Lo que parece una simple clase de canto se convierte en una confrontación entre dos personajes que parecieran venir de lados opuestos de un contexto ideológico, pero que están unidos por algo que es mucho más poderoso: el dolor, y una canción con el nombre de La Golondrina.
La Golondrina no es un texto fácil. Es sobrecogedor y carga con un dolor histórico que no puede sino convertirse en un melodrama de pronto abrumador. Pero en manos de Margarita Sanz y sus contrapartes Alejandro Puente y Germán Bracco (alternantes) se llena de emotividad donde podría haber densidad, y verdad donde podría haber exceso. Y eso no puede dejar de aplaudirse.
Guillem Clua, autor catalán, se inspira en un atentado que pega en el pecho de la comunidad LGBTQ como un acto de odio que sin duda ha pasado a la historia de manera indeleble como una de las matanzas más aberrantes y dolorosas que acabó con la vida de 50 personas, la mayoría de ellas gente queer a días de la celebración del Pride en Estados Unidos. La matanza en el Pulse de Orlando en 2016 cuya noticia dio la vuelta al mundo y aún hoy en día es una espina difícil de arrancar del corazón del colectivo que sigue y seguirá punzando como un eco que nos recuerda en aquello en lo que se puede convertir el odio.
Clua escribe desde la ficción pero se amarra a ese oscuro evento para presentarnos a Ramón, un joven que se aparece en casa de una profesora de canto con la intención de aprender a inrerpretar La Golondrina para un evento conmemorativo por la muerte de su madre. Aunque la maestra se muestra renuente a aceptarlo como pupilo en un principio, al descubrir que ambos han perdido a personas queridas, finalmente se resigna y en el proceso comienza a abrirse sobre la propia pérdida de su hijo, asesinado en un bar gay ante la mirada de millares que lo vieron por última vez grabar con su celular un video con el que se despide de ella.
Ambos personajes están anclados por el duelo y la pérdida, pero al mismo tiempo incapaces de entenderse. Ella, fría, conservadora, religiosa y de vieja escuela prefiere asumir la muerte de su hijo como algo accidental que le hubiera podido pasar a cualquiera, y es incapaz siquiera de decir la palabra «homosexual»; mientras él, cuyos secretos va develando poco a poco en la álgida conversación contra su antítesis, mantiene una mirada dura ante un atentado que no nació de la casualidad, pero de la voluntad y fue incluso celebrado por miles como algo heróico.
Guillem Clua mete el dedo en la llaga recordando que en una sociedad inherentemente homofóbica o pasiva ante crímenes de odio y actos de segregación, los cómplices de una matanza como la sucedida en 2016 son muchos, y no todos llevan armas en las manos, pero sí ignorancia, miedo, intolerancia, repudio, en grandes y pequeñas cosas, como no querer compartir baños con gente trans, son muchos los que allá afuera suman para que un día una persona con tantito desequilibrio salga a balacear a una multitud un sábado cualquiera.
La Golondrina es desmesurada y tiene sus momentos que rayan en el demasiado, especialmente para el final, cuando el autor mantiene sumando revelaciones una tras otra que botan hacia lo innecesario y excesivo, cuando en realidad, su confrontación inicial ya tiene todos los elementos necesarios para tocar los nervios correctos y enviar el mensaje adecuado. Es emocional e hiriente desde lo básico y por tanto no requiere de mayor adorno.
Alonso Íñiguez (director) hace una adaptación adecuada del texto que, si somos honestos, aún podría recibir un par de tijeretazos más para estar en su punto. Pero lo que presenta en el escenario tiene fuerza, tiene potencia y tiene algo que decir, que en últimas instancias es lo más importante.
Margarita Sanz juega un rol de absoluta naturalidad al que a Alejandro Puente (alternante al que me tocó ver a mí) le cuesta trabajo llegar a subirse. Ella vive el presente de una manera absoluta y no hay nada fabricado en su interpretación. Es seca, como su personaje requiere, pero cuando le toca el momento de romper, nos quiebra a todos como su fuéramos vidrio finísimo. Margarita Sanz es superior y modula esta obra que en manos de otra actriz y otro director pudiera vivir en decibeles altísimos, con matices que le permiten viajar entre discusiones y silencios, ambos necesarios y ambos rítmicos.
Alex Puente tiene una ternura inexplicable y la segunda mitad de la obra elige sus momentos para asestar los golpes que sólo el personaje de Ramón puede invocar para ser devastadores. Como actor acepta el reto y da batalla, pero es cierto que lo vemos correr para llegar a ese punto; y tiene momentos, especialmente cuando la plática no está transitando en aguas pantanosas, en los que llega a caer en lo perceptiblemente ensayado, que quizá no sea un error de su parte, sólo algo muy visible al lado de su coestrella que está entregada al naturalismo. De pronto juegan en canchas distintas en tonalidad y el montaje brinca.
Lo cierto es que para cuando las cartas están puestas en la mesa y es imposible para ambos personajes poner marcha atrás, el resultado entre el público es audiblemente sollozador. El texto y las actuaciones te rompen y te provocan. La Golondrina hace preguntas sobre dónde estamos parados como humanidad, qué nos une si no es el amor cómo se ha predicado tantas veces pero parece ser falso, qué hacemos o dejamos de hacer cada uno de nosotros para que afuera pierda el odio y la violencia, qué nos sigue impidiendo abrazarnos como madre e hijo, familias, amigos, colegas con honestidad sobre quiénes somos y cariño de ambas partes antes que miedo y preocupación al cómo lo tomarán.
Un texto abrasador con un par de intérpretes listos para abrir el corazón y vulnerarse en pos de una historia que es y seguirá siendo importante de contar y recordar. Muchos no sobreviven el ser distintos. Pasa desde siempre y no se ha detenido. Muchas familias quedan incompletas. Muchas pláticas no se tienen por miedo a la confrontación con la verdad y las sombras ocupan su lugar en casas donde padres e hijos viven como desconocidos. La Golondrina viene como arrolladora, pero su trabajo es aplastar para construir desde nuevos cimientos.
La Golondrina se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro Milán.