Escrita y situada en los 90, en plena epidemia del SIDA, La Fiesta decide huirle a un tema que hubiera podido retratar la vivencia gay de la época con verdad, para mejor enfocarse en desnudos gratuitos, personajes poco trabajados y un grupo de hombres que pintan a la comunidad gay como personas eternamente hambrientas incapaces de pensar en cualquier cosa que no sea sexo de la manera más predadora posible.
Es triste que de todos los textos que se pudieran montar hoy en día sobre historias LGBTQ+ se haya escogido La Fiesta de David Dillon. Una obra que hace 30 años llamó la atención por la presencia de varios desnudos frontales y una temática gay que en ese entonces levantaba olas de morbo, pero que hoy en día acaba por ser un sobajante retrato estereotipado de una comunidad que pareciera que no puede pasar ni dos segundos sin sexualizar a la persona de al lado.
Un grupo de amigos se reúne en casa de uno de ellos para jugar unas rondas de algo similar a Verdad o Reto, pero que incluye también la variante «Fantasía», que resulta un mero pretexto para que se desnuden entre ellos y puedan mostrar lo que el público pagó un boleto para ver. Sin ningún tipo de trama o conflicto que resolver por parte de ninguno, los desnudos llegan a montones de la manera más gratuita posible sin realmente mover la historia hacia ningún lado. Y es que no hay mucha historia que mover.
No hay erotismo, sino amarillismo, y lo sexy se ve reemplazado por lo tosco. Estos hombres literalmente se desnudan sin ningún otro motivo que no sea el de «vamos a reírnos tres segundos en lo que uno de nosotros se baja los calzones y luego seguimos con lo demás». Estos momentos no invitan a nada ni provocan ningún tipo de sucesión de eventos. El juego continúa y el siguiente se desviste y permanece desnudo y así sucesivamente hasta que todos han dejado nada a la imaginación, excepto, claro, el único actor plus size del elenco. Al que le ponen los boxers menos halagadores del planeta porque ¿cómo un hombre de cuerpo no atlético pudiera también tener un lado sensual? Impensable, pensaron.
Lo que sí tiene este personaje plus size es la personalidad de una hiena carroñera cuando se trata de sexo. Es sacerdote, cosa que en realidad no hace mucho por la trama, sólo lo es para soltar un par de chistes sobre monaguillos u obispos, pero no por interés en generar conflicto; venenoso con sus amigos, pese a que en algún momento lo describen como un hombre noble de gran corazón, cosa que nunca vemos; amante del teatro musical y ante todo un Homero Simpson si le ponen un pene en frente. Tanto así que al tener a sus amigos desnudos para brindar en fila en algún momento los nombra «buffet» antes de perseguirlos por todo el cuarto tratando de tocarlos.
Ahora, es clarísimo que en los 90, cuando esta obra fue concebida, poco se pensaba de ese tipo de actitudes bajo el esquema de acoso. Tampoco se hablaba de objetificación o consentimiento. Respondíamos ante un humor que incluía mucho de misoginia, homofobia (incluso entre gays, siempre hacia el más afeminado al que se le llamaba «loca» de manera despectiva), lesbofobia, gordofobia, y tantas otras cosas que hoy entendemos como ofensivas para mucha gente y de una comedia pobre que sabemos de cierto que sí se puede actualizar. Para este remontaje la adaptación es nula, y ahí yace su mayor error.
Tampoco por eso La Fiesta se puede escudar en ser políticamente incorrecta o sencillamente irreverente porque, pese a su bandera de liberación sexual, continuamente utiliza sex shaming en varios personajes. «Promiscua», «p*ta», «te metes con cualquiera», «todo mundo conoce tu agujero» se usan al por mayor como juicio hacia los personajes más activamente sexuales de la puesta, junto con muchos momentos francamente puritanos y moraliños de asco y vergüenza hacia fetiches, cosa que choca absolutamente con el hecho de que los siete en esa reunión están muy dispuestos a encuerarse y lamerse crema batida del cuerpo del otro por cotorreo. David Dillon no termina por decidir si sus personajes son un bólido sexual sin prejuicios o si pretende jugar dentro de las reglas de la sexualidad conservadora, monógama, heteronormada y pulcra.
En medio de esta planicie de poco suceso y muchísimo diálogo de relleno que no genera nada, Gerardo González, director del remontaje, decide llevar a sus actores a un lugar de plasticidad que se ve claramente evidenciado por la falta de contacto visual entre ellos. Los siete insisten en actuar hacia el frente, directamente hacia el público como si la cuarta pared estuviera rota, cuando dentro de la convención no lo está, dejando a sus compañeros de escena a interactuar con espaldas que por alguna extraña razón han decidido soltar su conversación hacia el vacío, rompiendo todo tipo de química que se pudiera dar entre el elenco.
Con pocos diálogos con algún tipo de dimensionalidad de los que pudieran colgarse para construir y esa incesante necesidad de interpretar volteando a ver al público como esperando aplausos, los actores de La Fiesta quedan desarmados y por tanto sus interpretaciones penden de un hilo. La construcción de personaje y por tanto actoralidad de la mayoría está sumida en lo inexistente, excepto en Lalo Arredondo y Luis Orozco que tienen la ventaja por encima de sus compañeros de haber recibido a los dos comic relief del montaje y se les regala una oportunidad creativa que aprovechan a su favor. Uno jugando a ser JVN de Queer Eye y el otro en una especie de Nathan Lane en celo. Pero incluso ellos batallan contra la vanalidad del texto y el gag que no logra provenir de la reacción del otro porque sus ojos están puestos en butacas.
Los únicos momentos de vulnerabilidad de sólo dos personajes jamás conectan con el grupo. Se entregan lejos del compañerismo y el texto avanza apenas los personajes terminan sus monólogos para regresar a lo liviano, como si Dillon estuviera aterrorizado de tocar lugares remotamente sensibles. Los siete personajes salen de la historia exactamente igual que como entraron, con menos ropa, pues, pero sin ningún tipo de arco narrativo que los transforme o toque de ninguna forma. La Fiesta permanece estática, estancada, más cerca del sketch que de la comedia como género que sí desarrolla a partir de un inicio, un medio y un final.
La Fiesta vende una cosa y es un producto rentable, eso no se pone en duda. El sexo es un gancho y siete hombres en full monty son carnada. El show entrega lo que promete en el poster en términos llanos y el voyeurimos en el espectador queda satisfecho. Cosa que no la excusa como obra de teatro. Una en la que si borramos la ansiosa espera por ver a cada uno de ellos quitárselo todo, la trama es un cascarón sin relleno. Sin nada que decir, ahí donde la época permitía hablar de uno de los momentos más difíciles y transformadores para el colectivo, repleta de comentarios que hoy entendemos retrógradas, y con un elenco que no representa al común del hombre gay allá afuera o a ningún tipo de diversidad que visibilice con verdad a la comunidad. La Fiesta revivió en un tiempo que la dejó atrás hace mucho, y su retrato de un grupo minoritario al que le ha costado mucho batallar estigmas y clichés nocivos estaba perfectamente bien descansando en el recuerdo de décadas pasadas.
La Fiesta: la Comedia gay de los 90’s tiene funciones de vierenes a domingo en Marketeatro.