La ficcionalización de todo lo posiblemente ficcionalizable. Aparentemente una especialidad de la casa por parte del dramaturgo Sergio Blanco quien con La Ira de Narciso convierte a Cristian Magaloni primeramente en Cristian Magaloni (uno alterno, por así decirlo) y luego en el mismo Sergio Blanco, a su vez posteriormente en el Sergio Blanco de la ficción, y finalmente en el Sergio Blanco que trasciende hasta la barrera de la vida misma, declarándose a sí mismo desde el guión como el Narciso definitivo. Y que juego más maravilloso de presenciar.
La historia empieza con Cristian Magaloni interpretándose a sí mismo, quien recibe un mail por parte de Sergio Blanco, en el que Sergio le pide interpretarlo a él dentro de una autoficción para relatar una anécdota de misterio, sexo y mitología. Y Cristian a regañadientes acepta. El monólogo a continuación, perdón, el relato, porque el mismo Blanco pide no llamarlo monólogo o unipersonal nos transporta a Liubliana, capital de Eslovenia, donde Sergio Blanco (dramaturgo, escritor y académico) ha sido convocado para dar una conferencia sobre el mito de Narciso.
En ese instante el genial Magaloni cambia su entera forma de comportarse, caminar y hablar para transformarse en un intelectual homosexual, de una manera tan precisa y sin estereotipos forzados que uno deja de ver a Cristian para empezar a reconocer a Sergio, y comienza su viaje por Eslovenia. Uno que lo lleva a conocer a un hombre por Grindr, que pasa de ser un revolcón de una noche, a una lapa que se queda pegada a Sergio durante toda su estancia en la ciudad, y que inevitablemente termina por cambiar su destino; y a descubrir manchas de sangre en su cuarto de hotel que lo llevan a obsesionarse con el posible macabro suceso que debió haber sucedido en ese lugar y finalmente a tratar de averiguar cuál fue el crimen y quién la víctima.
La narración es enormemente entretenida. Sergio Blanco, quien a pesar de haber nacido en Uruguay rechaza su herencia latina para vivir la fantasía francesa, es un personaje absolutamente hipnótico. No por eso un héroe de libro de texto. Un hombre que sale a correr todas las mañanas, pero interrumpe su entrenamiento para tener sexo público entre los árboles del parque; y que, cuando nadie lo ve, por las noches se tira al piso para tentar la textura de la sangre en su cuarto como si de un peluche se tratara. Un absoluto Narciso, ensimismado y aburrido de la voz de sus colegas, encima de todo incapaz de concentrarse para terminar de escribir su conferencia.
Su anécdota es imparable. Una odisea que comienza con el viaje más soso del mundo a un simposio que pudiera ser para bostezar que lo termina reuniendo de manera furtiva con un detective, tratando de comunicarse con una madre que ya ha perdido la memoria, encontrando en el sexo el mejor pretexto para procrastinar y hasta cantando «¿qué pasará, qué misterio habrá? Puede ser mi gran noche» en un momento de arrebato; descubriendo en la mirada transformativa de Narciso el verdadero poder para entender la identidad misma, y actuando acorde, mandando un mail a Cristian Magaloni (a punto de ser papá en este retorcido cuento en el que el mismo Magaloni pierde hasta el poder de dar veracidad a su propia historia) y pidiéndole entonces que se convierta en él por hora y media cada miércoles en la noche. Uff.
Si la matryosha de ficciones no fuera de por sí un experimento lo suficientemente atrevido como para hacer de La Ira de Narciso un montaje imperdible, la actuación de Cristian Magaloni termina por dejar claro que La Capilla tiene entre sus manos una joyita teatrera. Una transformación absolutamente deleitable con la que Magaloni se toma su tiempo, y se nota él mismo entretenido, que es a su vez un personaje de caricatura y al mismo tiempo una figura tan real como cualquiera que se encuentre entre el público. Y no deja de ser gloriosamente apantallante verlo pasar de Sergio a Cristian y de regreso con absoluta fluidez y sin necesidad de trucos. Cautivante de principio a fin, gracioso y absolutamente memorable.
Boris Schoemann (director) no se queda sin sus cartas en el asunto. Además de trabajar la ficcionalización de Sergio, hace de un montaje que pudiera ser contado sin mucho ajetreo, una franca coreografía, y crea trazos que, con la ayuda de una mesita, dos sillas y su actor se convierten en figuras lúdicas, que solamente logran enriquecer la fantasía del Sergio Blanco que se nos ha pintado, que conforme pasa el relato se va volviendo más absurdo e implacable hasta sentirse de novela gráfica.
Y la cereza en el pastel, roja precisamente como la fruta, es una mampara en el tapanco al fondo del teatro que se ilumina de una forma carmesí bellísima cada que la sangre cobra importancia dentro de la aventura. Un guiño tan sencillo y a su vez tan imponente al mensaje de vida, muerte y trascendencia de la obra que tenemos que reconocer que resulta tan magnífico como fotogénico. Y cuidadosamente minimalista en una obra que está plantada básicamente dentro de una caja negra.
La Ira de Narciso es un master class en guión, el tipo de obra que nos recuerda que el teatro no tiene imposibles, y que con la combinación correcta de dramaturgo, actor y director, hasta la historia más sencilla se puede convertir en una epopeya cautivante de finales absolutamente surrealistas e inesperados. Lo voy a decir, sí un unipersonal, pero uno que definitivamente se siente como un viaje a Eslovenia, tan exótico y lleno de sorpresas, como el mismo nombre «Liubliana» te lleva a pensar.
La Ira de Narciso se presenta los miércoles a las 20:00 pm en el Teatro la Capilla.