Una mirada a la violencia ejercida por el narcotráfico desde los ojos de un equipo de fútbol infantil que ve su vida ennegrecerse luego del asesinato de su coach. La Cascarita nos transporta a una tierra perdida, pero es a través de las Zarigüeyas que el relato se vuelve prácticamente mítico y nos permite acceder a ese México que dolorosamente conocemos bien, que en manos de niñes adquiere un significado más urgente.
Texto ganador del Premio a Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo Trejo en 2022 (de Janil Uc Tun) La Cascarita toma lugar en pasado y presente en el recóndito Santiago Mataindios donde un grupo de niños que han hecho de la calle su cancha de juegos, ven perder poco a poco la resistencia del pueblo que llaman hogar ante la llegada de un extraño, Mefis, que comienza a amenazar ejidatarios y a dejar cuerpos a su paso, incluyendo el de «Cascarita», el hombre que hacía las veces de entrenador para el equipo de Zarigüeyas, y cuya muerte desencadena el principio del fin.
Manejado como una especie de documental, las Zarigüeyas son entrevistadas en su vida adulta sobre los incidentes en Santiago Mataindios durante su infancia, época de su vida que están renuentes a recordar con notorio miedo, y cuyas narraciones nos regresan a esos instantes previos a la llegada de Mefis donde simple y sencillamente eran un equipo de fubtol de niños comportándose como niños, donde los apodos poco halagadores reinaban, la envidia al que tenía el balón más caro era obvia, y el chavito con menos recursos se curtía una piel más dura que el resto por instinto de supervivencia disfrazado de yo puedo con todo.
A pesar de que son actores adultos de la Compañía Nacional de Teatro los que cuentan ambos tiempos paralelos, haciendo las veces de treintañeros y niños apenas entrando a la pubertad, la directora Sayuri Navarro integra a un grupo de niños en la edad real de los personajes, que aunque reciben pocos diálogos, hacen espejo con sus contrapartes adultas y funcionan como ensamble coreográfico y una constante visión representativa de las infancias que se enfrentan contra una vida de violencia desde muy pequeños en varios lugares del país, sin otro remedio que el de acostumbrarse a que así son las cosas.
Niñes que a diferencia de otros de mayor privilegio han crecido avispados y con mucha más percepción adulta del mundo que les rodea; y que sin embargo no dejan de ser aquellos que sólo quieren jugar, divertirse, molestarse, comer chilito, integrarse, sentirse parte de algo y emular a sus héroes. Niñes que en su tiempo con el balón y sus amigos encuentran un escape a la tediosa realidad de un pueblo que no tiene mucho para ofrecerles y familias no siempre constantes o especialmente acogedoras.
En este contexto, Mefis, espectralmente representado como una figura de negro, sin cara, aparece para postrarse a lo lejos como un encuentro de reojo con una pesadilla, representando no a uno, pero a muchos de esos hombres que se apropian de pueblos y cultivos en nombre del narcotráfico, y que así como ofrecen empleos a los que decidan unirse a su causa, con la misma facilidad se deshacen de los que les estorben. Las Zarigüeyas lo notan desde el principio y entienden, a pesar de que ese sea su primer encuentro con el negocio, que todo está por cambiar para ellos. Y de adultos, mucho más conscientes de quién era el hombre (hombres, quizá) que terminó por acabar con su pueblo se congelan en el documental que los está filmando cuando el recuerdo los enfrenta con un peligro con el que prefieren no asociarse. Porque le sobrevivieron. Porque les mató lo que más querían.
El texto que hace de Mefis un monstruo de cierta esencia sobrenatural, tiene guiños a la manera del mismo Stephen King de enfrentar a un grupo de niños en un pueblo pequeño a una entendidad que los sobrepasa, los amenaza y violentamente comienza a permear su espacio y vidas hasta acorralarlos. Hay algo de thriller en La Cascarita que sumado al notorio terror de los testimonios de las Zarigüeyas adultas crece el mito de aquello que llegó a ser Santiago Mataindios y lo que se perdió en una batalla que jamás tuvieron posibilidad de ganar.
Sayuri Navarro juega con diversos elementos para crear este universo marcado por un momento congelado en el tiempo. El documental se hace presente con proyecciones que nos recuerdan la presencia de cámaras, mientras el trauma que tiene mucho de síndrome de estrés postraumático se convierte en agresivos movimientos corporales, tics y coreografías repetitivas, compulsiones que se han cargado a una vida adulta como saco que se arrastra. La fusión entre actores y niños tiene momentos muy bellos como de paso de estafeta, que evidencian que a ese niñx que fuimos lo traemos siempre con nosotros; pero no todo lo que se cuela a la escena termina por ser puntual y signficativo.
La presencia de un elenco enorme tiene momentos francamente caóticos y confusos, así como otros mucho mejor logrados donde los niños se vuelven parte del escaparate, más que una presencia distractora con demasiado movimiento. Micrófonos y canciones parecieran hacer hincapié en discursos especialmente urgentes, pero terminan por levantar una bandera un tanto aleccionadora, innecesaria para una historia que habla alto y fuerte por si sola; y la integración de discursos ajenos a la trama, como unas pancartas que se usan para revelar la batalla contra el bullying que ha sufrido la actriz Tanya Gómez por su peso, entran rasposa y forzadamente a un relato que aunque discute la violencia, lo hace sobre una muy específica que no es la estética.
En las escenas finales, La Cascarita tiene un vuelco de tuerca que pellisca en donde ya nos había dejado moretones, pero el cierre contundente que se liga directamente con esa punzada que la obra ha dejado en color rojo se diluye en una dinámica fuera de texto y trama que transforma el Foro la Gruta en un mitin de la Ciudad de los Niños donde actores y público participan para soltar deseos de buena fe hacia las infancias. Una mecánica sin duda linda en su intención, pero completamente fuera del mood del montaje que termina por romper con ese sentimiento con el que la obra nos fue cargando hacia un final que pudo haber sido silenciosamente mucho más poderoso.
Siempre habrá algo fulminante en usar la mirada infantil para acceder a una violencia que, de pronto, en adultos tenemos normalizada o lejana al punto en que preferimos no verla, no pensar en ella, y que es solo a partir de niños que logra confrontarnos como un abrelatas que nos arranca el escudo para dejar entrar el polvo. La Cascarita es redonda, inicia con un cuerpo, como un misterio, para después llevarnos por distintos tiempos que rompen con cronología para poder ir cayendo en su lugar por sí solos y una narración que no es la historia ni de niños, ni de adultos solamente, pero la de un país, la de muchas regiones, la de varios pueblos y gente para la cual Mefis es parte de sus vidas desde la cuna y hasta el ataúd.
Ese cuerpo que abre el montaje, que pareciera ser único y cuyo pasado, se presume, se nos va a desvelar para entender el crimen, termina por no ser un misterio, pero un espejo. Y La Cascarita una interrupción de inocencia demasiado real.
La Cascarita se presenta viernes, sábados y domingos en Foro La Gruta.