El teatro como herramienta de evangelización, La Conversión Del Diablo nos transporta a la Nueva España, a un tiempo en el que Quetzalcóatl podía ser Santo Tomás y Tonantzin la Virgen María, a una época en la que Padres y Frailes montaban obras con la intención de introducir la fe cristiana, en un teatro, el nuestro y el de ellos, que cobra vida como un personaje, quizá el protagónico, capaz de cambiar la historia.
En proscenio, un Padre toma una siesta con ronquidos que hacen retumbar el Julio Castillo, mientras atrás de él, un grupo de actores indígenas se asoman por detrás de una pirámide para mirar cautelosos al público, extraños y desconocidos, antes de comenzar un ritual que bien pudiera ser un sacrificio azteca, tal vez en nombre de Huitzilopochtli, pero no lo es… es teatro.
Y vaya teatro. Una pantalla multimedia en tonos rojizos, una iluminación estridente encendida, cantos y baile para acompañar forman esta primera escena que nos regresa a un tiempo en el que México estaba repleto de historias y mitos carnosos y coloridos que, por alguna extraña razón, no inspiran lo suficiente nuestro teatro, nuestros cuentos modernos, cuando tienen tantísimo que revivir y pudieran ser una evocación constante en nuestros medios más narrativos.
El grupo en realidad está trabajando en un montaje representativo del Sacrificio de Abraham. Un pasaje de la Biblia que un fraile está estudiando con ellos como parte de un proceso para introducir la religión de sus virreyes españoles, a través de imágenes de las religiones antiguas que los puedan ayudar a hacer la transición más sencilla. ¿Pero por qué a nadie le estamos sacando el corazón?, se preguntan extrañando lo que aquello significaba para ellos, al tiempo que el Padre de los ronquidos, ya despierto, cuestiona la necesidad de el «teatrito» para un dogma que no tendría por qué recurrir a recuerdos de un tiempo pagano.
Conforme el ensayo de la obra va avanzando y nuevos personajes indígenas se revelan y cuestionan el borrado de su fe, su población y su cultura, el Padre se va dando cuenta que, en efecto, puede utilizar aquel lugar seguro para los naturales, su religión, para manipularlos desde un lugar politizado, y encontrando la alianza perfecta en un hombre que desesperadamente busca el título de «Tlatoani», puede romper un poco sus propias reglas que prohiben adorar ídolos, e introducir el culto a la Virgen María como la diosa madre que apaciguaría la rabia de la población nativa.
La Compañía Nacional de Teatro se luce con La Conversión Del Diablo en muchísimos sentidos. Primeramente a través de un texto de Carlos Pascual que mezcla náhuatl con español que pudiera pasar por antiguo sin realmente serlo, cosa que conforma parte de la comedia, y hasta un español… no, un argot, casi teatrero a través del cual hace guiños constantes y autoconscientes al teatro que se hace hoy en día y cuyas carencias conocemos y reconocemos lo suficiente para poder reír de verlas introducidas al siglo XVI.
Pero sí quisiera puntualizar en el arma bilingüe de una obra que toma mucho del pasado magnífico de México para honrarlo, ahí donde tantas veces las historias que contamos parecieran estar mucho más empapadas de inspiraciones extranjeras que aquellas propias que tenemos por montón repletas de lugares lúdicos y características muy propias y especiales, que en nuestro propio país están desaprovechadas y recluidas a Museos y libros de historias. Ver a un grupo de actores trabajar un texto desde el náhuatl (escrito con la asesoría de Gudelia de la Cruz), que no siempre tiene traducción a público pero tampoco la requiere, es gratificante, y aplaudible en enorme dimensión que el elenco no esté blanqueado como para hacer de este elemento un disfraz.
Pero es quizá el diseño de producción lo que hace de La Conversión Del Diablo un montaje gigantesco sin realmente requerir de una producción opulenta, sólo inteligentemente seleccionada y puntualmente colocada. La iluminación de Matías Gorlero crea momentos francamente magníficos de pronto pintados con los colores de la bandera mexicana, ayudada por la enorme profundidad del Teatro Julio Castillo, que permite a Martín Acosta (director) construir planos a través de los cuales un mundo entero, una época entera, son posibles. Y más que posibles bellos y altivos a la mirada.
La escenografía de Jesús Hernández es la pieza principal, una dimensionada pirámide que es el eje de toda acción, perfectamente rodeada de oscuros, sólo una pantalla por encima de ella de pronto luce imágenes que rellenan de color el firmamento escénico, pero fuera de eso, permite a la caja negra funcionar hacia dónde se le quiera ver como esta tierra en plena transformación, y ante todo, este teatro. Donde estamos en la Nueva España, sí, y al mismo tiempo siempre sobre un escenario.
El vestuario de Mario Marín del Río completa la trilogía perfecta (por cierto, todo diseño visual inspirado en la obra de la artista Paloma Contreras Lomas). Y nuevamente de pronto pertenece a una época, y en otros instantes es simplemente teatro sin tratar de ocultar los hilos y las cuerdas. Explosivamente colorido, como parece serlo todo en La Conversión Del Diablo, y juguetón, porque si algo tiene esta obra es que al ser autoreferencial jamás se toma con solemnidad su propia historia, pero se divierte con ella, con el pasado y el presente, con lo absurdo de una evangelización que estaba cimentada en el truco y la mentira, una Inquisición que no era sino pieza en un tablero de ajedrez, y una mitología que permea toda fe religiosa con un aura de incredulidad.
Martín Acosta mueve además a sus actores en una especie de danza que a momentos es la coreografía de un montaje, pero otros tantos simplemente referencial a rituales que usaban el cuerpo como lenguaje. Y se ríe. Eso importa muchísimo. En La Conversión Del Diablo se ríe con el texto y se ríe con sus imágenes. Porque todo tiene un alo de absurdo. La historia, cuando la pensamos, cuando la recapacitamos, siempre acaba pareciéndonos un poco ridícula en sus huecos, de pronto bélica, a veces incomprensible y otras dolorosa. Pero bien dice el dicho que comedia es igual a tragedia más tiempo. Y qué mayor tragedia que la conquista de un pueblo originario y cuánto más tiempo que cinco siglos, que en términos de evolución del pensamiento, a veces pareciera un ayer.
Sobra decir que el elenco, enterito, es una franca genialidad, muchos de ellos, nuevamente, con el reto de interpretar la obra en dos idiomas y de moverse con una corporalidad que los mantiene al borde del salto para atacar; pero entre ellos, Fernando Bueno como el fraile desesperado por trabajar desde la nobleza del teatro, ingenuo para su propio bien, Marco Antonio García como el Padre maquinoso, regocijado en su propio nuevo poder, representante de una España narcisista, y Zaide Silvia Gutiérrez como la guerrera de otros tiempos que se niega a ser manipulada hacia lo manso, mucho más inteligente de lo que sus evangelizadores le dan crédito, los que arman franco escándalo y dan foco a tres partes claves de una historia que en realidad es un mapa.
La Conversión Del Diablo es ácida en su humor e ingeniosa en su presentación. Una obra que se come con los ojos porque es preciosa, pero se mastica con el cuerpo entero, especialmente esas últimas escenas que se sienten en parte como una reivindicación pero también como lodo en la cara de un pasado maquillado. Un montaje que celebro por su capacidad de retomar lo que nos cimienta hoy en día y que el teatro podría estar aprovechando para hacer tantísimo más con su folclor, y una compañía que viaja en el tiempo para pararse en una pirámide e invocar a un México riquísimo que de vuelta en el presente aún se puede reír en nuestra cara sabiendo que siempre tuvo algo de razón.