos hoy, se convierte prácticamente en un lienzo en blanco. ¿Por qué? Porque la trama en su nimiedad deja de ser la pieza central del montaje, permitiéndole a los creativos a cargo de la producción viajar, volarse y construir fantasías. Un musical dedicado a los soñadores que, de hecho, permite soñar.
Una fábula sencillísima: 11 hermanos llevados por la envidia, venden a su hermano José, favorito de su padre como esclavo para egipcios, quien, en su capacidad para interpretar sueños, acaba volviéndose la mano derecha del Faraón y finalmente se ve en posibilidades de vengarse de sus hermanos cuando, años después, ellos acuden a él (sin reconocerlo) en busca de comida, y José encuentra el momento ideal para repartir su castigo. Lineal, moraliña (porque bíblica, claro) y familiar.
Bajo esos términos, Alejandro Gou toma el reto con clara influencia de los espectáculos apantallantes de Las Vegas, espolvoreado con conceptos teatrales (que en definitiva no son los protagonistas), y se permite bañarse además con cierta estética de los 20 (digamos Gatsby), combinada con el kitsch del Luxor en la Ciudad del Pecado y lo performativo de los show drag, que, por ejemplo, hacen de los vestuarios y tocados piezas centrales en cualquier presentación.
El resultado final es en definitiva hipnotizante, pero no por eso poco controversial. Como en producciones anteriores, llámese Hoy No Me Puedo Levantar y Jesucristo Súper Estrella, Gou ya había jugado con la idea de pantallas led reemplazando escenografía tradicional; pero aquí en José El Soñador crea un franco universo de proyecciones que borra la huella dactilar de cualquier trabajo que pudiera sentirse, sí más artesanal, pero lleno de concepto, creatividad y teatralidad, por uno enteramente animado y digital.
La propuesta pudiera gustar mucho a algunos y alienar a otros. Con el muro de pantallas definitivamente el enorme escenario del CCT1 se ve completamente lleno y caro, algo que difícilmente se hubiera podido lograr con escenografía como tal, pero también lleva el show al maximalismo retacado y el barroco visual que asociamos más con espectáculos como grandes conciertos, que con lo íntimo de una puesta en escena; que aún siendo José El Soñador pudiera tener momentos de quietud bien recibidos.
Los hay, al menos en el número de Cierren Las Puertas, en el que se le permite a José cantar sin tanta faramalla, pero en general, el back toma protagonismo, y a pesar de que a momentos suceden bellas interacciones entre lo animado y los actores en vivo, en otros momentos la batalla por la pupila es una lucha que embebe al ojo y lo confunde para no saber en dónde enfocarse.
En efecto la decisión es polémica, pero también es cierto que pudiera ser acertada para el público que busca la espectacularidad en el cobro de su boleto. Lo que ese público se va a encontrar, y esto es lo bello del asunto, es que más allá del colorido fondo y espectaculares atuendos rebasados de color en telas de showgirl de fantasía, el elenco brilla con luz propia; y para la gente, por ejemplo, que pudiera no conocer a Fela Domínguez, Andrés Elvira o Mauricio Hernández, y va con la esperanza de ver a los nombres más populares de la compañía como el de Carlos Rivera o Kalimba, se va a topar con gente increíble que con suerte saldrá cargando del teatro.
Sin duda, Fela es la estrella de José El Soñador. Reviviendo la fantasía de las musas de Hércules de Disney, Fela Domínguez utiliza esa voz tan entrenada en jazz y gospel para transformar el papel de La Narradora y entregar un franco concierto digno de cualquier Aretha, Whitney o Jennifer Hudson, tanto así que a momentos, su voz deja tan impresionada a la audiencia, que la obra se tiene que detener durante minutos que duran los aplausos hacia ella.
Y no es de sorprender, el fuerte de Fela es la enorme capacidad que tiene de jugar con la voz como si fuera agua, y ese color y tesitura que una misma Christina Aguilera envidiaría. Desde que pone un pie en el escenario, envuelta en un look púrpura digno de RuPaul, Fela te dice «bienvenidx a mi concierto», y luego te regala melodía tras melodía digna de pop star, aderazada además por revelaciones magníficas de vestuario, y hasta un brilloso homenaje visual al Elvis de los 70.
En todo momento es imposible quitarle la vista de encima, y escucharla cantar vale cada centavo del precio del boleto. A su lado, Carlos Rivera se empareja con una voz aterciopelada, sin duda gozosa, pero un personaje al que es difícil sacarle mucho carisma, y que permanece en todo momento en la gama de grises; y un Kalimba que sale a divertirse, no a probarse con la audiencia que ya conoce los alcances de su voz, pero a jugar con el personaje del Faraón que le permite meter un pie en el agua de la comedia, y a pesar de no ser actor, vibrar con una energía contagiosa en el escenario.
Una de las piezas más valiosas, sorpresivamente de la puesta, son los once hijos de Jacob, que en otros montajes se convierten en una masa hegemónica sin ningún tipo de chiste, y que en esta versión encuentran individualidad, sí desde la caricatura, a la Siete Enanitos de Blanca Nieves, pero con mucho encanto. Entre ellos, Mauricio Hernández que va pintando las escenas en las que aparece junto a sus hermanos de una bobería ridículamente tierna, pero en especial Andrés Elvira, que como Simeón (aparentemente francés en esta versión) hace de «Días de Canaan» la escena más hilarante y memorable de todo el montaje. Una amenaza 360 que entre canto, baile y comedia se mete al público como monedas en el bolsillo y termina su número recordándonos que en él tenemos a uno de los mejores representantes de nuestro pequeño tianguis teatral y que sí, tenemos que empezar a aprovecharlo mucho más.
José El Soñador no tiene pies ni cabeza. En su virtud de ser un lienzo en blanco, y su defecto de ser un musical estirado para poder presentarse en West End a inicio de los 70, la obra lo es todo y nada a la vez. En José El Soñador uno no va a encontrar coherencia, ni siquiera se puede buscar los grandes dones de Lloyd Webber y Tim Rice, que en ese momento estaban más preocupados por experimentar y descubrir, razón por la cuál José es una ensalada del chef que incluye pop, country, calipso, rock n roll y más, que es precisamente por eso que no se le puede juzgar con lupa. Momentos cowboy de rodeo en Canaan, como flappers en Egipto y caribeños en la escena más dramática del show que finaliza el Acto 2, todo resulta válido en José El Soñador, porque como mencioné antes, es el lugar para jugar a ser Pollock.
Ese detalle pudiera no entenderse por completo, y comprendería a cualquiera que dijera, «A mí José no me hizo mucho sentido». Válido. Como válido es aquél que sale volado con los trucos animados, o recordando entre sueños «no perder la fé». José El Soñador es un musical polarizante. Creado desde génesis no para competir contra los grandes de West End, ni siquiera del mismo Lloyd Webber, que en su búsqueda de una identidad eventualmente nos entregó maravillas como Phantom o Sunset Boulevard, pero para apelar a un público joven despertando a descubrir el arte del teatro musical. Un primer plato en una degustación que más adelante se pone verdaderamente deliciosa, pero que, con suerte, atrapa lo suficiente a esos nuevos a las butacas de un teatro, para que se queden un rato más a disfrutar de todo lo demás que se les puede ofrecer.
José El Soñador se presenta de jueves a domingo en el Centro Cultural Teatro 1, ojo, hasta el 27 de marzo. La temporada es corta, no digan que no les advertimos.