Hay un dejo de ligereza en la dirección de Cristian Magaloni de una nueva versión de La Gaviota para Foro Lucerna. El drama de Antón Chéjov toma tintes de una familia que conocemos, que pudiera no ser tan distinta a muchas, pero está empañada por el peso de la expectativa y la neblina de una depresión que pareciera nublar a muchos sin disiparse del todo jamás. Pero tiene comedia y frescura. Magaloni entrega una Gaviota que a diferencia de algunas de sus predecesoras, tiene aire para respirar.
Un drama ruso de 1896 no es precisamente lo que a uno le viene a la mente para pasar un martes en la noche en el teatro, pero La Gaviota en manos de Cristian Magaloni accede al nervio de la historia de Chéjov sin ensañarse con el músculo denso. Con un elenco estelar que se arrebata continuamente el foco como las cabezas de Cerberus batallando por un pedazo de carne, esta nueva Gaviota vuela en cielo liviano, sin volverse superficial.
Romantizando el dolor del ser artista, La Gaviota enfoca su relato en cuatro personajes insatisfechos desde ángulos contrapuestos. Tréplev, el novel dramaturgo que aspira a crear un teatro moderno lejos de estereotipos del melodrama antiguo e impostado, que es precisamente en el que su mamá, Arkadina, ha hecho carrera y cuya mirada de juicio carga de manera constante; Boris, el exitoso escritor que no termina de creerse su propia capacidad, la misma Arkadina que ha visto ya sus mejores años pasar y ahora se ve en competencia con mujeres mucho menores, y Nina, la ingenua aspirante a actriz de talento moderado, fácilmente apantallable y de sueños platónicos.
Todos se reúnen en verano en una villa lejos de la ciudad, junto con otros familiares y amigos para presenciar lo arrollador de la insesante expectativa social colocada sobre el artista, que no nace de una necesidad propia de expresión, pero de una consante exigencia por demostrar valía, que no puede sino carcomer desde adentro al más mínimo asomo de fracaso, ni permite disfrutar del éxito como una realización propia.
Con La Gaviota, Chéjov apunta que la felicidad no es un estado habitable, pero ese foco inalcanzable adelante, siempre brillando en el futuro, pero nunca conseguible en el presente. Un engaño que nos mantiene en estado de búsqueda sin poder disfrutar lo ya triunfado, y en eterna frustración instasifactoria por lo que aún no está en nuestras manos. Una perfecta descripción de la ansiedad y la depresión, entendidas como el exceso de futuro y de pasado. Vaya, en pocas palabras, los elementos de una receta no tan fácil de digerir.
A pesar de la longitud de la obra, que podría pasar por un recorte mucho más certero, sin duda, lo que Magaloni hace con su visión de La Gaviota es dotarla de un ambiente natural y familiar. Donde lo roto convive con lo alegre, y el dolor del fracaso para algunos se convierte en angustia y para otros simplemente en parte de una vida medianamente bien vivida. Y el montaje por tanto rompe de lo taciturno hacia lo entretenido. Malabareando entre momentos y personajes que sacan sonrisas, y los otros mucho más melancólicos que caracterizan el texto original.
La bondad de esta Gaviota es que cuenta con un elenco comprometido que nunca deja caer la pelota. Por supuesto que Margarita Sanz como Arkadina es una fuerza implacable, como lo sería también el personaje, una diva en acción a la que no se le notan las grietas. Un ego dominante y narcisista, disfrazado de encanto. Margarita se pone a Arkadina encima como si fuera una pashmina y se pasea con ella por el escenario con una facilidad tan orgánica que es como verla en su propia casa.
Aunque el alma de la puesta y su capacidad de golpear al espectador recae en los dos más jóvenes. Roberto Beck como Tréplev, que habita un espacio oscuro muy propio del artista torturado, y desgarra en sus momentos más frágiles; y Assira Abate como Nina, que durante gran parte de la obra pareciera ser la lucecita al final del camino que nunca deja de brillar, de carisma infantil, quizá, pero mucha nobleza, que para el último acto se ha despojado de toda ingenuidad para darse un baño de la realidad más cruel y aún está recogiendo sus propios pedazos esparcidos en el piso. En su último momento juntos en escena son ellos los que clavan el cuchillo que el espectador mantiene enterrado aún terminando la función.
El ensamble es conciso y hay total compenetración, y Magaloni utiliza muy bien sus cartas con Boris Schoemann que como Sorin se vuelve el lado comedioso y desparpajado, y al que se le da un perfil queer que lo dota de una historia que le da una nueva tridimensionalidad; y Julio César Luna como el Doctor Dorn que se para un poco como el cemento de la obra. La pieza madura y sólida sobre la cual el resto puede caminar. Como elenco consiguen darle vida a la reuniones de manera natural, con esas interacciones no tan cuidadas que suceden fuera de ficción, y es en sus momentos uno a uno que otorgan peso a lo construido con más gravedad.
Jesús Hernández detrás de la escenografía e iluminación juega a hacer presente el teatro con un escenario al fondo cuyos cicloramas representan los distintos colores del cielo, y una plataforma que cambia de posición junto con los primeros tres actos de la obra, acercándose cada vez más al espacio teatral del fondo conforme los personajes se animan más a la creación y exposición de sus talentos, para finalmente matar la ilusión de ese espacio ficticio seguro y regresar a una casa donde la realidad fría pesa estancada y los globos ya no tienen helio para flotar.
La puesta mantiene un eterno aroma burgués, la idea de una campiña inaccesible que es más limbo que cielo o infierno, y planos hacia muchos lados que desde la disposición a dos frentes se disfrutan como una serie de munditos separados, cada uno con su propio relato momentáneo. Cierto, el montaje es largo, tanto que se ve necesitado de un intermedio donde al público se le pide salir de la sala, y eso trae consigo cansancio, pero la compañía rescata lo que en manos de cualquier otro quizá hubiera terminado en festival de bostezos desde las butacas.
La Gaviota se presenta los martes a las 8:30pm en Foro Lucerna.