Basada en las memorias del actor Alejandro Reyes, Junio en el 93 nos lleva a Jalapa, a una década donde el VIH se consideraba el «cáncer gay» y salir del clóset, especialmente en provincia, no era una cosa del todo normalizada, para relatar un corto instante backstage, durante un montaje de Mishima, en el que Junio (alter ego del mismo Alejandro) vive y parece autodestruirse a través de encuentros sexuales que lo esclavizan al deseo y lo llevan a enamorarse de un imposible.
No es casualidad que obras como Angels in America de Tony Kushner o Rent de Jonathan Larson hayan estrenado para levantar la voz en los 90, en pleno pico de la epidemia del Sida, cuando los gobiernos de los países y el mismo Presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, se negaba siquiera a mencionar la palabra VIH, mucho menos a esforzarse por curar la enfermedad que estaba acabando con tantísima gente de la comunidad lgbtq. Misma década en la que el actor y eventual autor Alejandro Reyes fue diagnosticado con el virus en 1993 y decidiera escribir una autobiografía, hasta ahora inédita, donde se relata un pasaje de su viaje en Veracruz como seropositivo y sus vivencias tanto sexuales, como amorosas, como artísticas durante su estancia en Jalapa tres años previo a su muerte.
Junio, magníficamente interpretado por Baruch Valdés, deja su vida, su tratamiento médico y a su pareja en CDMX para viajar meses a Veracruz y envolverse en el mundo de Mishima; un autor mejor conocido por sus controversiales ideologías de ultra derecha nacionalistas a finales de los 60, quien cometió seppuku en un último grito de activismo contra la Constitución japonesa; y transformarse en un «Onnagata», aquellos actores japoneses encargados de encarnar personajes femeninos en el teatro kabuki.
El onnagata pareciera ser la única figura que se adecúa de manera magnífica a la personalidad poco heteronormada de Junio, de quien se empapa para crear un personaje repleto de feminidad y delicadeza, que aún en los 90 resultaba, igual que el mismo Junio fuera de personaje, provocativo para una sociedad puritana acostumbrada a estereotipos de masculinidad y el deber ser del hombre, incluso entre la comunidad homosexual y sus compañeros actores, uno de los cuales, el de mayor edad, Homero, lo señala y critica por llenar la obra de «jotería».
Pero más allá de que Mishima logra tocar a los cuatro actores que forman parte de la pequeña compañía, entre ellos un hombre joven heterosexual y una mujer trans (Venus), de distintas maneras que Martín Acosta (director) ilustra de forma muy bella utilizando elementos del teatro tradicional japonés, es Junio el que carga con la historia de aquel samurai que se enamora de otro hombre incapaz de aceptarlo, y de manera francamente saboteadora y destructiva lleva el papel a la vida real buscando en la oscuridad de Jalapa encuentros sexuales de satisfacción momentánea, con hombres que más allá de un placer enteramente edonista, no buscan ni son capaces de aceptar una orientación sexual que no sea la hegemónica.
En específico un tenista conservador de quien se enamora prácticamente a primera vista y quien, a pesar de seguirle el juego a escondidas de manera meramente sexual, le deja en claro que no se considera homosexual, ni pretende involucrarlo en su vida de ninguna manera que no sea furtiva.
Así, mientras la compañía diversa y un tanto queer de Mishima se enfrenta a una década en apariencia más receptiva a la diversidad, pero en el fondo reprimida e intolerante como tantas de un pasado que no se ha podido borrar, Junio se va llenando de soledad y oscuridad, de un desamor que lo hunde en la insatisfacción pura y lo orilla a replantearse el por qué de su necesidad de intimar con extraños y caer en momentos de franca humillación.
Aplaudo Junio en el 93 porque en ningún momento toma el papel de juez a lo que durante muchos años fue considerado como la «promiscuidad» de la juventud gay, que hoy en día entendemos como la vivencia de una sexualidad que no tiene por qué tener restricciones absurdas y etiquetas innecesarias; que no violenta de ninguna manera a la comunidad seropositiva, pero sí usa el VIH como un elemento que para los 90 era definitivo en las relaciones lgbtq, que da visibilidad a actores queer y trans en los papeles que requieren dicha representación y que además visualmente es un gozo.
Porque así como el anecdotario de Junio puede resultar muy florido también a momentos es devastador, y Martín Acosta, ayudado en gran parte por el gran trabajo de Matías Gorlero en diseño de iluminación y Eva Aguiñaga en escenografía, crea todo tipo de ambientes, desde dojos sencillos de páneles de madera transformers, hasta calles y pasadizos construidos a partir de dos bancas, y el mundo de Mishima con un proyector y un biombo. Todo minimalista en tonos chocolate que de algún modo es un recuerdo constante de imágenes que tenemos en la cabeza del viejo Kyoto.
Y así como Acosta se toma la libertad de transformar momentos de intimidad pura en bailes y coreografías muy bellas que evidencian la sensualidad en el contacto de dos hombres, también se lleva sus escenas a lugares desgarradores y dolorosamente gráficos que recuerdan que hay dos caras de la moneda cuando de sexo se trata; y que así como puede ser un acto de amor y conexión, también lo puede ser de brutalidad bárbara e imposición de poderío. Mucho más cuando se trata de dos hombres, donde la leyenda «a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa», se borra por completo, para dejar en su lugar el instinto mucho más carnal y salvaje de la masculinidad sin restricciones.
Baruch Valdés es un Junio perfecto, y es tierno y frágil, deseoso, afectivo y superado por sus circunstancias, y un actor que logra transmitir lo endeble y lo franco desde el principio; pero es Miguel Jiménez, quien lo acompaña en varios momentos como distintos personajes quien se monta como el centro y piso de la obra. No sólo consigue momentos hilarantes, como aquél en el que por segundos se transforma en Juan Gabriel, pero también muchos de los más repugnantemente reprimidos y violentamente machos. Los que, de una manera tan oriental, completan el yang al ying de lo que Baruch ha estado haciendo en escena.
Junio en el 93 es un trabajo de ensamble, y como tal funciona como el baile kabuki al que tanto homenaje hace desde antes siquiera de dar inicio a la tercera llamada. Una historia real. Un hombre que no vivió lo suficiente para ver a la sociedad abrise (aunque sea un poco) a la diversidad sexual y la identidad de género. Una epidemia que acobardaba y que nos robó mentes brillantes y artísticas. Y una obstinación autodestructiva, aprendida desde la infancia, a buscar en la figura del hombre aquél con lo alfa marcado sobre la frente, que por tantos años ha impedido llenar la necesidad afectiva de personas queer fuera de la normatividad.
Alejandro Reyes, así como Jonathan Larson con Rent, no habrá vivido lo suficiente para ver su obra convertida en potente mensaje, pero la compañía Teatro de Arena lo hace con seriedad y belleza, y deja con Junio en el 93 testimonio de una década que para la comunidad lgbtq fue una transición incómoda entre lo aceptado y lo indecente, lo seguro y lo mortal. La historia de Junio es de pronto dura de escuchar, y es sólo una de tantas que cuando muchos se negaban a prestar un oído se quedaron en el silencio.
Junio en el 93 se presenta viernes, sábados y domingos en el Foro la Gruta del Helénico.